domingo, 18 de agosto de 2024

El lugar sin límites.- José Donoso (1924-1996)

 

Capítulo VIII

  «Pancho hizo girar el camión en la calle estrecha y enfiló hacia el otro lado, hacia el fundo El Olivo, más allá de la Estación. Él conocía su máquina y en el camino más allá de las moras y de los canales que limitaban la estación, sorteó acequias y hoyos, maniobrando esa máquina enorme que le resultaba liviana ahora. Iba a casa de don Alejo para arrancarle la parte de ese camión que aún le pertenecía.
 -Nos vamos a quedar pegados en el barro...
 Octavio abrió la ventana y tiró el cigarrillo.
 -No...
 Pancho no siguió hablando porque avanzaba por un desfiladero de zarzamoras. Tenía que avanzar muy lentamente, los ojos fruncidos, la cabeza inclinada sobre el parabrisas. Para ver las piedras y los baches. Conocía bien este camino, pero de todos modos, mejor tener cuidado. Hasta los ruidos los conocía: aquí, detrás de la mora, el Canal de los Palos se dividía en dos y la rama para el potrero de Los Lagos borboteaba durante un trecho por una canaleta de madera. Ahora no se oía. Pero si fuera a pie como antes, como cuando era chico, el ruido del agua en la canaleta de madera se comenzaba a oír justamente aquí, pasando el sauce chueco. Éste era el camino que todos los días recorría a pie pelado para asistir a la escuela de la Estación El Olivo, cuando había escuela. Tiempo perdido. Misia Blanca le había enseñado a leer y a escribir y las cuatro operaciones junto con la Moniquita, que aprendió tan rápido y le ganaba en todo. Hasta que don Alejo dijo que Pancho tenía que ir a la escuela. Y después a estudiar qué sé yo, en la Universidad. ¡Cómo no! Fui el porro más porro de la clase y nunca pasaba de curso porque no se me antojaba, hasta que don Alejo, que no tiene pelo de tonto, se dio cuenta y bueno, para qué seguirse molestando con este chiquillo si no salió bueno para las letras, es mejor que aprenda los números y a leer nomás para que no lo confundan con un animal y que se ponga a ayudar en el campo, vamos a ver qué podemos hacer con él, para qué va a ir a perder el tiempo en la escuela si tiene la mollera dura. Cada piedra. Y más allá, el mojón de concreto roto desde siempre. Quién sabe cómo lo rompieron. Difícil debe ser romper un mojón de concreto, pero roto está. Cada hoyo, cada piedra: don Alejo se las hizo aprender de memoria yendo y viniendo, todos los días del fundo a la escuela y de la escuela al fundo hasta que dijeron que ya estaba bueno, que qué se sacaban. Pero la Ema quiere que la Normita vaya a un colegio de monjas, no quiero que la niña sea una cualquiera, como una, que tuvo que casarse con el primero que la miró para no quedarse para vestir santos; mira cómo estaría una si hubiera estudiado un poco, para qué decís eso cuando sabís que te gusté apenas me viste y dejaste al chiquillo dueño de la carnicería porque te enamoraste de mí, pero estudiando hubiera sido distinto, qué es estudiar mamá y qué son las monjitas, yo quiero que la niña estudie una profesión corta como obstetricia, qué es obstetricia mamá, y a él no le gustaba que preguntara, tan chiquita y qué le va a explicar uno, mejor esperar que crezca. Si quiero, si se me antoja, mando a mi hija que estudie. Don Alejo no tiene nada que decir. Nada que ver conmigo. Yo soy yo. Solo. Y claro, la familia, como Octavio, que es mi compadre, así es que no me importa deberle y no me va a hacer nada si me demoro un poco con los pagos... le va a gustar que le quiera comprar casa a la Ema. Ahora le pago al viejo y me voy.
 El camión giró entre dos plátanos y entró por una avenida de palmeras. A los lados, bodegas. Y montones de orujo fétido junto a los galpones cerrados y oscuros. Al fondo, el parque, la encina gigantesca bajo la cual los veía tenderse en las hamacas y sillas de lona multicolor -él mirándolos desde el otro lado, pero cuando chico no porque la Moniquita y él jugaban juntos entre las hortensias gigantes, los dos solos, y los grandes se reían de él preguntándole si era novio de la Moniquita y él decía que sí, y entonces sí que lo dejaban entrar, pero después, cuando era más grande, entonces ya no: leían revistas en idiomas desconocidos, dormitando en las sillas de lona desteñida.
 Los cuatro perros se precipitaron hacia el camión, que se acercaba por la avenida de palmeras, y atacaron su caparazón brillante, rasguñándolo y embarrándolo en cuanto se detuvo frente a la llavería.
 -Bajémonos...
 -¿Cómo, con estos brutos?
 Los brincos y gruñidos de los perros los sitiaron en la cabina. Entonces Pancho, porque sí, porque le dio rabia, porque le dio miedo, porque odiaba a los perros, comenzó a tocar la bocina como un loco y los perros a redoblar sus saltos rasguñando la pintura colorada que tanto cuidaba, pero ya no importa, ahora ya no importa nada más que tocar, tocar, para derribar las palmeras y la encina y atravesar la noche de parte a parte para que no quede nada, tocar, tocar, y los perros ladran mientras en el corredor se prende la luz y se animan figuras entre los sacos, y bajo las puertas, gritando a los perros, corriendo hacia el camión, pero Pancho no cesa, tiene que seguir, los perros furiosos sin obedecer a los peones que los llaman. Hasta que aparece don Alejo en lo alto de las gradas del corredor y Pancho deja de tocar. Entonces los perros se callaron y corrieron hacia él.
 -Otelo... Sultán. Acá, Negus, Moro...
 Los perros se alinearon detrás de don Alejo.
 -¿Quién es?
 Pancho se quedó mudo, exangüe, como si hubiera gastado toda su fuerza. Octavio le dio un codazo, pero Pancho siguió mudo.
 -Bah. Poco hombre.
 Entonces Pancho abrió la puerta y saltó a tierra. Los perros se abalanzaron sobre él pero don Alejo alcanzó a llamarlos mientras Pancho volvía a subir a la cabina.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Bruguera, 1980, pp. 122-127. ISBN: 84-02-05161-8.]

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