Libro II
«89.- El propio
Vitelio partió del puente Mulvio montado en un brioso corcel de notable alzada,
revestido con el manto imperial de púrpura, llevando delante de sí al pueblo
como si entrase con cautivos en una ciudad conquistada, hasta que echándose
atrás por las advertencias de sus incondicionales prosiguió la marcha vistiéndose
la toga pretexta y con su comitiva bien ordenada. Marchaban al frente las
águilas de cuatro legiones, rodeadas por los estandartes de las restantes
legiones, después las banderas de doce escuadrones de la caballería, y tras los
regimientos de infantería el resto de los jinetes, después treinta y cuatro
cohortes, ordenadas en grupos por nacionalidades y armas. Delante de las
águilas iban los prefectos de los campamentos, los tribunos y centuriones primeros, todos vestidos de blanco, y los demás, según a la
centuria que perteneciese cada uno, refulgentes con sus armas y las
distinciones conquistadas. Igualmente resplandecían los soldados con sus
collares e insignias, componiendo un ejército de hermosa presencia del que,
ciertamente, no era digno un príncipe como Vitelio que, entrado así en el
Capitolio y abrazando a su madre, la honró con el nombre de Augusta.
90.- Al día
siguiente pronunció ante el Senado y el pueblo un altisonante y
autocomplaciente discurso, como si estuviera hablando en una ciudad desconocida,
ensalzándose con alabanzas a su ingenio y su moderación; y todo ello ante los
mismos que habían acudido, conocedores todos de sus vicios, y toda Italia por
la que había atravesado vergonzosamente en medio de la mayor indolencia y
rodeado de lujo. Pero el vulgo despreocupado, sin capacidad para distinguir lo
verdadero de lo falso, aunque bien instruido en el arte de adular, le aclamaba
con gritos estentóreos. Le expresaron que asumiera el título de Augusto que
rehusaba, lo que hizo con la misma vanidad que lo había rehusado.
91.- En Roma,
siempre dispuesta a interpretar cualquier situación, se tuvo como presagio
funesto el que Vitelio, tras asumir el cargo de pontífice máximo, había fijado
con un edicto los sacrificios públicos para el 18 de julio, fecha nefasta por
los desastres de Cremera y Alia: hasta tal punto ignoraba las leyes humanas y
divinas; y con la misma ordinariez que sus libertos y amigos vivía como uno más
entre aquellos borrachines. Sin embargo, portándose con toda educación, celebró
junto con los candidatos los comicios consulares, buscando la menor muestra de
aprobación de la ínfima plebe, en el teatro como espectador y en el circo como
fautor de los juegos, cosas estas que le hubieran granjeado simpatías y
popularidad si hubiesen sido muestra de sus cualidades, pero que en él
aparecían como impropias y viles, conociendo su estilo de vida. Asistía
asiduamente al Senado, incluso cuando los senadores trataban asuntos sin
importancia. Hasta en una ocasión había censurado su asiduidad Prisco Helvidio,
pretor designado. Enojado en principio, Vitelio después no pasó de llamar a los
tribunos de la plebe en defensa de la autoridad menospreciada. A continuación,
mientras intentaban aplacarle sus amigos que temían un explosión de su ira,
comentó que, en definitiva, no había pasado nada fuera de disentir dos senadores
sobre un asunto de Estado, y que también él solía contradecir a Trásea, dando
lugar a risas contenidas la inoportuna mención. A otros le complació
precisamente que no se comparase con ningún personaje ilustre, sino que hubiese
elegido a Trásea como ejemplo de legítima gloria.
92.- Había puesto
al frente de la guardia pretoriana a Publio Sabino, hasta entonces prefecto de
la cohorte, y a Julio Prisco, centurión hasta aquel momento; Prisco gozaba del
favor de Valente y Sabino del de Cecina, sin que Vitelio pudiera imponer su
autoridad en sus mutuas disensiones. Al frente de los asuntos del Imperio estaban
Cecina y Valente enfrentados en otro tiempo por odios y rencores que, mal
disimulados en la vida de cuartel, la maldad de los amigos y una ciudad fecunda
en engendrar enemistades los había enconado, mientras ellos contendían y
competían por monopolizar ante las ingentes masas de cortesanos el prestigio de
encabezar la comitiva, mientras Vitelio variaba de postura inclinándose unas
veces a favor de uno y otras del otro. Y es que nunca es bastante de fiar el
poder donde se ejerce sin control. Así, despreciaban y temían al mismo tiempo
al propio Vitelio que mudaba de humor pasando de súbitas explosiones de
injurias a muestras de halago fuera de lugar. Pero no por ello se mostraban ni
mucho menos remisos a la hora de apoderarse de las mansiones, jardines y
riquezas del imperio cuyos dueños, la caterva de nobles, a los mismos que Galba
y a sus hijos había permitido volver a la patria, llorando su situación de necesidad,
no recibieron en absoluto muestra alguna de piedad por parte del emperador. Resultó
grato a los ciudadanos más ilustres, así como al pueblo en general, el que
restituyera a los que volvieron del exilio sus derechos sobre los libertos;
aunque todo esto lo entorpecían los espíritus más serviles, ocultando grandes
sumas de dinero en escondrijos recónditos o disimulados. Incluso algunos, habiendo
pasado a formar parte de la casa del César, llegaron a ser más poderosos que
sus propios dueños.
