"Madeleine llevaba un vestido azul claro y el cabello le caía suelto por detrás. La palabra propia para descifrar su actitud era dominante. Al entrar, había venido repiqueteando los tacones de modo claramente audible en el bullicio de la sala. Herzog le miró fijamente los ojos azules, su perfil bizantino, los labios pequeños y la barbilla que presionaba sobre la carne de debajo. Estaba muy colorada, lo cual era en ella señal de que su conciencia funcionaba activamente. A él le pareció descubrir en el rostro de su ex mujer un incipiente embastecimiento. Ojalá no se equivocase. En efecto, deseaba que algo de la bastedad y grosería de Gersbach se le "pegase" a ella. ¿Por qué no podía ser esto posible? Y observó también que, sin duda alguna, a Madeleine se le había puesto más ancho el trasero. Se imaginó que los apretones y los sobos de él eran la causa de ello. Era un fenómeno conyugal natural... o, más bien, erótico.
-Señora, ¿es éste el padre de la niña?
Madeleine seguía negándose a reconocer su presencia.
-Sí -dijo, por fin-. Me divorcié de él. No hace mucho tiempo.
-¿Vive él en Massachusetts?
-No sé dónde vive. No es asunto mío.
A Herzog le producía admiración la perfección del dominio de sí misma que tenía Madeleine. Nunca vacilaba. Cuando había recogido el recipiente de cartón de la leche supo enseguida dónde tenía que tirarlo a pesar de que sólo llevaba un momento allí. Ni un instante de duda. Y seguro que ya habría hecho un inventario completo de los objetos que había en la mesa del sargento incluyendo los rublos y, por supuesto, la pistola. Nunca la había visto pero pudo identificar enseguida las llaves por la anilla del llavero y se habría dado cuenta de que la pistola pertenecía a Herzog. ¡Éste conocía tan bien sus modales, su estilo patricio, el tic de la nariz, la alocada mirada clara y orgullosa! Al interrogarla el sargento, Moses, incapaz de contener sus asociaciones de ideas se preguntó si aún seguiría emanando de ella aquel olor a secreciones femeninas... la íntima suciedad que la caracterizaba. Nunca volvería a ejercer su poder sobre él aquella agridulce fragancia de ella, sus llameantes ojos azules, sus punzantes miradas, ni la boquita siempre dispuesta al placer. Sin embargo, sólo con mirarla, le entraba dolor de cabeza. Le latía rápida, aunque regularmente, el pulso en las sienes, como los émbolos de una máquina. La estaba viendo con una claridad intensa: la suavidad de sus pechos, muy a la vista por el descote cuadrado del vestido, la finura de las piernas, el matiz indio de la piel de éstas. La cara, sobre todo la frente, la tenía demasiado tirante para su gusto. Y en ella radicaba todo el peso de su severidad. Tenía lo que los franceses llaman le front bombé. Lo que se desarrollaba tras ella era absolutamente indescifrable. ¿Lo ves, Moses? No nos conocemos el uno al otro. Incluso aquel Gersbach, llamémosle como queramos, charlatán, psicópata, con sus ojos ardientes y sus bastas mejillas, también es incognoscible. Y, por lo visto, a mí tampoco me conocen. Pero cuando a un hombre se le hacen toda clase de trastadas, los malvados que lo fastidian dan por cierto que conocen muy bien a ese hombre. Cuando me dejan tirado como una basura es porque creen conocerme a fondo. ¡Estos dos me conocían! Y estoy de acuerdo con Spinoza (espero que no le molestará) en que pedirle lo imposible a cualquier ser humano, ejercer el poder donde no puede ser ejercido, es tiranía. Perdónenme, por tanto, señora y caballero, pero me niego a aceptar el concepto que tienen ustedes de mí. Ah, esta Madeleine es una extraña persona capaz de ser tan orgullosa pero, a la vez, tan poco limpia -tan hermosa y, al mismo tiempo, desfigurada por la rabia-, una mente tan mezclada de diamante puro y de basto cristal... Pero, en fin, tenéis que dejarme a un lado... excepto en lo que se refiere a June. Por lo demás, estoy dispuesto a dejarles a ustedes el campo libre en cuanto pueda retirarme. Adiós a todos.
-En fin, ¿la trata a usted mal? -Herzog que, a la vez que pensaba en sus cosas había estado oyendo, como lejana música de fondo, lo que decía el sargento, le oyó ahora claramente hacer esta pregunta. Entonces le dijo secamente a Madeleine:
-Por favor, ten cuidado con lo que dices. No tengamos más dificultades de lo inevitable.
Ella no le hizo caso.
-Sí, me ha fastidiado mucho.
-¿Le ha amenazado a usted? -preguntó el sargento.
Herzog esperaba, tenso, la respuesta de ella. Por otra parte, no debía temer pues ella había de ser prudente por la pensión que le pasaba y Madeleine era una mujer de mucho sentido práctico, muy astuta".
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