IV
“-Este sitio es un infierno, pero aquí
estamos; yo también. –Este último era un pescador que había trabajado en una
factoría de Shibaura y así se lo contó a los demás. Pensaba que, para aquellos
trabajadores de Hokkaido, era difícil imaginarse un lugar tan “maravilloso”
como aquella factoría.
-Con una mínima parte de lo que pasa aquí, en
Shibaura ya habrían organizado una huelga –dijo.
Tras ese comentario, todos comenzaron a narrar
sus experiencias. “Apertura de nuevas carreteras”, “obra de riego”, “construcción
de vías férreas”, “construcción de puertos en tierras ganadas al mar”,
“desarrollo de minas nuevas”, “roturación”, “pesca de arenques”, casi todos
ellos habían desempeñado alguno de aquellos trabajos.
Cuando la situación estaba en punto muerto en
el resto de Japón, porque los trabajadores se habían vuelto “insolentes” y se
negaban a aceptar imposiciones, los capitalistas habían extendido sus zarpas ¡a
Hokkaido y Karafuto! Ahí podían explotar a sus trabajadores de forma tan
despiadada como en las colonias de Corea y Taiwán. Los mismos capitalistas
sabían cosas inconfesables de lo que sucedía en esas nuevas colonias, que no se
atrevían siquiera a mencionar.
A los peones que trabajaban en la construcción
de carreteras y ferrocarriles se les asesinaba en sus barracones con menos
ceremonia de la que se usaba para matar a una pulga. Explotados más allá de lo
soportable, algunos huían. Si los capturaban, los ataban a una estaca y hacían
que caballos les aplastaran bajo sus cascos o dejaban que perros de pelea les
mordieran hasta matarlos. Y aquello sucedía a la vista de todos. El ruido que
hacía el esternón del desgraciado al romperse era algo que aterrorizaba hasta
al peón más valiente. Si el torturado perdía el conocimiento, lo reanimaban
echándole agua a la cara, y lo hacían tantas veces como fuera necesario. Al
final, los perros los atrapaban entre sus fauces y los zarandeaban con sus
poderosos cuellos, como si fueran hatillos hasta que morían. Incluso después de
arrojarlo a un rincón, el cuerpo todavía se movía espasmódicamente. También era
algo cotidiano recibir quemaduras de un hierro incandescente en las nalgas o
palizas con una barra hasta que no podían levantarse. Mientras cenaban, de
repente se oía un grito agudo y, al poco, les llegaba un olor apestoso a carne
humana quemada. “Lo dejo, lo dejo. Así no se puede comer.” Tiraban los palillos
y se miraban unos a otros con semblante sombrío.
Muchos morían de beriberi porque les obligaban
a trabajar aunque estuvieran enfermos. Y como no había tiempo que perder, ni
siquiera en caso de muerte, dejaban los cuerpos tirados al raso durante días.
Muchas veces fuera, en la oscuridad, asomando bajo la estera con la que se
tapaba improvisadamente el cuerpo, se veían unos pies de un color mate entre
amarillo y negro, que habían encogido hasta parecer los de un niño. “Tiene la
cara llena de moscas. ¡Si pasas al lado se te echan encima de sopetón!”, había
dicho un hombre al entrar mientras se golpeaba la frente con una mano.
Les hacían salir a trabajar de madrugada
cuando aún era de noche. Les obligaban a trabajar hasta que no veían ni sus
propias manos y sólo se distinguía el destello azulado de las puntas de sus
picos. Envidiaban a los prisioneros que trabajaban en la cárcel que había
cerca. Los coreanos eran los que recibían peor trato. Les pisoteaban tanto los
propios capataces coreanos como sus compañeros peones japoneses.
De vez en cuando el policía destinado en un
pueblo que se encontraba a unos veinte kilómetros de distancia acudía
caminando, libreta en mano, a hacer preguntas. Si se le hacía tarde, se quedaba
a pasar la noche. Pero nunca iba a ver a los peones. Volvía a casa con la cara
enrojecida por el alcohol, a medio camino se paraba a orinar imitando a un
bombero y retomaba la marcha farfullando cosas incomprensibles.
Cada traviesa, cada vía férrea de Hokkaido
correspondía, literalmente, al cadáver de un peón. Y los bloques de hormigón
hundidos para construir los puertos eran los cuerpos de los obreros enterrados
en vida como “columnas humanas”. Aquellos trabajadores de Hokkaido eran
conocidos como “pulpos”. Los pulpos, para sobrevivir, se comen sus propios
tentáculos. ¡Eso eran exactamente! Así surgió esa clase de explotación
primitiva que a nada temía. Los dueños recogían beneficios a paladas. Y los racionalizaron
hábilmente ligándolo a frases como “desarrollo de la riqueza nacional”. Los
capitalistas eran muy astutos. Los trabajadores perecían de hambre o les
golpeaban hasta la muerte “en nombre de la nación”.
-Haber vuelto de ahí vivo se lo debo a la
ayuda de Dios. ¡Le estoy agradecido! Pero, si muero en este barco, ¿dónde está
la diferencia? ¿Qué estoy haciendo? –y se puso a reír de repente. Después,
visiblemente sombrío, frunció el ceño y miró para otro lado.
Lo mismo sucedía en las minas. Abrían galerías
nuevas en las montañas. Para saber qué tipo de gases podían surgir o si la
excavación toparía con obstáculos inesperados, del mismo modo que había hecho
Nogi, el dios de los soldados, los capitalistas usaban trabajadores, que se
podían comprar más baratos que las cobayas. ¡Más baratos que el papel
higiénico! Como si fueran trocitos de atún crudo, colocaban los trozos de carne
de obrero uno tras otro para reforzar las paredes de las galerías subterráneas.
Ahí, alejados de las grandes ciudades, los capitalistas hacían lo que les
placía, y así, a veces, ocurrían cosas terribles. En las vagonetas que
transportaban el carbón, a menudo, volvía trozos pegajosos de pulgares o
meñiques mezclados entre el mineral. Pero nadie, ni mujeres ni niños, se
atrevían siquiera a arquear una ceja ante semejante escena. Les habían
acostumbrado a ello y sabían que tenían que empujar las vagonetas hasta la
siguiente parada con semblante inexpresivo. Ése era el carbón que movía
máquinas gigantescas para producir lo que los capitalistas necesitaban.
Esos mineros, igual que los hombres que han
pasado mucho tiempo en la cárcel, tenían las caras amarillas, abotagadas y
siempre distraídas. La falta de luz solar, el polvo del carbón , los gases
venenosos y la temperatura y presión anormales habían provocado en sus cuerpos
un deterioro que era evidente a simple vista”.
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