lunes, 31 de julio de 2017

"Libros de las Historias".- Cornelio Tácito (h. 55 - h. 120)

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Libro II

«89.- El propio Vitelio partió del puente Mulvio montado en un brioso corcel de notable alzada, revestido con el manto imperial de púrpura, llevando delante de sí al pueblo como si entrase con cautivos en una ciudad conquistada, hasta que echándose atrás por las advertencias de sus incondicionales prosiguió la marcha vistiéndose la toga pretexta y con su comitiva bien ordenada. Marchaban al frente las águilas de cuatro legiones, rodeadas por los estandartes de las restantes legiones, después las banderas de doce escuadrones de la caballería, y tras los regimientos de infantería el resto de los jinetes, después treinta y cuatro cohortes, ordenadas en grupos por nacionalidades y armas. Delante de las águilas iban los prefectos de los campamentos, los tribunos y centuriones primeros, todos vestidos de blanco, y los demás, según a la centuria que perteneciese cada uno, refulgentes con sus armas y las distinciones conquistadas. Igualmente resplandecían los soldados con sus collares e insignias, componiendo un ejército de hermosa presencia del que, ciertamente, no era digno un príncipe como Vitelio que, entrado así en el Capitolio y abrazando a su madre, la honró con el nombre de Augusta.
  90.- Al día siguiente pronunció ante el Senado y el pueblo un altisonante y autocomplaciente discurso, como si estuviera hablando en una ciudad desconocida, ensalzándose con alabanzas a su ingenio y su moderación; y todo ello ante los mismos que habían acudido, conocedores todos de sus vicios, y toda Italia por la que había atravesado vergonzosamente en medio de la mayor indolencia y rodeado de lujo. Pero el vulgo despreocupado, sin capacidad para distinguir lo verdadero de lo falso, aunque bien instruido en el arte de adular, le aclamaba con gritos estentóreos. Le expresaron que asumiera el título de Augusto que rehusaba, lo que hizo con la misma vanidad que lo había rehusado.
  91.- En Roma, siempre dispuesta a interpretar cualquier situación, se tuvo como presagio funesto el que Vitelio, tras asumir el cargo de pontífice máximo, había fijado con un edicto los sacrificios públicos para el 18 de julio, fecha nefasta por los desastres de Cremera y Alia: hasta tal punto ignoraba las leyes humanas y divinas; y con la misma ordinariez que sus libertos y amigos vivía como uno más entre aquellos borrachines. Sin embargo, portándose con toda educación, celebró junto con los candidatos los comicios consulares, buscando la menor muestra de aprobación de la ínfima plebe, en el teatro como espectador y en el circo como fautor de los juegos, cosas estas que le hubieran granjeado simpatías y popularidad si hubiesen sido muestra de sus cualidades, pero que en él aparecían como impropias y viles, conociendo su estilo de vida. Asistía asiduamente al Senado, incluso cuando los senadores trataban asuntos sin importancia. Hasta en una ocasión había censurado su asiduidad Prisco Helvidio, pretor designado. Enojado en principio, Vitelio después no pasó de llamar a los tribunos de la plebe en defensa de la autoridad menospreciada. A continuación, mientras intentaban aplacarle sus amigos que temían un explosión de su ira, comentó que, en definitiva, no había pasado nada fuera de disentir dos senadores sobre un asunto de Estado, y que también él solía contradecir a Trásea, dando lugar a risas contenidas la inoportuna mención. A otros le complació precisamente que no se comparase con ningún personaje ilustre, sino que hubiese elegido a Trásea como ejemplo de legítima gloria.
  92.- Había puesto al frente de la guardia pretoriana a Publio Sabino, hasta entonces prefecto de la cohorte, y a Julio Prisco, centurión hasta aquel momento; Prisco gozaba del favor de Valente y Sabino del de Cecina, sin que Vitelio pudiera imponer su autoridad en sus mutuas disensiones. Al frente de los asuntos del Imperio estaban Cecina y Valente enfrentados en otro tiempo por odios y rencores que, mal disimulados en la vida de cuartel, la maldad de los amigos y una ciudad fecunda en engendrar enemistades los había enconado, mientras ellos contendían y competían por monopolizar ante las ingentes masas de cortesanos el prestigio de encabezar la comitiva, mientras