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miércoles, 16 de marzo de 2022

La casa y la isla.- Ronaldo Menéndez (1970)


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Ritmo telúrico

Anabela
La Lenin

 «Todos los esfuerzos de los padres de Anabela para que su hija fuera la mujer nueva de la que (casi) hablara el Che se concentraron en un superobjetivo práctico. Cuando terminara de cursar la escuela primaria Gonzalo Quesada había que lograr que la niña ingresara en la Escuela Vocacional Vladimir Ilich Lenin. Madrugones, obritas de teatro, interminables sesiones de estudio, puntualidad absoluta y cero faltas, sermones revolucionarios a cargo de Orlando y una completa fiscalización disciplinada de la vida de Anabela tenían el propósito inmediato de que lograra ingresar en la Lenin.
 ¿Y eso qué cosa es? La Escuela Vocacional Vladimir Ilich Lenin es la escuela de élite de la Revolución cubana. Se ubica en el municipio de Arroyo Naranjo, una ambiciosa instalación con capacidad para más de tres mil pioneros, que entraban a la edad de doce años y salían a la de dieciocho, directos a la Universidad. Es lo que en Cuba llaman “la beca”, o sea, una escuela-internado, donde los estudiantes han de permanecer día y noche durante toda la semana y sólo los dejan ir a casa el sábado y el domingo.
 Todo el mundo sabe que para apreciar la cualidad de una cosa lo mejor es compararla con otra. Así que vamos allá. En Cuba había muchísimas becas, o sea, escuelas-internado donde los pioneros se pasaban toda la semana. A la Revolución le encantaba eso de que los hijos fueran educados en reductos lejos de sus padres. Pero estas escuelas-internado solían ser bastante sucias, promiscuas, con bajas exigencias docentes, pésima comida y una anarquía que no es nada recomendable con adolescentes de doce o trece años. Y un detalle: quedaban ubicadas en medio del campo, donde el diablo perdió la guayabera, así que los pioneros tenían que trabajar mucho en la agricultura, porque ya se sabe que el trabajo ennoblece. La Escuela Vocacional Vladimir Ilich Lenin –como su nombre indica- era otra cosa. Sus interminables pasillos de granito brillaban reflejando el ir y venir ordenado de uniformes impecables. Estaba dividida en seis unidades, que eran como escuelas menores que permitían la organización, la disciplina y el funcionamiento eficaz de más de tres mil pioneros. Su arquitectura imponente, de estirpe soviética, se ordenaba en paredes de un blanco inmaculado  y ventanas muy azules, y en el centro de cada unidad, había una plaza para las formaciones matutinas y actos de todo tipo. Tenía dos gimnasios; tres piscinas; veinte canchas de básquet; un campo de fútbol y una pista de atletismo; dos enormes comedores; dos pequeñas salas de teatro; un cine; un museo de ciencias naturales con bichos disecados de todo tipo; una enorme biblioteca; un anfiteatro donde podían reunirse los más de tres mil pioneros si, por ejemplo, el Comandante visitaba la escuela; un hospital con buenos médicos y salas para ingresos; una fábrica donde los pioneros aprendían a ensamblar las famosas radios Siboney que luego se vendían por todo el país; un huerto escolar bastante grande y un campo de cítricos de una hectárea. Y los mejores maestros de la capital, a nivel preuniversitario, iban a parar a la Lenin, donde cobraban sueldos más altos y eran mucho más exigentes. Y lo más importante: los alumnos de la Lenin recibían el doble de horas lectivas que el resto de los alumnos del país. Con el puntillazo: cada clase no contaba con un solo salón, sino que había que cambiar de recinto según la materia porque había laboratorios de Biología, Química, Física, Electrónica, Astronomía, idiomas y un taller de Artes Plásticas. ¡Todo esto sin pagar un centavo, desde los doce hasta los dieciocho años! A que suena bien. Es ese tipo de iniciativas gracias a las cuales tanta gente de izquierda abren mucho los ojos, abren los brazos, y luego abren la boca y mencionan el sistema educativo cubano para que los disidentes se callen. ¿En qué país capitalista del tercer mundo –u otros mundos- hay una escuelota como la Lenin?
