martes, 18 de noviembre de 2014

"La fuerza de existir". Michel Onfray (1959)


 
  "Una metafísica de la esterilidad. La figura del soltero va acompañada de una metafísica real de la esterilidad voluntaria. En efecto, se considera que la subjetividad celosa de su libertad no le permitiría conservar su autonomía, su independencia, incluso su capacidad de poder hacer, aunque no hiviera nada, con un hijo a su cargo (la expresión le cae de maravilla...) Con mayor razón, varios.
  La posibilidad fisiológica de concebir un hijo no obliga a pasar al acto, así como el hecho de poder matar no instituye de ningún modo el deber de cometer un homicidio. Si la naturaleza dice "tú puedes", la cultura no agrega forzosamente "luego debes". Pues podemos someter nuestras pulsiones, instintos y ganas a la tabla analítica de la razón. ¿Por qué tener hijos? ¿En nombre de qué? ¿Para hacer qué? ¿Qué derecho tenemos de traer de la nada a un ser al que sólo le proponemos, in fine, una breve estancia en la tierra antes de retornar a la nada de donde proviene? En gran parte, engendrar corresponde a un acto natural, a una lógica de la especie a la que obedecemos ciegamente, cuando semejante operación, pesada desde el punto de vista metafísico y real, debería responder a una elección razonable, racional e informada.
   Sólo el soltero que ama en grado superior a los niños ve más allá de sus narices y mide las consecuencias de infligir la pena de vida a un "no ser". ¿Es tan extraordinaria, alegre, feliz, lúdica, deseable y fácil la vida que les obsequiamos a los cachorros del hombre? ¿Es necesario amar tanto la entropía, el sufrimiento, el dolor, la muerte que, a pesar de todo, ofrecemos, ese trágico regalo ontológico?
    El niño que nada ha pedido tiene derecho a todo, en especial a que nos ocupemos de él de forma total y absoluta. La educación no es crianza, aquello que suponen los que hablan de educar a los hijos, sino la atención a cada instante y a cada momento. El adiestramiento neuronal necesario para la construcción de un ser no tolera ni un segundo de desatención. Destruimos a un ser con un silencio, una respuesta diferida, un descuido, un suspiro, sin darnos cuenta, cansados de la vida cotidiana, incapaces de ver que lo esencial para el ser en formación se juega no de vez en cuando sino permanentemente, sin tregua.
   Se necesita bastante inocencia e inconsecuencia para emprender la construcción de un ser cuando a menudo, muy a menudo, no se dispone siquiera de medios para una escultura de sí o de una construcción de su propia pareja en la forma que conviene a su temperamento. Freud, no obstante, ya nos previno: se haga lo que se haga, la educación es siempre fallida. Una mirada a la biografía de su hija Anna le da toda la razón.
   El niño que nace en una familia vincula definitivamente el padre a la madre. El señor Perogrullo lo puede confirmar: un hombre (o una mujer) puede dejar de amar a su mujer (o a su marido), pero ella (o él), no obstante, será siempre la madre (o el padre) de sus hijos. La confusión de la mujer, la madre y la esposa -igual que la del hombre, padre y marido- en la pareja tradicional provoca de modo irreparable daños para los niños en cuanto este comportamiento se diluye. El acto de engendrar obra como una nueva trampa que obstaculiza al eros liviano y condena a la pesadez una erótica puesta al servicio de algo que la supera, o sea, de la sociedad.
   No hay, como oigo a menudo, una alternativa que oponga el egoísmo de los que rechazan a los niños a la generosidad compartida de las parejas entregadas a la abnegación, sino seres que sacan provecho, de una y otra parte, de actuar como lo hacen. El egoísmo de los genitores que siguen sus inclinaciones equivale al egoísmo de los que eligen la esterilidad voluntaria. Creo, sin embargo, que sólo un amor real por los niños exime de hacerlo..."

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