5.-La exploración de los mundos comunes
Las dos flechas del tiempo
«Mientras que los modernos iban siempre de la
confusión a la claridad, de lo complicado a lo simple, de lo arcaico a lo
objetivo y ascendían siempre por la escalera del progreso, nosotros –aunque
seguiremos progresando- lo haremos descendiendo por un camino que, sin embargo,
no es el de la decadencia: iremos de lo confuso a lo todavía más confuso, de lo
complicado a lo todavía más complicado, de lo explicado a lo implicado. No
esperamos del futuro que nos emancipe de todos nuestros vínculos, sino que nos
vincule, al contrario, mediante lazos más estrechos, a mayores multitudes de aliens que hayan pasado a ser miembros a
tiempo completo del colectivo (1) en
vías de formación. “Mañana –exclaman los modernos- nos habremos desprendido
más”. “Mañana –murmuran los que debemos llamar no-modernos- estaremos más
ligados”. Mark Twain afirmaba que no hay nada seguro aparte de la muerte y los
impuestos; será preciso añadir a partir de ahora una certeza más: mañana el
colectivo estará más intrincado que ayer. Será preciso, en efecto, mezclarnos
aún más íntimamente con la existencia de una multitud todavía mayor de seres
humanos y no-humanos, cuyas demandas serán todavía más inconmensurables que las
del pasado, y en las que, sin embargo, deberemos ser capaces de refugiarnos sin
una morada común. Ya no esperamos que ninguna lluvia de fuego venga a ponernos
a todos de acuerdo, matándonos a golpes de objetividad. No hay terminación en
nuestra historia. La única que da por sentado el fin de la historia es la
flecha de los modernos. Dado que el hecho de convertirse poco a poco en un cosmos no tiene final, no hay, pues,
para la ecología política, ningún Apocalipsis que temer: al contrario, regresa
a casa, al oikos, a los aîtres ordinarios, a la existencia
banal.
La ecología política no se contenta con poner
fin a la historia de los modernos, sino que suprime además la aberración más
extraña ofreciéndole retrospectivamente una explicación completamente distinta
de su destino. En efecto, los modernos, a pesar de estar obsesionados con el
tiempo, nunca han tenido ninguna oportunidad con él, porque, para hacer
funcionar su vasta maquinaria, siempre han precisado situar el mundo de los
hechos indiscutibles fuera de la historia. Nunca han encontrado la manera, por
ejemplo, de instituir una historia de las ciencias mínimamente creíble: han
tenido que contentarse con tener, bajo este nombre, una historia de los humanos
que descubrían la naturaleza indiscutible e intemporal. Los modernos se han
encontrado, pues, inmersos en un dilema que, como todo lo demás, ha acabado por
atraparlos de nuevo: se anticiparon con la esperanza de tener en cuenta cada
vez menos proposiciones, cuando, algunos siglos atrás, habían puesto en marcha
una máquina formidable que elaboraba el mayor número posible de entidades
–culturas, naciones, hechos, ciencias, genes, artes, animales, industrias-, un
inmenso trastero que no dejaban de movilizar o de destruir cada vez que
afirmaban querer simplificar, depurar, naturalizar, excluir. Se deshacían del
resto del mundo en el momento en que, como Atlas, cargaban el mundo sobre sus
vastos hombros, pretendían externalizarlo todo, a pesar de que internalizaban
la Tierra entera. En tanto que imperialistas, afirmaban no depender de nadie;
y, al estar en deuda con el universo entero, se creían libres de todo vínculo;
implicados, querían lavarse las manos de toda responsabilidad.
Cuando los modernos, como iguales de Dios,
pasaron finalmente a ser coextensivos a la Creación, ¡aprovecharon ese momento
para entregarse al aislacionismo más completo y creer que habían quedado fuera
de la historia! No es de extrañar que su reloj se detuviera al mismo tiempo que
su bicameralismo (2) se hundía,
aplastado bajo el peso de todos aquellos que lo habían reclutado todo,
pretendiendo no tenerlo en cuenta ni ofrecerle un mundo común (3). No puede uno entrometerse en el mundo y arrojarlo
luego al exterior, en reserva o en descarga. Si debemos extraer una lección del
mito de Frankenstein, es precisamente la inversa a la de Víctor, el desdichado
inventor del célebre monstruo. En el momento en que, con lágrimas de cocodrilo
en los ojos, se arrepiente de haber jugado a aprendiz de brujo cuando, al
innovar indiscriminadamente, oculta tras el pecado venial el pecado mortal del
que su criatura lo acusa con razón: haber huido del laboratorio abandonándola,
bajo el pretexto de que, como todas las innovaciones, había nacido monstruosa.
Nadie puede considerarse Dios y no enviar enseguida a su único hijo a intentar
arreglar el peliagudo asunto de la Creación caída…
La ecología política hace algo mejor que
suceder a la modernidad: la desinventa. Ve retrospectivamente en este
movimiento contradictorio de vinculación y desvinculación una historia mucho
más interesante que la de un frente de modernización que avanza inexorablemente
desde las tinieblas del arcaísmo hasta las claridades de la objetividad –y, por
supuesto, mucho más rica que el antirrelato de los antimodernos que releen esta
historia según la inclinación, igualmente inexorable, de una decadencia que nos
ha alejado de una dichosa matriz para arrojarnos a la frialdad de un mundo
helado por el cálculo-. Los modernos siempre han hecho lo contrario a lo que
han dicho: ¡esto es lo que les salva!