 ¿Hay que explicar ahora por qué los compañeros Orlando y Felipa querían que su única hija ingresara en la Lenin? Casi nadie conseguía ese propósito o ni siquiera se lo planteaba, pues ya lo hemos dicho: era una escuela de élite al estilo socialista. Había que hacer méritos, que iban desde una impecable disciplina durante la escuela primaria –la que ahora misma cursa Anabela- hasta una profusa participación en actos políticos, cargos pioneriles y excelentes notas. ¿A nuestra superpionera le falta algo de esto? Más bien le sobra. Lo mismo que a esos millonarios fabulosamente acaudalados con los donativos que hacen, Anabela tenía para repartir méritos a todos los díscolos de su escuela y aún le quedaría una gran fortuna de méritos en las arcas de su impecable educación revolucionaria.
 Antes de saber si por fin Anabela consiguió ingresar en la Lenin a la edad de doce años, demos un rodeo.
 Anabela había sido educada para ser una máquina de disciplina y virtudes revolucionarias. Pero, como suele decirse, la cabra tira al monte. ¿Qué cabra? ¿Y qué monte? Vale, Anabela distaba mucho de ser una cabra, se parecía más a un cordero cruzado con lagartija. Y mucho menos es momento de meternos en el monte. Salvo por un par de delgados rasgos de su personalidad que iban tomando forma. Y, si apunto “delgados rasgos”, no hay que imaginarse algo débil, piénsese precisamente en un delgado hilo de acero. No hay nada más cortante y resistente que un hilo de acero del grosor de un pelo.
Resultado de imagen de ronaldo menendez la casa y la isla Con diez años, sus hormonas se portaban muy indisciplinadamente. Pugnaban por reventar, aflorar en toda su piel y quemarla por dentro. Vamos, sus hormonas se comportaban como lo harían las de una guaricandilla (puta vocacional caribeña) de diecinueve años metida en un convento. Recordemos –porque ella también lo recuerda con sensual precisión- aquel extraño placer que sentía cuando, a los ocho años, la maestra Marta Abreu la semidesnudaba para vestirla de Comandantico en Jefe. Y el otro rasgo de su personalidad –un poco más grueso que un hilo de acero, digamos un clavo- es que Anabela era una niña aventurera. Y no en el sentido metafórico. Era tomsawyerianamente aventurera. Aventurera y buena como Huck Finn. Como Oliver Twist. Como tantos niños inteligentes y despabilados.
 Le encantaba irse con su padre a los talleres del Ministerio de la Construcción, aunque tuviera que levantarse a las cuatro de la madrugada del sábado. Orlando abría los talleres a las cinco de la mañana, acariciaba a sus perros revolucionarios y, durante tres horas, les dictaba clases a otros compañeros jóvenes que querían aprender a ser buenos carpinteros. Por supuesto, clases voluntarias y horas voluntarias para el país que se estaba desarrollando ante las narices y en contra del Imperialismo. Anabela admiraba aquello, sobre todo porque ver de maestro a su padre, un simple carpintero antes del año 1959, la llenaba de orgullo. Y se iba de lo más orgullosa a mataperrear por los talleres, entre lomas de serrín, enormes máquinas que bramaban como ríos crecidos, matas de guayaba y almacenes atestados de cosas misteriosas. Los obreros sudorosos hablaban como obreros, bebían ron a escondidas como obreros y les hacía muchísima gracia que la hija del carpintero López se pasase el día cazando lagartijas, trepando a las matas y revolcándose en lomas de virutas. Al final de la jornada su padre la llamaba con un par de gritos y Anabela regresaba sucia y feliz como un pordiosero que secretamente sabe que es millonario.
 Pese a la férrea disciplina impuesta, la relación de Anabela con sus padres era de amor absoluto.
 Ya en el último año de la escuela primaria, cuando Anabela ocupaba el cargo más alto de la pirámide, jefa del Consejo del Colectivo, el tremendo lío de sus hormonas empezó a manifestarse. Mientras estaba sobre el estrado con un silbato dirigiendo el orden y el silencio de la formación matutina, reparó en un chico. Luego siguió con la rutina del lema de los pioneros; Anabela decía “Pioneros por el comunismo”, y el coro de cientos de alumnos respondía: “¡Seremos como el Che!” Pero, esta vez, Anabela no se emocionó tanto con el lema. Seguía observando, para su propio asombro, a aquel chico rubio de la cuarta fila.
 Sus hormonas podían llegar cada vez más lejos. Una de las tareas de la jefa era velar porque todos tuvieran el uniforme bien uniformado, o sea, la camisa muy metidita por dentro y la pañoleta a la altura correcta. Así que esa misma tarde Anabela le dijo al chico:
 -Arréglate el uniforme.
 Y el chico, que era un caribeñito castigador, le dijo:
 -¿Quieres arreglármelo tú?
 Entonces Anabela decidió que estaban hechos el uno para el otro.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Alianza Editorial, 2016, pp. 67-71. ISBN: 978-84-9104-472-1]

