lunes, 15 de febrero de 2016

"Artículos".- Mariano José de Larra (1809-1837)


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 La educación de entonces

 "-¡Buen tiempo hemos alcanzado y bravo siglo, señor don Lope de Antaño!- decía el uno cuando yo llegué a poderlos oír.
 -¿Quién nos lo había de decir, señor don Pedro Josué de Arrierán? -reponía el otro-. ¡Qué furor de educación, y de luces y reformas! ¡Válgame Dios qué de ideítas nuevas de quita y pon, qué poca estabilidad en las cosas...!
 -¡Ya! ¡Si hay hombres que tratan de persuadirnos a que no se puede vivir sin todos esos alifafes...!  
 -Ahí está, señor don Pedro. Se les figura a estos hombres de ahora que hasta que ellos han venido a abrirnos los ojos no había en nuestra patria cosa con cosa. Yo no me comprometeré a decir lo que había; pero yo me acuerdo, porque no hace tantos años, que no había en este país caminos, ni diligencias, ni barullos; había menos artes todavía que ahora, si cabe, y me tenía usted a mí y a otros con nuestros destinos en regla rebosando salud y alegría. Se distinguían las clases hasta en el vestir: que ahora no parece sino que todos somos hijos de un mismo padre. No había esa ilustración ni esa industria... ¡Mire usted qué pedrada! No había más fábricas que la de medias de Toledo, y la de navajas prohibidas en Albacete, como quien dice; pero éramos más españoles, aunque quieren decir que éramos más... ¡Qué tiempos aquéllos! Yo quiero referirle a usted la vida que hacía. En primer lugar, tenía yo veinte años y sabía leer y escribir y las cuatro cuentas: ya era un hombre; pues no había pensar que hubiese visto nunca risueña la cara de mi padre: le tenía más miedo que a una tempestad. Raro era el día que no llevaba yo un par de zurras por cualquier friolera, con lo cual andaba tan en punto que más parecía lana vareada que cuerpo de persona. ¡Qué tiempos aquéllos! Así me entró el latín. ¿Ir yo a tertulias? ¿Eh? ¿Cómo ahora, que cuenta un mocoso apenas dos lustros y se entra de rondón en el mundo y enamora a las muchachas como si tuviera sesenta años? ¡No señor! En una ocasión se me ocurrió galantear a una criada que enfrente de mi casa vivía, porque al fin los muchachos siempre han de ser muchachos, y ¿sabe usted lo que hacía? Como estaba recogido y encerrado ya a las ocho de la tarde, tenía que atar mis sábanas y mi manta y por la ventana de mi habitación me iba boniticamente descolgando hasta la calle, donde hablábamos y tal. Sí señor: como que una noche se soltó la sábana y me rompí este pie; desde entonces, ni él ha vuelto a entrar en caja ni he dejado yo un solo momento de ser cojo. Tal porrazo me granjeó la vigilancia de mi padre. ¡Qué tiempos aquéllos y cuánto tengo que agradecerle! ¿Había yo de haber hablado a sabiendas suyas con una joven? ¡Jesús! Mire usted: a los treinta años me casé. ¿Querrá usted creer que nunca le había visto la cara a la novia, ni ella, que tan recogida vivía como yo, me la había visto a mí? Ni conocíamos nuestro carácter, ni... Nos lo dieron todo hecho; así fue que después nos llevamos siempre muy mal mi mujer y yo. Por supuesto que luego que me casé sucedía en mi casa lo propio que en la de mi padre: ¡si viera usted qué tundas le pego a mi chico! La letra, con sangre entra; él podrá no salir bien enseñado, pero saldrá bien apaleado. ¡Eso es cariño; lo demás es cuento! ¡Nunca pude llevar en paciencia la inconstancia del siglo! Una sola oficina he tenido en toda mi vida; una sola peluca; un mismo sastre; un zapatero, no más; una propia tertulia. Y he leído, sí señor; he sido muy aficionado a leer, aquí donde usted me ve. En casa tengo El viajero universal, a no ser once tomos que me faltan, y todos los Mercurios desde el año 70, y las gacetas y los diarios muy bien encuadernados, que nunca los dejaba de la mano como no fuese para reñir algún rato con mi Angelita porque, eso sí, no era uno como esos maridos de ahora que se dejan los días y las noches a sus mujeres a merced del primer boquirrubio que pasa y entra; nosotros siempre estábamos juntos como un juego de pendientes. En eso consistía el reñir, porque como no nos podíamos ver...
 -Ésa es, señor don Lope, ésa es la vida arreglada que hay que hacer y no la barahúnda ni la educación de ahora. Yo lo qué sé decir a usted es que me acuerdo también de un tiempo en que no se encontraba un libro por un ojo de la cara, como no fuese el Astete, el Observatorio rústico de Salas (que es todo un libro) y otras cosillas sanas e instructivas al mismo tiempo; pues no se movía una paja en toda la Monarquía. Y ¡qué enseñanza! En aquellos tiempos ponía usted a su muchacho, si lo tenía, en la Escuela Pía, o cosa semejante y sabía usted que le enseñaban latín y su buen carácter de letra, que era un primor; y no le parezca a usted: todo esto, en poco menos de diez o doce años. ¡Ya ve usted! ¿Pues, ahora? ¿Eh? Ha de saber el niño en un abrir y cerrar de ojos francés, inglés, italiano, matemáticas, historia, geografía, baile, esgrima, equitación, dibujo... ¡Qué sé yo! Sin conocer que eso no es para nuestro carácter. Sin ir más lejos, yo tengo un sobrino cuyo padre dio también en la flor de las reformas y de las ideas nuevas. Le puso al muchacho tanto divino ayo, y maestro, y pedagogo, que no tenía un momento en el día para rebullirse. Y, ¿qué sucedió? ¿Qué había de suceder? Se quedó el muchacho pálido, seco como un esparto... Daba lástima verlo. ¡Y dale, que había de estudiar y que había de...! Pues estudio fue, que... En fin, dos meses hace no más que murió.
 -¿Qué dice usted? ¡Angelito! ¿Y murió de estudiar?
 -No, señor; murió de un cólico; pero voy a lo que es...
 -Por supuesto, qué lástima.
 -Es claro. ¿Y para qué es toda esa prisa? Para que el niño sepa y alterne en una sociedad en cuanto le apunte el bozo, y baile y hable con el tiempo en público, y...
 -¡Bravo, señor don Pedro, bravo! No se puede decir más..."

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