miércoles, 17 de febrero de 2016

"Mil soles espléndidos".- Hosseini Khaled (1965)


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 "El juicio de Mariam se había celebrado la semana anterior. No hubo abogados ni audiencia pública ni presentación o recusación de pruebas ni apelaciones. La acusada renunció a su derecho de pedir testigos. El proceso entero no duró ni un cuarto de hora.
 El jurado lo presidía el juez que se sentaba en el centro, un talibán de aspecto frágil. Estaba muy demacrado y tenía la piel amarillenta y curtida, y llevaba una rizada barba rojiza. Sus gruesas gafas delataban lo amarillo que tenía el blanco de los ojos. El cuello parecía demasiado delgado para sostener el intrincado turbante que le envolvía la cabeza.
 -¿Confiesas haberlo hecho, hamshira? -preguntó de nuevo con voz cansada.
 -Sí -respondió Mariam.
 El hombre asintió. O tal vez no. Era difícil decirlo porque le temblaban mucho las manos y la cabeza y Mariam evocó el temblor del ulema Faizulá. Para beber el té, no cogía él la taza. Hacía una seña al hombre de hombros fornidos que tenía a su izquierda, que respetuosamente se la acercaba a los labios. Después, el talibán cerraba los ojos amablemente en un elegante y mudo gesto de gratitud.
 Mariam se sentía desarmada ante él. Cuando hablaba, lo hacía con un deje de astucia y ternura a la vez. Su sonrisa era paciente. No la miraba con desprecio. No se dirigía a ella en tono despectivo ni acusador, sino de disculpa.
 -¿Entiendes de verdad lo que dices? -preguntó el talibán de rostro huesudo que se sentaba a la derecha del juez. Era el más joven de los tres. Hablaba deprisa y con arrogante suficiencia. Le había irritado que Mariam no supiera hablar pastún. A ella le dio la impresión de que era de esa clase de jóvenes pendencieros que disfrutaban mandando, que veían delitos por todas partes, como si tuvieran el derecho inalienable a juzgarlo todo.
 -Lo entiendo -asintió Mariam.
 -Lo dudo -dijo el joven talibán-. Dios nos ha hecho distintos a los hombres y las mujeres. Nuestros cerebros son distintos. Vosotras no sois capaces de pensar igual que nosotros. Los médicos occidentales y su ciencia lo han demostrado. Por eso nos basta con el testimonio de un varón, pero en cambio exigimos el de dos mujeres.
 -Admito que lo hice yo, hermano -declaró Mariam-, pero, si no, él la habría matado. La estaba estrangulando.
 -Eso dices tú. Pero las mujeres andan siempre jurando toda clase de cosas.
 -Es la verdad.
 -¿Tienes testigos, aparte de tu ambag?
 -No -respondió Mariam.
 -Pues entonces...-el talibán levantó las manos y soltó una risita.
[...]
 El juez cambió de posición sobre su cojín y esbozó una mueca de dolor.
 -Te creo cuando dices que tu marido era un hombre de mal genio -prosiguió, lanzando a Mariam una mirada severa y compasiva a la vez, a través de sus gafas-. Pero no puedo por menos que sorprenderme ante la brutalidad de tu acción, hamshira. Me preocupa lo que has hecho. Me preocupa que su hijo pequeño llorara por él en el piso de arriba mientras tú le matabas. Estoy cansado y me muero, pero quiero ser clemente. Deseo perdonarte. Sin embargo, cuando Alá me llame y me diga: "Pero no te correspondía a ti perdonar, ulema", ¿qué le diré?
 Sus compañeros asintieron y lo miraron con admiración.
 -Algo me dice que no eres una mala mujer, hamshira. No obstante, has cometido un acto malvado. Y debes pagar por lo que has hecho. La sharia es clara a ese respecto. Dice que debo enviarte a donde pronto iré yo también. ¿Lo entiendes, hamshira?
 Mariam se miró las manos y asintió.
 -Que Alá te perdone.
 Antes de que se la llevaran, entregaron un documento a Mariam y le indicaron que firmara bajo su declaración y la sentencia del ulema. Ante la mirada de los tres talibanes, Mariam escribió su nombre -la mim, la , la ya y la mim-, recordando la última vez que había firmado un documento, veintisiete años atrás, en la mesa de Yalil, en presencia de otro ulema".  
 

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