jueves, 8 de octubre de 2020

La filosofía en invierno.- Ricardo Menéndez Salmón (1971)

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4 de noviembre de 1677
Se vende memoria

  «-Era hermosísima. Una rosa entre tanta basura -comentará años más tarde, en su lecho de muerte, Hendryck van der Spyck, recordando la tarde en que se subastaron los bienes de su alquilado, Baruch Spinoza, y todos descubrieron el rostro de su último secreto, su enamorada Rebeca Eckermann.
 La esposa de Arthur, el molinero, apareció vestida de luto riguroso y con una cinta blanca sujetando los cabellos, como una virgen flamenca, investida de una decencia en su porte y una serenidad de ánimo que jamás se hubieran sospechado en la persona de una campesina. Los asistentes a la puja se miraron en sus ojos como quien se busca en las aguas de un pozo sereno y claro. Sin embargo, cuando advirtieron que estaba a punto de dar a luz, los menos discretos ahogaron un juramento, una amenaza, un puñado de blasfemias.
 -Pero yo ordené que se abstuvieran de hacer juicios. Ni la memoria del muerto ni la vanidad del marido ultrajado se merecían aquello -añadirá el casero llevándose la mano a su maltrecho corazón, acuciado por la vejez y el oprobio de las deudas.
 Pocas personas, salvando allegados del filósofo y algún amigo de Ámsterdam, tenían noticia de su relación con la señora Eckermann, de soltera Niemayer, una muchacha que en tres primaveras había pasado de ser una ninfa de pies descalzos a convertirse en una mujer de retrato, bella como un amanecer en los diques, con aquella cabellera ensortijada aunque a la par sedosa que parecía poseer vida propia, con aquellos labios casi siempre plegados a torno a una mueca hostil  y a la vez seductora, con aquellas piernas que los universitarios miraban de reojo, atormentados por sus pliegues de bronce, y los burgueses de La Haya festejaban en sus reuniones.
 De su amor, asegura Hendryck van der Spyck, nada se supo con certeza, salvo que, a tenor de lo sucedido durante esa inolvidable reunión, debió ser grande y admirable.
 -Tuvieron que amarse como los desesperados, en silencio y en secreto, ladrones robándole tiempo al Tiempo -aventurará el agente militar en compañía de sus familiares, horas antes de que su vida se apague como un fósforo mojado-. Que se presentara ante nosotros en aquel estado, con semejante indulgencia hacia nuestro rencor, nuestra envidia, nuestra falta de talento, significaba que se encontraba allí para demostrarnos a quienes nos creíamos espejo de virtudes y guardianes de una existencia dichosa, que ella había conocido una forma más alta de felicidad que todos nosotros juntos, y que nos concedía el don de su presencia, ajena a lo que tantas miserables conciencias se atreviesen a urdir, para rendir homenaje al hombre a cuyo lado la había compartido.
 Había catorce hombres en la sala. Sentada con las rodillas muy rectas, Rebeca sacó de una manga un pañuelo que esparció por el ambiente su maravilloso aroma a espliego. Llevaba la cara lavada, libre de afeites y velos, y hablando con tono firme, sin un adarme de debilidad, instó a los señores Ferdinand Huygens (abogado de profesión) y Johannes van Kempen (testigo durante al acta levantada para inventariar las posesiones del difunto) a que, por favor, apagaran sus respectivos cigarros, pues un persistente dolor de garganta le molestaba hacía días.
 -No supieron qué decir. Se les quedó cara de sapos -sonreirá acaso por última vez el moribundo narrador al rememorar la hazaña de Rebeca, su fantástica insolencia, su candidez convertida en arma arrojadiza contra las miserias, las falsedades, el orden de una sociedad sin refugio contra los incendios de un amor como el suyo-. Nevaba con fuerza. Éramos humildes, ruines, previsibles, misántropos. Éramos salvajes con trajes hechos a medida. Los bienes de mi alquilado se subastaron por 430 florines, de los que, en calidad de dueño de la casa y compareciente, me llevé casi 40.