No hay ni una sola cosa (4) que no
sea una asamblea. No hay ni uno de los hechos indiscutibles que no sea el
resultado de una discusión meticulosa en el núcleo mismo del colectivo. No hay
ni un solo objeto sin riesgo (5) que
no acarree tras de sí una larga cabellera de consecuencias inesperadas que
persigan al colectivo, obligándolo a reanudarse. No hay ni una sola innovación
que no rediseñe de arriba a abajo la cosmopolítica
(6), obligando a cualquiera a recomponer la vida pública. Los modernos no han
distinguido ni una vez en su corta historia los hechos de los valores, las
cosas de las asambleas. Ni una sola vez han logrado volver insignificantes e
irreales a los que creían poder excluir para siempre y sin proceso alguno. Se
han creído irreversibles sin lograr irreversibilizar nada. Todo esto sigue
estando tras de sí, a su alrededor, ante ellos, en ellos, como un acreedor que
llama a la puerta exigiendo únicamente que se retome, explícitamente y sobre
unas nuevas bases, el trabajo de exclusión e inclusión. En el mismo momento en
que lloran por vivir en un mundo indiferente a su ansiedad, siguen habitando en
esta República (7) en la que han
nacido de forma muy ordinaria.
La ecología política no condena, pues, la
experiencia moderna, ni la anula, ni tampoco la revoluciona: la rodea, la
envuelve, la desborda y la encaja en un procedimiento que finalmente le da su
sentido. Digamos las cosas en términos morales: la ecología política perdona.
Con piadosa sensatez, reconoce que es posible que no hubiera mejor manera de
proceder; acepta, bajo ciertas condiciones, hacer borrón y cuenta nueva. A
pesar del sentimiento de culpabilidad que les gusta arrastrar tras de sí, los
modernos no han cometido todavía el pecado mortal de Víctor Frankenstein.
Cometerían uno, de todas formas, si aplazaran para más tarde esta
reinterpretación de su experiencia que les ofrece la ecología política y si,
viéndose rodeado por una multitud de aliens,
enloquecieran, prolongando todavía la forma moderna de creerse contemporáneos
al mundo; si creyeran vivir en una sociedad envuelta de una naturaleza; si se
consideraran finalmente capaces de modernizar el planeta a fuerza de
objetividad. A juzgar por su ingenuidad –y quizás incluso por su inocencia-, se
arriesgan a caer en el proverbio: perseverare
diabolicum est.
Notas:
(1)
Colectivo:
debe distinguirse de la sociedad, término que conlleva una mala repartición de
los poderes; acumula además los antiguos poderes de la naturaleza y de la
sociedad en un único recinto, antes de ser partido de nuevo en distintos
poderes (consideración, planificación, seguimiento). A pesar de su utilización
en singular, el término no se refiere a una unidad ya establecida, sino a un
procedimiento de recolección de las
asociaciones de humanos y de no-humanos.
(2)
Bicameralismo:
expresión de ciencias políticas para describir los sistemas representativos de
dos cámaras (Asamblea y Senado, Cámara de los Comunes y Cámara de los Lores);
aquí debe entenderse la descripción de la repartición de poderes entre la
naturaleza (concebida, por lo tanto, como un poder representativo) y la
política. Sin embargo, a este “mal” bicameralismo debe seguirle un “buen”
bicameralismo que distinga dos poderes representativos: el de la consideración
–la cámara alta- y el de la planificación –la cámara baja-.
(3)
Mundo común:
(o igualmente, buen mundo común, cosmos, el mejor de los mundos): la expresión
designa el resultado provisional de la unificación progresiva de las realidades
exteriores (a las que se reserva la expresión de pluriverso); el mundo, en
singular, no es lo que es dado sino lo que se debe obtener reglamentariamente.
(4)
Cosa: aquí se
utiliza su sentido etimológico, que conlleva siempre una discusión en el seno
de una asamblea, que exige un juicio efectuado en común, en contraste con el
objeto. Por lo tanto, la etimología de la palabra comprende el indicio del
colectivo (res, thing, ding) que se
intenta convocar aquí.
(5)
Objeto sin riesgo:
expresión inventada para recordar que las crisis ecológicas no tratan sobre una
clase de seres (por ejemplo, la naturaleza, los ecosistemas), sino sobre la
manera de fabricar todos los seres: tanto las consecuencias inesperadas como el
modo de producción y los fabricantes siguen ligados a los vínculos de riesgo,
mientras que aparecen separados de los objetos propiamente dichos.
(6)
Cosmos,
cosmopolítica: aquí se retoma el sentido griego de combinación, de armonía,
al mismo tiempo que el sentido más tradicional del mundo. Lo que Isabelle Stengers
denomina cosmopolítica (no en el sentido multinacional, sino en el sentido
metafísico de política del cosmos) es, pues, un sinónimo del buen mundo común.
Se podría designar su antónimo con la palabra cacosmos, aunque Platón, en el Gorgias,
prefiere acosmos.
(7)
República: no
designa la asamblea de los humanos entre ellos, ni la universalidad del humano
separado de todos los vínculos tradicionales arcaicos, sino al contrario: al
volver a la etimología de la cosa pública, se designa al colectivo en su
esfuerzo por lanzarse a la búsqueda experimental de lo que lo unifica; es el
colectivo agrupado reglamentariamente y fiel al orden de la Constitución.»
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