Jornada tercera (La gitana). Escena primera
“Manrique: Mi objeto era el de haceros feliz… las montañas de
Vizcaya no podían suministrar a mi ambición recursos para elevarme a la altura
de mis ilusiones. Seguí a don Diego hasta Zaragoza porque se decidió a
protegerme; y yo decía para mí: “Algún día sacaré a mi madre de la miseria”,
pero vos no lo habéis querido.
Azucena: No, yo soy feliz; yo no ambiciono alcázares dorados; tengo
bastante con mi libertad y con las montañas donde vivieron siempre nuestros padres.
Manrique: ¡Siempre!
Azucena: Pero, hijo mío, la pobreza tiene muchos inconvenientes y tu
familia los ha experimentado muy terribles.
Manrique: ¿Mi familia?
Azucena: Nada me has preguntado nunca acerca de ella.
Manrique: No me he atrevido... No sé por qué se me ha figurado que
me habíais de contar alguna cosa horrible.
Azucena: Tienes razón, ¡una cosa horrible! Yo, para recordarlo, no
podría menos de estremecerme… ¿ves esa hoguera? ¿Sabes tú lo que significa esa
hoguera? Yo no puedo mirarla sin que se me despegue la carne de los huesos, y
no puedo apartarla de mí, porque el frío de la noche hiela todo mi cuerpo.
Manrique: Pero, ¿por qué os habéis querido fijar en este
sitio?
Azucena: Porque este sitio tiene para mí recuerdos muy profundos…
desde aquí se descubren los muros de Zaragoza… éste era, éste, el sitio donde
murió.
Manrique: ¿Quién, madre mía?
Azucena: Es verdad, tú no lo sabes y, sin embargo, era mi madre, mi
pobre madre, que nunca había hecho daño a nadie. Pero ¡dieron en decir que era
bruja…!
Manrique: ¿Vuestra madre?
Azucena: Sí: la acusaron de haber hecho mal de ojo al hijo de un
caballero, de un conde. No hubo compasión para ella y la condenaron a ser
quemada viva.
Manrique: ¡Qué horror! Bárbaros… y, ¿lo consumaron?
Azucena: En este mismo sitio, donde está esa hoguera.
Manrique: ¡Gran Dios!
Azucena: Yo la seguía de lejos, llorando mucho, como quien llora
por una madre. Llevaba yo a mi hijo en los brazos, a ti; mi madre volvió tres
veces la cabeza para mirarme y bendecirme. La última vez, cerca del suplicio…
allí, me miró haciendo un gesto espantoso y con una voz ahogada y ronca me
gritó: “¡Véngame!” ¡Aquella palabra! No la puedo olvidar, aquella palabra… se
grabó en mi alma, en todos mis sentidos, y yo juré vengarla de una manera
horrorosa.
Manrique: Sí, y la vengasteis… ¿es verdad? Tendría un
placer en saberlo. Mil crímenes, mil muertes no eran bastantes.
Azucena: Pocos días después tuve ocasión de conseguirlo. Yo no hacía
otra cosa que rodear la casa del conde que había sido causa de la muerte de
aquella desgraciada… Un día logré introducirme en ella y le arrebaté el niño y
dos minutos después ya estaba yo en este sitio, donde tenía preparada la
hoguera.
Manrique: ¿Y tuvisteis valor…?
Azucena: El inocente lloraba y parecía querer implorar mi compasión…Tal
vez me acariciaba… Dios mío, yo no tuve valor… yo también era madre… (Llorando.)
Manrique: Y, ¿en fin?
Azucena: Yo no había olvidado, sin embargo, a la infeliz que me
había dado el ser; pero los lamentos de aquella infeliz criatura me desarmaban,
me rasgaban el corazón. Esta lucha era superior a mis fuerzas y bien pronto se
apoderó de mí una convulsión violenta… yo oía confusamente los chillidos del
niño y aquel grito que me decía: “¡Véngame!”. Pero, de repente y como en un
sueño, se me puso delante de los ojos aquel suplicio, los soldados con sus
picas, mi madre desgreñada y pálida, que con paso trémulo caminaba despacio,
muy despacio, hacia la muerte, y que volvía la cara para mirarme, para decirme,
“¡Véngame!” Un furor desesperado se apoderó de mí y desatentada y frenética
tendí las manos buscando una víctima: la encontré, la así con fuerza
convulsiva, y la precipité entre las llamas. Sus gritos horrorosos ya no
sirvieron sino para sacarme de aquel enajenamiento mortal… abrí los ojos, los
tendí a todas partes… la hoguera consumía una víctima, y el hijo del conde
estaba allí. (Señalando a la izquierda.)”
Manrique: ¡Desgraciada!
Azucena: Había quemado a mi hijo.
Manrique: ¡Vuestro hijo! Pues, ¿quién soy yo, quién…? Todo lo veo”.
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