VII.- Contacto actual entre el planteamiento científico y el filosófico
«Todos los resultados de la ciencia tienen en el fondo el carácter de descubrimiento, es decir, de manifestación de algo que anteriormente era inaccesible e ignorado. Investigar el mundo en este sentido constituye el orgullo de las ciencias. Evidentemente, de esto no puede gloriarse la filosofía. Con ello parece haberse pronunciado ya su sentencia. Lo curioso es, sin embargo, que en la "filosofía" esta deficiencia viene a ser expresamente en un punto de su programa. En el filosofar -se dice- se pone de hecho la mira en algo completamente distinto de la ampliación de nuestro saber sobre el mundo. ¿Entonces, pues, en qué? Por vía de ensayo, podría darse esta respuesta: en recordar algo ya sabido, pero olvidado, y que sin embargo no debería seguir olvidado.
Quien enfoca de manera filosófica, es decir, desde todo posible punto de vista, fenómenos como la culpa, la libertad, la muerte o examina la cuestión fundamental de la estructura del ser en general ("¿qué es algo real?"), es muy probable que experimente un progresivo esclarecimiento de la realidad cuanto más hondo penetre su energía conceptual de clarificación y cuanto más imparcialmente se abra y se deje afectar; y, naturalmente, debe hacerlo precisamente por esto. Sin embargo, no se puede decir propiamente que al que de esta manera filosofa, se le ofrezca a la vista algo absolutamente no sabido todavía, algo no pensado todavía, algo completamente nuevo y desconocido. Más bien sucede algo así como un mayor esclarecimiento de algo ya conocido oscuramente, como la posesión activa de algo poco menos que perdido, exactamente esa recuperación de lo olvidado que hemos llamado recuerdo. Incluso las adquisiciones realmente "nuevas" de los grandes, por ejemplo, el descubrimiento de Aristóteles, según el cual, contra la opinión de Parménides, hay algo además del ser y del no ser, a saber, lo que tiene propensión a realizarse, lo que está en espera de su actualización, la potentia (dynamis), esto mismo, hasta entonces no pensado ni dicho todavía, podía ser aceptado y reconocido como verdadero, no de resultas de una confrontación con hechos comparables empíricamente sino sólo por razón de un volver a conocer. Constantemente sucede en filosofía que algo que ya se ha "conocido en forma natural y espontánea", viene a conocerse, mediante un esfuerzo, que con respecto a esto es "secundario", con conocimiento reflejo y explícito.
Esto es necesariamente menos impresionante si lo comparamos con las espléndidas realizaciones de las ciencias, que cada día ponen ante los ojos de los hombres algo nuevo, en cuanto a hechos, estructuras o relaciones y, todavía más, les ponen en la mano algo nuevo, sobre todo técnicas experimentadas y cada vez más perfectas de dominio de la naturaleza. En cambio, el que filosofa y la filosofía ¿no dicen siempre absolutamente lo mismo? ¿No se trata eternamente de los mismos problemas? Algo así se objetó ya en su tiempo contra las palabras de Sócrates; Alcibíades habla de ello en el Banquete de Platón. ¿Y qué decir sobre todo del progreso de la filosofía? ¿Se da siquiera tal progreso? Todas estas preguntas se pueden, sin duda alguna, orquestar con todo el menosprecio que de hecho recae constantemente sobre el asunto que trae entre manos el que filosofa, e incluso con razón, si el criterio de la cientificidad tiene, o reivindica con razón, una vigencia absoluta.
Por lo demás, una cosa habrá que reconocer sin vacilar: el "progreso" en el campo filosófico, es una categoría verdaderamente problemática, si con ello se entiende un crecimiento colectivo del conocimiento, que a medida que pasa el tiempo eo ipso se va enriqueciendo. También en este sentido existe una analogía con la poesía. ¿Quién piensa en preguntar, por ejemplo, si Goethe está "más adelantado" que Homero? Se da indudablemente progreso filosófico, pero no tanto en la sucesión de las generaciones, sino más bien en la práctica personal de la vida del mismo que filosofa y ello en la medida en que él, callando y escuchando, divisa la profundidad y amplitud de su objeto a la vez nuevo y antiquísimo.
Cuán poco se hallan las ciencias, por su misma naturaleza y por principio, en oposición al preguntar filosófico, es cosa que raras veces se ha podido observar con tanta claridad como en nuestro tiempo. La investigación científica de la realidad parece haber llegado hoy, por lo menos en determinados sectores, a un punto extremo, que es casi idéntico con el punto de mira del que filosofa. Y este punto de mira se adopta, las más de las veces incluso sin vacilar, supuesto que la mirada se mantenga dirigida con suficiente imparcialidad hacia lo que se muestra a la vista. Así es posible que el estudioso de física atómica, al preguntar, bajo el aspecto puramente físico, por la estructura elemental de la materia, venga a situarse tan cerca del planteamiento filosófico -¿qué es absolutamente, en último análisis, la realidad material?- que queden poco menos que suprimidos los límites entre física y filosofía. Esta experiencia particular puede explicarnos, al menos en parte, el hecho de que precisamente entre los estudiosos de física atómica haya no pocos que se hayan sentido impulsados a formular aserciones propiamente filosóficas.
También al empírico que ahonda en el campo de la psicología profunda suelen ofrecérsele situaciones existenciales de tal naturaleza, que ya desde la primera tentativa de interpretación del "material" se ve a la vez inevitablemente en la necesidad de ocuparse con la pregunta por el sentido último de la existencia.
Y hasta el mismo homo faber, debido a la técnica científica de explotación, viene a hallarse en una situación, en la que de tiempo en tiempo llega a su vez a avistar también ese punto extremo. Esto se efectúa, por ejemplo, precisamente en el momento en que el dominio de las energías de la naturaleza ha alcanzado esa extrema perfección a la que siempre se había aspirado. La experiencia de tan increíble poder de dominio sobre la naturaleza, parece forzar a la vez a reflexionar sobre la existencia en general. En confirmación de esto, basta con leer el relato documental de la primera explosión atómica en el desierto de Alamogordo. "Hasta los ateos más incondicionales quedaron tan conmovidos, que sus impresiones sólo pudieron describirlas con imágenes religiosas". Con frecuencia, se ha citado la observación de Robert J. Oppenheimer, a saber, que por fin, la ciencia ha adquirido conocimiento del pecado. Y la primera sesión de la Atomic Energy Commision fue inaugurada por su presidente con las últimas palabras de la fórmula tradicional de juramento: ¡Así Dios me ayude! (Sic me Deus adiuvet).
Incluso aunque en todo esto no se quisiera ver más que un romanticismo o, si se quiere, hasta sentimentalismo barato, hay una cosa que no se puede negar: llega un momento en el que se deja ya de tratar del "sector" especial que hasta entonces se habían reservado la ciencia y la técnica. Con toda claridad se trata inadvertidamente del todo del mundo y de la existencia.»
[El extracto pertenece a la edición en español de la Editorial Herder, en traducción de Alejandro Esteban Lator Ros. ISBN: 84-254-0806-7.]