 La lista de pertenencias que, el 21 de febrero pasado, Willem van den Howe certificó a la muerte del filósofo resultaba un tanto desalentadora: una cama, una almohada, dos almohadones, dos mantas, un par de sábanas rojas, cortinas, un volante con una colcha de paño, siete camisas, un molino de afilar, utensilios para pulir cristales, un pantalón y una chaqueta turcos, un pantalón y una chaqueta de paño, un abrigo turco negro y otro de color, un manguito negro, una lleva, un sello, dos sombreros negros, un par de zapatos negros y otros grises, un par de hebillas de plata, un cuadrito representando a un tipejo (sic), una mesita de madera, una mesilla de tres patas, un armario con libros.
 -Ella permaneció en silencio toda la subasta. No pestañeó mientras rufianes, comerciantes y buhoneros iban dando sus limosnas por lo que aquel hombre, el mismo que desdeñó una cátedra en la Universidad de Heildeberg, el mismo que renunció a publicar sus escritos en su patria, el mismo que tuvo en un puño la voluntad del gran Jan de Witt, había conseguido reunir a lo largo de su vida: una cama donde morir con dignidad, una máquina para ganarse el pan, unas ropas con las que cubrirse del frío. Sólo al aparecer los libros rompió a llorar.
 Rebeca regresó a las tardes transcurridas en el cobijo del molino, a los duelos de las sombras y el silencio, al bostezo de las horas, a la maraña de pieles, al sol otoñal que se filtraba por los huecos de las paredes (las goteras de la luz, como a él le gustaba decir) mientras Baruch le enseñaba a leer con una paciencia increíble, mostrando una indulgencia ante su ignorancia que jamás había visto ni sentido en ninguna otra criatura viva. Imaginó entonces sus manos recorriendo las páginas ahora en venta, revivió la caricia de sus labios bosquejando las palabras allí impresas, se admiró del dibujo de su nariz hebrea aspirando los profundos aromas, a pantano y tiempo, que se emboscaban tras los libros de Quevedo, Cervantes y Covarrubias, los gigantes de la patria de sus antepasados, cuyas obras declamaba en aquella lengua de pájaros que era como un bálsamo sobre la piel herida.
Resultado de imagen de la filosofía en invierno -Las lágrimas mostraron su desnudez. Resultaba tan obvio que deseaba pujar como que no tenía ni un céntimo. El viejo Eckermann la había abandonado a su suerte. Ni siquiera el vestido que llevaba le pertenecía. Más tarde supimos que lo había robado del armario de una doncella. Sólo era una mujer preñada que aguardaba el hijo de un muerto, una desposeída -anunciará con voz estrangulada el agonizante anfitrión, ganado por una emoción sin mácula-. No obstante, me consta que lo intentó. Aquella misma tarde, concluida la subasta, se acercó a casa del comprador ofreciéndole un camafeo de jade a cambio de los libros. Fue inútil. El hombre ni siquiera permitió que traspasara el umbral, cerró la puerta delante de su cara, insultándola con cierta palabra que, a menudo, se pronuncia en las tabernas, los mercados, incluso los púlpitos. Ella se desnudó en mitad del patio, gritando a los cuatro vientos que tomara su carne grávida, pues era lo único que podía ofrecerle y, por lo que podía entender, lo único de que sabía servirse para vivir. Por fortuna, una de las cocineras se apiadó de su situación, la cubrió con una manta y le ofreció comida. Parece increíble, pero a la vista de los libros su dignidad se había derrumbado como un castillo de naipes, y la mujer que horas antes nos asombrara con su serenidad, apenas era ahora un títere roto en manos del dolor. […]
 Esa misma noche Rebeca abandonó La Haya tras tomar un coche de postas, en dirección al mar, siempre hacia el norte. Apenas podía andar debido a su embarazo. Durante semanas no se recibieron noticias suyas.
 -Casi habíamos olvidado su rostro y su sufrimiento, las circunstancias de su derrota, cuando una mañana de finales de diciembre llegó a mi casa una carta lacrada, proveniente de España. Venía firmada por una abadesa, la madre María Isabel de Argote y Lanchas, y había tardado un mes en alcanzar su destino. En ella, sin adornos ni palabras graves, pero con escrúpulo cristiano, se me comunicaba que Rebeca Eckermann, de soltera Niemayer, natural de La Haya, había fallecido en una humilde celda de monjas, durante el oficio de maitines, el 19 de noviembre del año del Señor de 1677, al dar a luz a un varón que, debido a la extrema debilidad de la madre y a las penalidades sufridas durante el larguísimo viaje, no había sobrevivido al parto.»
 
