Miss Dorothy Phillips, mi esposa
"Yo pertenezco al grupo de los pobres diablos que salen noche a noche del cinematógrafo enamorados de una estrella. Me llamo Guillermo Grant, tengo treinta y un años, soy alto, delgado y trigueño como cuadra, a efectos de la exportación, a un americano del sud. Estoy apenas en regular posición y gozo de buena salud.
Voy pasando la vida sin quejarme demasiado, muy poco descontento de la suerte, sobre todo cuando he podido mirar de frente un par de hermosos ojos todo el tiempo que he deseado.
Hay hombres, mucho más respetables que yo desde luego, que si algo reprochan a la vida es no haberles dado tiempo para redondear un hermoso pensamiento. Son personas de vasta responsabilidad moral ante ellos mismos, en quienes no cabe, ni en posesión ni en comprensión, la frivolidad de mis treinta y un años de existencia. Yo no he dejado, sin embargo, de tener amarguras, aspiracioncitas, y por mi cabeza ha pasado alguna que otra vez algún pensamiento. Pero en ningún instante la angustia y el ansia han turbado mis horas como al sentir detenidos en mí dos ojos de gran belleza.
Es una verdad clásica que no hay hermosura completa si los ojos no son el primer rasgo bello del semblante. Por mi parte, si yo fuera dictador decretaría la muerte de toda mujer que presumiera de hermosa, teniendo los ojos feos. Hay derecho para hacer saltar una sociedad de abajo arriba y el mismo derecho -pero al revés- para aplastarla de arriba abajo. Hay derecho para muchísimas cosas. Pero para lo que no hay derecho, ni lo habrá nunca, es para usurpar el título de bella cuando la dama tiene los ojos de ratón. No importa que la boca, la nariz, el corte de cara sean admirables. Faltan los ojos, que lo son todo.
-El alma se ve en los ojos -dijo alguien-. Y el cuerpo también, agrego yo. Por lo cual, erigido en comisario de un comité ideal de Belleza Pública, enviaría sin otro motivo al patíbulo a toda dama que presumiera de bella teniendo los ojos antedichos. Y tal vez a dos o tres amigas.
***
Con esta indignación -y los deleites correlativos- he pasado los treinta y un años de mi vida, esperando, esperando.
¿Esperando qué? Dios lo sabe. Acaso el bendito país en que las mujeres consideran cosa muy ligera mirar largamente en los ojos a un hombre a quien ven por primera vez. Porque no hay suspensión de aliento, absorción más paralizante que la que ejercen dos ojos extraordinariamente bellos. Es tal que ni aun se requiere que los ojos nos miren con amor. Ellos son en sí mismos el abismo, el vértigo en que el varón pierde la cabeza, sobre todo cuando no puede caer en él. Esto, cuando nos miran por casualidad; porque si el amor es la clave de esa casualidad, no hay entonces locura que no sea digna de ser cometida por ellos.
Quien esto anota es un hombre de bien, con ideas juiciosas y ponderadas. Podrá parecer frívolo, pero lo que dice no lo es. Si una pulgada de más o menos en la nariz de Cleopatra -según el filósofo- hubiera cambiado el mundo, no quiero pensar en lo que podía haber pasado si aquella señora llega a tener los ojos más hermosos de lo que los tuvo: el Occidente desplazado hacia el Oriente trescientos años antes -y el resto.
***
Siendo como soy, se comprende muy bien que el advenimiento del cinematógrafo haya sido para mí el comienzo de una nueva era por la cual cuento las noches sucesivas en que he salido mareado y pálido del cine, porque he dejado mi corazón, con todas sus pulsaciones, en la pantalla que impregnó por tres cuartos de hora el encanto de Brownie Vernon".
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