Capítulo XLIX
Escaleras, 7
"En dos ocasiones se enfrentaron en conflicto abierto la gente de arriba y la de abajo: la primera, cuando Olivier Gratiolet pidió a los copropietarios que votaran por la prolongación de la alfombra hasta los pisos séptimo y octavo, al otro lado de la puerta acristalada. Lo apoyó el administrador, para el que la alfombra en la escalera eran cien francos más por mes y cuarto. Pero la mayoría de copropietarios, que declaraban legal la operación, exigían que fuera costeada por los propietarios de las dos últimas plantas exclusivamente y no por la comunidad entera. Lo cual no le interesaba lo más mínimo al administrador, que hubiera tenido que pagar la alfombra casi él solo, y se las arregló para echar tierra al asunto.
La segunda vez fue por la repartición del correo. La actual portera, la señora Nochère, con ser una bellísima persona, está llena de prejuicios de clase, y la separación marcada por la famosa puerta acristalada no es ficticia, ni mucho menos, para ella: les sube las cartas a los que viven más acá de la puerta; los demás tienen que ir a buscárselas a la portería; éstas fueron las instrucciones que dio Juste Gratiolet a la señora Araña, y que transmitió ésta a la señora Claveau, la cual las transmitió a su vez a la señora Nochère. Hutting, y con más virulencia aún, los Plassaert exigieron la derogación de aquella medida discriminatoria e infamante y la comunidad no tuvo más remedio que inclinarse, para no dar la impresión de sancionar una práctica heredada del siglo XIX. Pero la señora Nochère no quiso saber nada y, conminada por el administrador a llevar el correo a todos los pisos sin distinción, presentó un certificado médico, extendido por el propio doctor Dinteville, confirmando que el estado de sus piernas le impedía subir escaleras. El proceder de la señora Nochère, en este asunto, se debió sobre todo a su odio a los Plassaert y a Hutting; pues sube el correo hasta cuando no hay ascensor (lo cual ocurre con frecuencia) y es raro que pase un día sin visitar a la señora Orlowska, a Valène o a la señorita Crespi, aprovechando la ocasión para llevarles el correo.
Las consecuencias prácticas de todo esto son mínimas, excepto para la propia portera, que ya sabe que no podrá contra con buenos aguinaldos de Hutting y de los Plassaert. Es una de esas divisiones a partir de las cuales se organiza la vida de una escalera, una fuente de pequeñísimas tensiones, de microconflictos, de peleas; todo ello forma parte de las controversias, violentas a veces, que sacuden las reuniones de copropietarios, como las que surgen a propósito de las macetas de la señora Rèol o de la motocicleta de David Marcia (¿tenía o no tenía derecho a guardarla en el cobertizo contiguo al patinillo de los cubos de la basura? Ya no se plantea el problema pero, para tratar de resolverlo, se consultó inútilmente con media docena de gestores por lo menos) o de la desastrosa afición a la música del retrasado mental que vive en el segundo derecha al fondo del patio y que, en ciertas épocas indeterminadas y durante períodos de duración imprevisible, sufriría síndrome de abstinencia si no oyera treinta y siete veces seguidas, de preferencia entre las doce de la noche y las tres de la madrugada, Heili Heilo, Lili Marlene y otras joyas de la música hitleriana.
Existen otras divisiones más discretas todavía, casi insospechables. los antiguos y los nuevos, por ejemplo, cuya distribución depende de motivos imponderables: Rorschash, que compró sus pisos en 1960, es de los "antiguos" mientras que Berger, que llegó menos de un año más tarde, es de los "nuevos"; además Berger se instaló enseguida, mientras que Rorschash estuvo haciendo obras más de año y medio; o el bando Altamont y el bando Beaumont; o la actitud de la gente durante la última guerra; de los cuatro que quedan en la escalera y que tenían entonces la edad suficiente para tomar partido, sólo uno intervino activamente en la Resistencia, Olivier Gratiolet, que hizo funcionar una imprenta clandestina en su sótano y guardó durante casi un año debajo de la cama una ametralladora desmontada, americana, que había traído él mismo en piezas sueltas en un capazo de hacer la compra. Véra de Beaumont, en cambio, hacía alarde de sus opiniones proalemanas y en más de una ocasión se la vio acompañada de prusianos muy acicalados y de alta graduación; los otros dos, la señorita Crespi y Valéne, fueron más bien indiferentes".
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