   [El texto pertenece a la edición en español de KRK Ediciones, 2007, pp. 83-90. ISBN: 978-84-8367-038-5.]
 

martes, 23 de junio de 2020

Historia de los heterodoxos españoles.- Marcelino Menéndez Pelayo (1856-1912)

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Capítulo I: Sectas místicas.-Alumbrados.-Quietistas.-Miguel de Molinos.-Embustes y bellaquerías
VII: El quietismo. -Miguel de Molinos (1627-1696). Exposición de la doctrina de su «Guía espiritual».

    «De la vida de este famoso heresiarca antes de su viaje a Roma apenas quedan noticias. De él, como de otros disidentes nuestros, puede decirse que no fue profeta en su patria ni le conoció nadie hasta que los extraños le levantaron en palmas. Era un clérigo oscuro, natural de Muniesa, en la diócesis de Zaragoza, y se había educado en Valencia, donde tuvo un beneficio y fue confesor de unas monjas. Se jactaba de haber sido discípulo de los Jesuitas del colegio de San Pablo, a quienes apoyó en sus cuestiones con la Universidad.
  Fue a Roma en solicitud de una causa de beatificación el año 1665, pontificado de Clemente IX. De los documentos que tenemos a vista consta que moraba cerca del arco de Portugal, en la calle del Corso, y que de allí se trasladó a otra casa de la calle de la Vite. Asistía muy de continuo a la congregación llamada Escuela de Cristo, en San Lorenzo in Lucina, que más adelante se estableció en Santa Ana de Monte-Cavallo, hospicio de religiosas descalzas de Santa Teresa; luego cerca de la iglesia de San Marcelo, en las casas del cardenal de Aragón, y finalmente, en la iglesia de San Alfonso, de PP. Agustinos Descalzos españoles. Esta congregación fue el primer foco del quietismo, y Molinos llegó a dominarla a su albedrío, arrojando de ella a más de cien hermanos que le eran hostiles. Pronto su fama de piedad y religión le abrieron las puertas de las principales casas de Roma. Parecía buena y sana su doctrina, como que recomendaba sin cesar las obras espirituales del Venerable Gregorio López y del P. Falcón .
  Era, conforme le describen las relaciones italianas del tiempo, “hombre de mediana estatura, bien formado de cuerpo, de buena presencia, de color vivo, barba negra y aspecto serio”. Pasaba por director espiritual sapientísimo y por hombre muy arreglado en vida y costumbres, aunque no muy dado a prácticas exteriores de devoción.
  El fundamento de esta reputación estribaba en un libro tan breve como bien escrito, especie de manual ascético, cuyo rótulo a la letra dice: Guía espiritual que desembaraza el alma y la conduce al interior camino para alcanzar la perfecta contemplación. No imprimió esta obrilla el mismo Molinos, sino su fidus Achates, Fr. Juan de Santa María, que recogió para ella aprobaciones de Fr. Martín Ibáñez de Villanueva, Trinitario calzado, calificador de la Inquisición de España; del P. Francisco María de Bologna, calificador de la Inquisición romana; de fray Domingo de la Santísima Trinidad; del P. Martín Esparza, Jesuita, y del P. Francisco Jerez, Capuchino, definidor general de su Orden. La primera edición se hizo en 1675; reimprimióse al año siguiente en Venecia, y con tal entusiasmo fue acogida, que en seis años llegaron a veinte las ediciones en diversas lenguas. Hoy son todas rarísimas; yo la he visto en latín, en francés y en italiano, pero jamás en castellano; y es lástima, porque debe ser un modelo de tersura y pureza de lengua. Molinos no estaba contagiado en nada por el mal gusto del Siglo XVII, y es un escritor de primer orden, sobrio, nervioso y concentrado, cualidades que brillan aún a través de las versiones.
