“Estábamos en el mes de mayo. Ahora veía menos a Marthe en su casa y sólo
me quedaba a dormir en ella cuando podía
inventar una mentira que me permitiera quedarme allí toda la mañana. Me la
inventaba una o dos veces por semana. Me asombraba que la mentira siempre
surtiera efecto. En realidad, mi padre no me creía. Pero hacía la vista gorda
con excesiva indulgencia, con tal de que ni mis hermanos ni los criados se
enteraran. Me bastaba, pues, con decir que iba a salir a las cinco de la
mañana, como el día de mi excursión al bosque de Sénart. Pero mi madre ya no me
preparaba la cesta.
Mi padre lo soportaba todo; pero de repente se
enfadaba, reprochándome mi pereza. Esas escenas se desencadenaban y se calmaban
con rapidez, como las olas.
Nada absorbe tanto como el amor. No es que sea
perezoso, sino que el hecho de estar enamorado implica ya de por sí pereza. El
amor advierte de manera confusa que su único sustituto real es el trabajo. Por
ello, lo considera como un rival. Y no aguanta a ninguno. Pero el amor es
pereza bienhechora, como esa lluvia ligera que contribuye a la fecundidad.
El que la juventud sea necia se debe a la
falta de holgazanería. Lo que invalida nuestros sistemas educativos es que van
dirigidos a los mediocres, a causa de su gran número. Para una mente que ya
está en marcha, la pereza no existe. Nunca he aprendido tanto como durante
aquellos largos días, que para un testigo hubiesen resultado vacíos, pero en
los que analizaba mi joven corazón como un advenedizo observa sus modales en la
mesa.
Cuando no dormía en casa de Marthe, es decir,
casi todos los días, dábamos largos paseos
a lo largo del Marne después de cenar, hasta las once. Desamarraba la
barca de mi padre, Marthe remaba; yo, recostado, apoyaba la cabeza en sus
rodillas. Las abrazaba. De repente, un golpe de remo me hacía recordar que el
paseo no duraría toda la vida.
Al amor le gusta compartir su felicidad. Así,
una amante de naturaleza poco ardiente, si nos ve escribiendo una carta, se
vuelve cariñosa, nos besa en el cuello, se inventa mil arrumacos. Nunca tenía
tantos deseos de besar a Marthe como cuando algún trabajo apartaba su atención
de mí; nunca tenía tantas ganas de tocar sus cabellos, de despeinarla, como
cuando se estaba peinando. En la barca, me abalanzaba sobre ella, cubriéndola
de besos para que soltara los remos y que la barca fuese a la deriva,
prisionera de las hierbas, de los nenúfares blancos y amarillos. Marthe lo
interpretaba como signos de una pasión incontenible, mientras que lo que me
impulsaba era un irrefrenable afán de molestar. Después, amarrábamos la barca
detrás de las matas más altas. El temor de ser vistos o de zozobrar contribuía
a que nuestros jugueteos me resultasen mil veces más voluptuosos.
Por eso no me quejaba de la hostilidad de los
propietarios, que hacía muy difícil mi presencia en casa de Marthe.
Mi supuesta obsesión por poseerla como no lo
hubiera podido hacer Jacques, de besar un rincón de su piel después de haberle
hecho jurar que jamás otros labios se habían posado allí antes que los míos, no
era sino una forma de libertinaje. Pero, ¿me daba cuenta de ello? Todo amor
tiene su juventud, su madurez, su vejez. ¿Acaso me encontraba en esa última
fase en la que ya el amor no me satisfacía sin ciertos rebuscamientos? Pues si
bien mi voluptuosidad se apoyaba en la costumbre, se avivaba con aquellas mil
pequeñeces, con aquellas leves variaciones infligidas a la costumbre. Del mismo
modo, el drogado no alcanza el éxtasis aumentando la dosis, que pronto serían
mortales, sino con el ritmo que él mismo inventa, bien cambiando las horas,
bien utilizando estratagemas que desconcierten a su organismo.
Me gustaba tanto aquella orilla izquierda del
Marne que solía pasear por la otra, tan diferente, con el fin de poder
contemplar lo que me gustaba. La orilla derecha es menos tranquila, invadida
por hortelanos y campesinos, mientras que la mía lo está por los desocupados.
Atábamos la barca a un árbol y nos tendíamos en medio del trigo. El campo se
estremecía bajo la brisa de la noche. Nuestro egoísmo olvidaba en su escondrijo
los daños causados, sacrificando el trigo por el goce de nuestro amor, de la
misma manera que por él sacrificábamos a Jacques.
El aroma de lo provisional excitaba mis
sentidos. Después de haber conocido placeres más brutales, más parecidos a los
que se experimentan sin amor con la primera que llega, los demás resultaban
insípidos.
Comenzaba a apreciar el sueño casto, libre, el
bienestar de sentirme solo en una cama con sábanas limpias. Alegaba razones de
prudencia para no pasar ya las noches con Marthe. Ella admiraba mi fuerza de
voluntad. Pero ocurre que también me irritaba esa voz angelical de las mujeres
que, comediantes por naturaleza, parecen salir cada mañana del más allá.
Me hacía reproches a mí mismo por las
críticas, por los fingimientos y pasaba días enteros preguntándome si quería a
Marthe más o menos que antes. Mi amor lo adulteraba todo. Al igual que traducía
equivocadamente las frases de Marthe, creyendo darles una significación más
profunda, interpretaba sus silencios. Siempre que cometo un error, una especie
de sobresalto indescriptible me advierte de ello. Mis alegrías, mis angustias,
eran más intensas. Estando acostado a su lado, me entraban de repente ganas de
dormir solo en casa de mis padres, lo que me hacía presagiar lo insoportable de
una vida en común. Pero, por otra parte, no podía imaginar la vida sin Marthe.
Comenzaba a experimentar el tormento del adúltero.
Estaba resentido con Marthe por haber
consentido, antes de nuestro amor, amueblar la casa de Jacques a mi gusto.
Aquellos muebles que yo no había elegido porque me gustasen sino para molestar
a Jacques terminaron haciéndoseme odiosos. Los llegué a aborrecer sin
remedio”.
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