93.- En medio de
todo esto los soldados, completas las plazas de los cuarteles y rebosando de
gente, andaban vagando por la ciudad alojándose en los porches y los templos
sin cumplir con las guardias y sin mantenerse en forma con el servicio,
perdidos en la vida regalada de la ciudad y consumidas sus fuerzas corporales
con una clase de ocio que más vale callar por vergüenza, iban degradándose
entre los placeres de la lujuria. Así terminaron por descuidar incluso las
normas necesarias para la salud, y un número elevado de ellos se asentaron en
los lugares más infames del Vaticano, dando como resultado mortandades
frecuentes entre la gente baja. Alojados cerca del Tíber, los germanos y galos
con sus cuerpos afectados por enfermedades crónicas iban desfalleciendo, lanzándose
ansiosamente al río agobiados por el calor. Por audacia o por ambición se
tergiversaban las órdenes militares, contratándose dieciséis cohortes pretorianas
y cuatro urbanas, con la única condición de contar con mil hombres cada una. En
esta operación de recluta se había arrogado la iniciativa Valente con la excusa
de haber librado del peligro al propio Cecina en una ocasión. Y, ciertamente, a
su llegada se habían fortalecido las tropas del bando de Vitelio, y con su
éxito en la batalla se habían acallado los comentarios desfavorables sobre la
lentitud de su marcha, lo que fue el origen, según parece, de que empezara a
cuartearse la confianza de Cecina.
94.- Por lo demás,
el permitir Vitelio tales libertades a los jefes trajo consigo el que se las
tomasen mayores aún los soldados. Cada uno se inscribía en la milicia a su aire
de forma que, por más indigno que fuese se inscribía, si así le parecía mejor,
a la guarnición de la ciudad. Por el contrario, a los mejores, si así lo
deseaban, se les permitía asentarse entre los legionarios o los escuadrones de Caballería;
sin que faltasen los que ponían como excusa su decaimiento por enfermedad o la
inclemencia de la atmósfera de Roma. Esto tuvo como consecuencia minar las
fuerzas de las legiones y de la caballería, y tambalearse el prestigio de los
acuartelamientos, dando como resultado una amalgama de veinte mil soldados en
vez de una tropa selecta. Durante el curso de una arenga de Vitelio se pidió la
comparecencia de Asiático, Flavo y Rufino, jefes de ejército de la Galia, para
ser ejecutados por haber luchado a favor de Víndice. Vitelio, por su parte, no
reprimía estas voces pues, aparte de su natural indolencia de ánimo, era
consciente de que se echaba encima la fecha de distribuir el donativo y como no
tenía dinero para ello, concedía a los soldados todo lo demás que querían. Ordenó
que los libertos de los ciudadanos principales contribuyesen según el número de
sus esclavos como si fuese un tributo. Él, por su parte, preocupándose
únicamente en dilapidar, mandó construir establos para los caballos de los
aurigas y multiplicar en el circo los espectáculos de gladiadores y de fieras,
como si, nadando en la abundancia, desdeñase el dinero.
95.- Cecina y
Valente celebraron el cumpleaños de Vitelio organizando en cada barrio
espectáculos de gladiadores con un inmenso aparato no visto hasta entonces. Vitelio
había ordenado levantar altares en el campo de Marte para ofrecer sacrificios a
los dioses infernales por Nerón, lo que fue aplaudido por los más abyectos y causó
disgusto a la gente honrada. Se sacrificaron y quemaron víctimas como
sacrificio público, acercando los augustales la tea a la leña para encender el
fuego, tarea sacerdotal reservada y consagrada por Rómulo para el rey Tacio, y
por César Tiberio para la familia Julia. Aún no se habían cumplido los cuatro
meses de la victoria y ya Asiático, liberto de Vitelio, concitaba tantos odios
como los viejos personajes y los Policlitos Patrobios. Nadie se esforzó en
aquella corte en sobresalir en honradez o habilidad política. Solo había un
camino para llegar al poder: llegar a saciar los insaciables vicios
de Vitelio con banquetes pantagruélicos, derroche y vida
de crápula. Se cree que el propio Vitelio, pensando que abundaba en recursos si
podía disfrutar del presente, dilapidó en poquísimos meses novecientos millones
de sextercios. Grande y, al mismo tiempo, miserable ciudad, Roma iba viviendo
en una mudable y vergonzosa situación habiendo soportado en un solo año a Otón
y Vitelio, con los Vinos, Fabios, Icelos y Asiáticos, hasta que les sucedieron
Muciano y Marcelo, distintos en nombre pero no en costumbres.
96.- La primera
defección, la de la legión tercera, le fue comunicada a Vitelio a través de las
cartas remitidas por Aponio Saturnino antes de que también él se pasara al bando
de Vespasiano. Pero ni el propio Aponio, alarmado por el súbito cambio, le
comunicó toda la verdad; aparte de que sus íntimos, adulándole, quitaban
importancia al hecho subrayando que se trataba de la sedición de una sola
legión, mientras que había constancia de la fidelidad de las restantes. Vitelio
se dirigió en este mismo tono a los soldados culpando a los pretorianos poco antes
despedidos de sembrar aquellos falsos rumores, y asegurándoles que no había
ningún riesgo de guerra civil, ordenando además que no se mentara el nombre de
Vespasiano y que se mandase soldados por la ciudad para reprimir los
comentarios de la gente, consiguiendo únicamente de este modo dar mayor pábulo
a los rumores.»