  Con todo eso, la Guía espiritual es uno de los libros menos conocidos y menos leídos del mundo, aunque de los más citados. Yo voy a presentar un fiel resumen de ella, que muestre su importancia en la historia de las especulaciones místicas. Es fácil analizarla, porque Molinos, al contrario de su paisano Servet, con quien tiene otros puntos de contacto, se distingue por la claridad y el método.
  El editor, Fr. Juan de Santa María, quiere persuadirnos de que Molinos escribió la Guía “sin otra lectura ni estudio que la oración y el martirio interior, sin más artificio que los movimientos del corazón, sin otra mira que la de responder a la inspiración y, por decirlo así, a la violencia divina”. A despecho de tales pretensiones, comunes en todos los iluminados, v. gr., en Juan de Valdés, Molinos era hombre de grandes lecturas místicas, así ortodoxas como heterodoxas, y con frecuencia cita y aprovecha, torciéndolos a su propósito, conceptos y frases de Santa Teresa y de San Juan de la Cruz, lo mismo que de Ruysbroeck y de Tauler o del Aeropagita y de San Buenaventura.
  Molinos empieza por definir la mística ciencia de sentimiento, que se adquiere por infusión del espíritu divino, no por la lectura de los libros ni por sabiduría humana. Dos caminos hay para llegar a Dios: uno, la meditación y el razonamiento; otro, la fe sencilla y la contemplación. El primero es para los que comienzan; el segundo, para los ya adelantados, en quienes es preciso que el amor vuele, dejando al entendimiento atrás. Cuando el alma ha roto los lazos de la razón, Dios obra en ella y la llena de luz y de sabiduría. En tal estado, basta fe general y confusa, y aun negativa, que con serlo, excede siempre a las ideas más claras y distintas que se forman de Dios mediante las criaturas.
  La meditación es cosa distinta de la contemplación, aunque una y otra sean formas de oración; pero la primera es obra de la inteligencia; la segunda, del amor. Puede definirse la contemplación: una vista sincera y dulce sin reflexión ni razonamiento. Para alcanzarla es fuerza abandonar todos los objetos creados, así espirituales como materiales, y ponerse en manos de Dios. En el interior del alma se halla su imagen, se escucha su voz, como si no hubiera en el mundo más que él y nosotros.
  La contemplación se divide en acquisita o activa e infusa o pasiva. La primera es imperfecta y está en mano del hombre llegar a ella, si Dios le llama por ese camino y le da los auxilios de la gracia. Las señales de esto son: 1.ª incapacidad de meditar; 2.ª tendencia a la soledad; 3.ª fastidio y disgusto de los libros espirituales; 4.ª firme propósito de perseverar en la oración; 5.ª vergüenza de sí mismo, horror extremo del pecado y profundo respeto a Dios. En cuanto a la contemplación infusa, que Molinos describe con palabras de Santa Teresa en el Camino de perfección (c. 25), es una pura gracia de Dios, que la da a quien Él quiere.
  El objeto de la Guía es desterrar la rebelión de nuestra voluntad y conducirla a la paz y recogimiento interior. No hay que arredrarse por las tinieblas, por la sequedad y las tentaciones. Son medios de que Dios se vale para purificar el alma. “Es fuerza que sepáis -dice Molinos- que vuestra alma es el centro, el asiento y el reino de Dios. Si queréis que el Soberano Rey venga a sentarse en el trono de vuestra alma, debéis tenerla limpia, tranquila, vacía y sosegada; limpia de pecados y de defectos; tranquila y exenta de errores; vacía de pensamientos y deseos; sosegada en las tentaciones y aflicciones”.
