martes, 11 de octubre de 2016

"El diablo en el cuerpo".- Raymond Radiguet (1903-1923)


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 “Estábamos en el mes de mayo.  Ahora veía menos a Marthe en su casa y sólo me quedaba  a dormir en ella cuando podía inventar una mentira que me permitiera quedarme allí toda la mañana. Me la inventaba una o dos veces por semana. Me asombraba que la mentira siempre surtiera efecto. En realidad, mi padre no me creía. Pero hacía la vista gorda con excesiva indulgencia, con tal de que ni mis hermanos ni los criados se enteraran. Me bastaba, pues, con decir que iba a salir a las cinco de la mañana, como el día de mi excursión al bosque de Sénart. Pero mi madre ya no me preparaba la cesta.
 Mi padre lo soportaba todo; pero de repente se enfadaba, reprochándome mi pereza. Esas escenas se desencadenaban y se calmaban con rapidez, como las olas.
 Nada absorbe tanto como el amor. No es que sea perezoso, sino que el hecho de estar enamorado implica ya de por sí pereza. El amor advierte de manera confusa que su único sustituto real es el trabajo. Por ello, lo considera como un rival. Y no aguanta a ninguno. Pero el amor es pereza bienhechora, como esa lluvia ligera que contribuye a la fecundidad.
 El que la juventud sea necia se debe a la falta de holgazanería. Lo que invalida nuestros sistemas educativos es que van dirigidos a los mediocres, a causa de su gran número. Para una mente que ya está en marcha, la pereza no existe. Nunca he aprendido tanto como durante aquellos largos días, que para un testigo hubiesen resultado vacíos, pero en los que analizaba mi joven corazón como un advenedizo observa sus modales en la mesa.
 Cuando no dormía en casa de Marthe, es decir, casi todos los días, dábamos largos paseos  a lo largo del Marne después de cenar, hasta las once. Desamarraba la barca de mi padre, Marthe remaba; yo, recostado, apoyaba la cabeza en sus rodillas. Las abrazaba. De repente, un golpe de remo me hacía recordar que el paseo no duraría toda la vida.
 Al amor le gusta compartir su felicidad. Así, una amante de naturaleza poco ardiente, si nos ve escribiendo una carta, se vuelve cariñosa, nos besa en el cuello, se inventa mil arrumacos. Nunca tenía tantos deseos de besar a Marthe como cuando algún trabajo apartaba su atención de mí; nunca tenía tantas ganas de tocar sus cabellos, de despeinarla, como cuando se estaba peinando. En la barca, me abalanzaba sobre ella, cubriéndola de besos para que soltara los remos y que la barca fuese a la deriva, prisionera de las hierbas, de los nenúfares blancos y amarillos. Marthe lo interpretaba como signos de una pasión incontenible, mientras que lo que me impulsaba era un irrefrenable afán de molestar. Después, amarrábamos la barca detrás de las matas más altas. El temor de ser vistos o de zozobrar contribuía a que nuestros jugueteos me resultasen mil veces más voluptuosos.
 Por eso no me quejaba de la hostilidad de los propietarios, que hacía muy difícil mi presencia en casa de Marthe.
 Mi supuesta obsesión por poseerla como no lo hubiera podido hacer Jacques, de besar un rincón de su piel después de haberle hecho jurar que jamás otros labios se habían posado allí antes que los míos, no era sino una forma de libertinaje. Pero, ¿me daba cuenta de ello? Todo amor tiene su juventud, su madurez, su vejez. ¿Acaso me encontraba en esa última fase en la que ya el amor no me satisfacía sin ciertos rebuscamientos? Pues si bien mi voluptuosidad se apoyaba en la costumbre, se avivaba con aquellas mil pequeñeces, con aquellas leves variaciones infligidas a la costumbre. Del mismo modo, el drogado no alcanza el éxtasis aumentando la dosis, que pronto serían mortales, sino con el ritmo que él mismo inventa, bien cambiando las horas, bien utilizando estratagemas que desconcierten a su organismo.
 Me gustaba tanto aquella orilla izquierda del Marne que solía pasear por la otra, tan diferente, con el fin de poder contemplar lo que me gustaba. La orilla derecha es menos tranquila, invadida por hortelanos y campesinos, mientras que la mía lo está por los desocupados. Atábamos la barca a un árbol y nos tendíamos en medio del trigo. El campo se estremecía bajo la brisa de la noche. Nuestro egoísmo olvidaba en su escondrijo los daños causados, sacrificando el trigo por el goce de nuestro amor, de la misma manera que por él sacrificábamos a Jacques.
 El aroma de lo provisional excitaba mis sentidos. Después de haber conocido placeres más brutales, más parecidos a los que se experimentan sin amor con la primera que llega, los demás resultaban insípidos.
 Comenzaba a apreciar el sueño casto, libre, el bienestar de sentirme solo en una cama con sábanas limpias. Alegaba razones de prudencia para no pasar ya las noches con Marthe. Ella admiraba mi fuerza de voluntad. Pero ocurre que también me irritaba esa voz angelical de las mujeres que, comediantes por naturaleza, parecen salir cada mañana del más allá.
 Me hacía reproches a mí mismo por las críticas, por los fingimientos y pasaba días enteros preguntándome si quería a Marthe más o menos que antes. Mi amor lo adulteraba todo. Al igual que traducía equivocadamente las frases de Marthe, creyendo darles una significación más profunda, interpretaba sus silencios. Siempre que cometo un error, una especie de sobresalto indescriptible me advierte de ello. Mis alegrías, mis angustias, eran más intensas. Estando acostado a su lado, me entraban de repente ganas de dormir solo en casa de mis padres, lo que me hacía presagiar lo insoportable de una vida en común. Pero, por otra parte, no podía imaginar la vida sin Marthe. Comenzaba a experimentar el tormento del adúltero.
 Estaba resentido con Marthe por haber consentido, antes de nuestro amor, amueblar la casa de Jacques a mi gusto. Aquellos muebles que yo no había elegido porque me gustasen sino para molestar a Jacques terminaron haciéndoseme odiosos. Los llegué a aborrecer sin remedio”.   

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