viernes, 12 de febrero de 2016

"El largo adiós".- Raymond Chandler (1888-1959)


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Capítulo VIII

 "La celda nº. 3 del pabellón de delincuentes menores tenía dos literas, tipo camarote, pero el pabellón no estaba muy lleno, de modo que tuve la celda para mí solo. En el pabellón de delincuentes menores se trata bastante bien a la gente. Dan dos frazadas, ni sucias ni limpias, y un colchón apelotonado de cinco centímetros de espesor que va encima de un elástico de metal entretejido. Hay inodoro con depósito de agua corriente, lavabo, toallas de papel y jabón gris de consistencia arenosa. El edificio es limpio y no huele a desinfectante. Abundan los presos de confianza, encargados de la limpieza.
 Los guardias de la cárcel vigilan a los presos y hacen la vista gorda. A menos que uno sea borracho o psicópata, o actúe como tal, permiten a los presos que tengan cigarrillos y fósforos. Hasta la audiencia preliminar uno conserva su propia ropa. Después se usa la ropa de la cárcel, el traje de presidiario sin corbata, ni cinturón ni cordones de zapatos. Uno se sienta en la litera y espera. No hay otra cosa que hacer.
 El pabellón de los borrachos no es tan bueno. No hay litera, ni silla, ni frazadas, nada. Los tipos se acuestan sobre el piso de cemento. Se sientan en el inodoro y vomitan sobre su propio cuerpo. Aquello es el fondo de la miseria. Yo lo he visto.
 Aunque todavía era de día, las luces del techo estaban encendidas. Las luces se manejaban desde afuera de la puerta de acero de la dependencia. Se apagaban a las nueve de la noche. Nadie entraba ni decía nada. Uno podía estar en la mitad de una frase del diario o de una revista. Se apagaban de pronto, sin el menor sonido o señal de advertencia. Y ahí se quedaba uno hasta el amanecer sin otra cosa que hacer sino dormir, en el caso de poder conciliar el sueño, o fumar, si tenía con qué hacerlo, o pensar, si es que uno podía pensar en algo que no le hiciese sentirse peor que no pensar nada.
 En la cárcel, el hombre carece de personalidad. No es más que un problema secundario que hay que resolver y unas cuantas declaraciones en los informes. A nadie le importa quién lo quiere o lo odia, cómo se siente o lo que ha hecho con su vida. Nadie reacciona hacia él, a menos que dé trabajo. Nadie se aprovecha o abusa de él. Todo lo que se le exige es que vaya tranquilamente a la celda correspondiente y que se quede quieto cuando llegue allí. No hay nada contra qué luchar, nadie con quien enojarse. Los carceleros son hombres tranquilos, carentes de animosidad o sadismo. Toda esa cantinela que se lee sobre alaridos y gritos de los presos, sobre golpes contra la reja y guardias corriendo con garrotes..., todo eso se refiere a la cárcel para delincuentes mayores.
 Una buena cárcel es uno de los lugares más tranquilos del mundo. Se podría caminar durante la noche por los pasillos, entre las celdas, y observar a través de las rejas y ver una frazada marrón hecha un ovillo y tirada por el suelo o un par de ojos que miran al vacío. Se podría escuchar un ronquido. De vez en cuando podrían oírse los gritos de alguien que sufre una pesadilla. En la cárcel la vida está en suspenso, no tiene propósito ni significado. En otra celda podríamos ver un hombre que no logra dormir o que ni siquiera puede tratar de dormir. Está sentado al borde de su cama, quieto. Quizá lo mire a uno o quizá no. Uno lo mira a él. No dice ni una palabra y uno tampoco. No tenemos nada que decirnos.
 En un extremo del edificio puede haber una segunda puerta de acero que conduce a la sala de identificación. Una de sus paredes es una malla de red metálica pintada de blanco. Sobre la pared posterior hay rayas para medir la altura, y en el cielo raso, los reflectores. Es regla entrar allí por la mañana, justo antes de que el jefe de guardia nocturna termine su trabajo. Uno se detiene delante de las líneas de medición y las luces lo deslumbran con su resplandor; tras la malla de red todo está oscuro. Pero hay mucha gente ahí: policías, detectives, ciudadanos que han sido robados o asaltados o estafados o que han sido despojados de sus ahorros o de sus autos amenazándoles con una pistola. uno no los ve ni les oye. Sólo se siente la voz del jefe de guardia nocturno, alta y clara. Hace marcar el paso, andar, pararse, como si uno fuera un perro amaestrado actuando. Él es el director escénico de una obra que, en la historia, ha batido el récord de permanencia en las tablas, pero a él ya no le interesa".

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