  Cuando el alma se encuentra privada del razonamiento, debe perseverar en la oración y no afligirse, porque su mayor felicidad se halla en ese estado. Esta sequedad y estas tinieblas son el camino más breve y seguro para llegar a la contemplación. Sufrir y esperar, pues, que Dios hará lo restante. Hay que marchar con los ojos cerrados, sin pensar ni razonar absolutamente. A Dios hemos de buscarle no fuera, sino dentro de nosotros mismos. El alma no debe afligirse ni dejar la oración aunque se siente oscura, seca, solitaria y llena de tentaciones y tinieblas. La oración tierna y amorosa es sólo para los principiantes, que aún no pueden salir de la devoción sensible. Al contrario, la sequedad es indicio de que la parte sensible se va extinguiendo, y, por lo tanto, buena señal; como que produce todos estos bienes: 1.º, perseverancia en la oración; 2.º, disgusto de todas las cosas mundanas; 3.º, consideración de nuestros defectos propios; 4.º, advertencias secretas, que impiden cometer tal o cual acción y mueven a corregirse; 5.º, remordimiento de cualquier falta ligera; 6.º, deseos ardientes de sufrir y hacer cuanto Dios quiera; 7.º, inclinación poderosa a la virtud; 8.º, conocerse el alma a sí misma y despreciar las criaturas; 9.º, humildad, mortificación, constancia y sumisión. De ninguno de estos efectos se da cuenta el alma por entonces, pero los reconoce después.
  Hay dos especies de devoción: la esencial y verdadera y la accidental y sensible. Debe huirse de la segunda, y aun despreciarla, si se quiere adelantar en la vía interior.
  Ni ha de creerse que cuando el alma permanece quieta y silenciosa está en la ociosidad, antes el Espíritu Santo trabaja entonces en ella, y las tinieblas que Dios envía son el camino más derecho y seguro: aniquilan el alma y disipan todas las ideas que se oponen a la contemplación pura de la verdad divina.
  No llegará el alma a la paz interior si antes Dios no la purifica. Los ejercicios y mortificaciones no sirven para eso. El deber del alma consiste en no hacer nada proprio motu, sino someterse a cuanto Dios quiera imponerle. El espíritu ha de ser como un papel en blanco, donde Dios escriba lo que quiera. Ha de permanecer el alma largas horas en oración muda, humilde y sumisa, sin obrar, ni conocer, ni tratar de comprender cosa alguna. Será acrisolada con todo linaje de tormentos interiores y exteriores y se desatarán contra ella todas las pasiones y los deseos impuros. Pero no debe inquietarse ni apartarse del camino espiritual por más recia que la tempestad brame. La tentación sirve para probar al hombre y hacerle sentir su bajeza, y en la tentación se apura y acendra el alma como en el crisol el oro. «Las tentaciones -concluye Molinos- son una gran felicidad. El modo de rechazarlas es no hacer caso de ellas, porque la mayor de las tentaciones es no tenerlas».
  La fe debe ser pura, sin imágenes ni ideas; sencilla y sin razonamientos; universal, sin reflexión sobre objetos distintos. En medio del recogimiento asaltarán al alma todos sus enemigos; pero el alma saldrá ilesa y triunfante con ponerse en las manos de Dios, hacer un acto de fe, separarse de todo lo sensible y permanecer inactiva, retirada en la parte superior de sí misma, abismándose en la nada, como en su centro, y sin pensar en nada, y mucho menos en sí misma. Dios hará lo demás. No se pierde la contemplación virtual y adquirida aunque la molesten mil pensamientos importunos, con tal que no se consienta en ellos.
  Los trabajos ordinarios de la vida (estudiar, predicar comer, beber, negociar, etc.) no se apartan del camino de la contemplación, que virtualmente se sigue dada la primera resolución de entregarse a la voluntad divina.
  La meditación no comunica al alma más que algunas verdades particulares; sólo en la contemplación se halla la verdad universal. Puede entrarse en el mar inmenso de la divinidad teniendo presentes los misterios de la humanidad de Jesucristo; pero mejor por un acto sencillo de fe que por la meditación, la cual, por lo que tiene de racional y sensible, no es del agrado de Molinos. Él está por la contemplación pura, en que callan las palabras, los deseos y los pensamientos.»

