lunes, 31 de octubre de 2016

"El último lector".- Ricardo Piglia (1940)


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1.-¿Qué es un lector?
Papeles rotos
 
 “Hay una foto donde se ve a Borges que intenta descifrar las letras de un libro que tiene pegado a la cara. Está en una de las galerías altas de la Biblioteca Nacional de la calle México, en cuclillas, la mirada contra la página abierta.
 Uno de los lectores más persuasivos que conocemos, del que podríamos imaginar que ha perdido la vista leyendo, intenta, a pesar de todo, continuar. Ésta podría ser la primera imagen del último lector, el que ha pasado la vida leyendo, el que ha quemado sus ojos en la luz de la lámpara. “Yo soy ahora un lector de páginas que mis ojos ya no ven.”
 Hay otros casos, y Borges los ha recordado como si fueran sus antepasados (Mármol, Groussac, Milton). Un lector es también el que lee mal, distorsiona, percibe confusamente. En la clínica del arte de leer, no siempre el que tiene mejor vista lee mejor.
 “El Aleph”, el objeto mágico del miope, el punto de luz donde todo el universo se desordena y se ordena según la posición del cuerpo, es un ejemplo de esta dinámica del ver y el descifrar. Los signos en la página, casi invisibles, se abren a universos múltiples. En Borges la lectura es un arte de la distancia y de la escala.
 Kafka veía la literatura del mismo modo. En una carta a Felice Bauer, define así la lectura de su primer libro: “Realmente hay en él un incurable desorden y es preciso acercarse mucho para ver algo” (la cursiva es mía).
 Primera cuestión: la lectura es un arte de la microscopía, de la perspectiva y del espacio (no sólo los pintores se ocupan de esas cosas). Segunda cuestión: la lectura es un asunto de óptica, de luz, una dimensión de la física.
 Joyce también sabía ver en mundos múltiples en el mapa mínimo del lenguaje. En una foto, se lo ve vestido como un dandy, un ojo tapado con un parche, leyendo con una lupa de gran aumento.
 El Finnegans Wake es un laboratorio que somete la lectura a su prueba más extrema. A medida que uno se acerca, esas líneas borrosas se convierten en letras y las letras se enciman y se mezclan, las palabras se transmutan, cambian, el texto es un río, un torrente múltiple, siempre en expansión. Leemos restos, trozos sueltos, fragmentos, la unidad del sentido es ilusoria.
 La primera representación espacial de este tipo de lectura ya está en Cervantes, bajo la forma de los papeles que levantaba de la calle. Ésa es la situación inicial de la novela, su presupuesto diríamos mejor. “Leía incluso los papeles rotos que encontraba en la calle”, se dice en el Quijote (I, 5).
  Podríamos ver allí la condición material del lector moderno: vive en un mundo de signos; está rodeado de palabras impresas (que, en el caso de Cervantes, la imprenta ha empezado a difundir poco tiempo antes); en el tumulto de la ciudad se detiene a levantar papeles tirados en la calle, quiere leerlos.
 Sólo que ahora, dice Joyce en el Finnegans Wake –es decir, en el otro extremo del arco imaginario que se abre con Don Quijote-, estos papeles rotos están perdidos en un basurero, picoteados por una gallina que escarba. Las palabras se mezclan, se embarran, son letras corridas, pero legibles todavía. Ya sabemos que en el Finnegans es una carta extraviada en un basural, un “tumulto de borrones y de manchas, de gritos y retorcimientos y fragmentos yuxtapuestos”. Shaum, el que lee y descifra en el texto de Joyce, está condenado a “escarbar por siempre jamás hasta que se le hunda la mollera y se le pierda la cabeza, el texto está destinado a ese lector ideal que sufre un insomnio ideal” (by that ideal reader suffering from an ideal insomnia).
 El lector adicto, el que no puede dejar de leer, y el lector insomne, el que está siempre despierto, son representaciones extremas de lo que significa leer un texto, personificaciones narrativas de la compleja presencia del lector en la literatura. Los llamaría lectores puros; para ellos la lectura no es sólo una práctica, sino una forma de vida.
 Muchas veces los textos han convertido al lector en un héroe trágico (y la tragedia tiene mucho que ver con leer mal), un empecinado que pierde la razón porque no quiere capitular en su intento de encontrar el sentido. Hay una larga relación entre droga y escritura pero pocos rastros de una posible relación entre droga y lectura, salvo en ciertas novelas (de Proust, de Arlt, de Flaubert) donde la lectura se convierte en una adicción que distorsiona la realidad, una enfermedad y un mal”. 

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