        [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Aldus, 1946, (Consejo Superior de Investigaciones Científicas).]

miércoles, 12 de octubre de 2016

"Flor nueva de romances viejos".- Ramón Menéndez Pidal (1869-1968)


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Romance de Abenámar y el rey don Juan
 
 “-¡Abenámar, Abenámar, / moro de la morería,
El día que tú naciste / grandes señales había!
Estaba la mar en calma, / la luna estaba crecida;
Moro que en tal signo nace, / no debe decir mentira.
-No te la diré, señor, / aunque me cueste la vida.
-Yo te agradezco, Abenámar, / aquesta tu cortesía.
¿Qué castillos son aquéllos? / ¡Altos son y relucían!
-El Alhambra era, señor, / y la otra, la Mezquita;
Los otros, los Alixares, / labrados a maravilla.
El moro que los labraba / cien doblas ganaba al día,
Y el día que no los labra / otras tantas se perdía;
Desque los tuvo labrados, / el rey le quitó la vida
Porque no labre otros tales / al rey del Andalucía.
El otro es Torres Bermejas, / castillo de gran valía;
El otro Generalife, / huerta que par no tenía.
Allí hablara el rey don Juan, / bien oiréis lo que decía:
-Si tú quisieras, Granada, / contigo me casaría;
Darete en arras y dote / a Córdoba y a Sevilla.
-Casada soy, rey don Juan, / casada soy, que no viuda;
El moro que a mí me tiene / muy grande bien me quería.
Hablara allí el rey don Juan, / estas palabras decía:
-Échenme acá mis lombardas / doña Sancha y doña Elvira;
Tiraremos a lo alto, / lo bajo ello se daría.
El combate era tan fuerte / que grande temor ponía.

 Romance del prisionero

Que por mayo, era por mayo, / cuando hace el calor,
Cuando los trigos encañan / y están los campos en flor,
Cuando canta la calandria / y responde el ruiseñor,
Cuando los enamorados / van a servir al amor;
Sino yo, triste, cuitado, / que vivo en esta prisión,
Que ni sé cuándo es de día / ni cuándo las noches son,
Sino por una avecilla / que me cantaba al albor.
Matómela un ballestero; / dele Dios mal galardón. 

El infante Arnaldos

¡Quién hubiera tal ventura / sobre las aguas del mar
Como hubo el infante Arnaldos / la mañana de san Juan!
Andando a buscar la caza / para su falcón cebar,
Vio venir una galera / que a tierra quiere llegar;
Las velas trae de sedas, / la ejarcia de oro torzal,
Áncoras tiene de plata, / tablas de fino coral.
Marinero que la guía, / diciendo viene un cantar,
Que la mar ponía en calma, / los vientos hace amainar;
Los peces que andan al hondo, / arriba los hace andar,
Las aves que van volando, / al mástil vienen  posar.
Allí habló el infante Arnaldos, / bien oiréis lo que dirá:
-Por tu vida, el marinero, / dígasme ora ese cantar.
Respondiole el marinero, / tal respuesta le fue a dar:
-Yo no digo mi canción / sino a quien conmigo va.