Vitelio variaba de postura inclinándose unas veces a favor de uno y otras del otro. Y es que nunca es bastante de fiar el poder donde se ejerce sin control. Así, despreciaban y temían al mismo tiempo al propio Vitelio que mudaba de humor pasando de súbitas explosiones de injurias a muestras de halago fuera de lugar. Pero no por ello se mostraban ni mucho menos remisos a la hora de apoderarse de las mansiones, jardines y riquezas del imperio cuyos dueños, la caterva de nobles, a los mismos que Galba y a sus hijos había permitido volver a la patria, llorando su situación de necesidad, no recibieron en absoluto muestra alguna de piedad por parte del emperador. Resultó grato a los ciudadanos más ilustres, así como al pueblo en general, el que restituyera a los que volvieron del exilio sus derechos sobre los libertos; aunque todo esto lo entorpecían los espíritus más serviles, ocultando grandes sumas de dinero en escondrijos recónditos o disimulados. Incluso algunos, habiendo pasado a formar parte de la casa del César, llegaron a ser más poderosos que sus propios dueños.
  93.- En medio de todo esto los soldados, completas las plazas de los cuarteles y rebosando de gente, andaban vagando por la ciudad alojándose en los porches y los templos sin cumplir con las guardias y sin mantenerse en forma con el servicio, perdidos en la vida regalada de la ciudad y consumidas sus fuerzas corporales con una clase de ocio que más vale callar por vergüenza, iban degradándose entre los placeres de la lujuria. Así terminaron por descuidar incluso las normas necesarias para la salud, y un número elevado de ellos se asentaron en los lugares más infames del Vaticano, dando como resultado mortandades frecuentes entre la gente baja. Alojados cerca del Tíber, los germanos y galos con sus cuerpos afectados por enfermedades crónicas iban desfalleciendo, lanzándose ansiosamente al río agobiados por el calor. Por audacia o por ambición se tergiversaban las órdenes militares, contratándose dieciséis cohortes pretorianas y cuatro urbanas, con la única condición de contar con mil hombres cada una. En esta operación de recluta se había arrogado la iniciativa Valente con la excusa de haber librado del peligro al propio Cecina en una ocasión. Y, ciertamente, a su llegada se habían fortalecido las tropas del bando de Vitelio, y con su éxito en la batalla se habían acallado los comentarios desfavorables sobre la lentitud de su marcha, lo que fue el origen, según parece, de que empezara a cuartearse la confianza de Cecina.
  94.- Por lo demás, el permitir Vitelio tales libertades a los jefes trajo consigo el que se las tomasen mayores aún los soldados. Cada uno se inscribía en la milicia a su aire de forma que, por más indigno que fuese se inscribía, si así le parecía mejor, a la guarnición de la ciudad. Por el contrario, a los mejores, si así lo deseaban, se les permitía asentarse entre los legionarios o los escuadrones de Caballería; sin que faltasen los que ponían como excusa su decaimiento por enfermedad o la inclemencia de la atmósfera de Roma. Esto tuvo como consecuencia minar las fuerzas de las legiones y de la caballería, y tambalearse el prestigio de los acuartelamientos, dando como resultado una amalgama de veinte mil soldados en vez de una tropa selecta. Durante el curso de una arenga de Vitelio se pidió la comparecencia de Asiático, Flavo y Rufino, jefes de ejército de la Galia, para ser ejecutados por haber luchado a favor de Víndice. Vitelio, por su parte, no reprimía estas voces pues, aparte de su natural indolencia de ánimo, era consciente de que se echaba encima la fecha de distribuir el donativo y como no tenía dinero para ello, concedía a los soldados todo lo demás que querían. Ordenó que los libertos de los ciudadanos principales contribuyesen según el número de sus esclavos como si fuese un tributo. Él, por su parte, preocupándose únicamente en dilapidar, mandó construir establos para los caballos de los aurigas y multiplicar en el circo los espectáculos de gladiadores y de fieras, como si, nadando en la abundancia, desdeñase el dinero.
  95.- Cecina y Valente celebraron el cumpleaños de Vitelio organizando en cada barrio espectáculos de gladiadores con un inmenso aparato no visto hasta entonces. Vitelio había ordenado levantar altares en el campo de Marte para ofrecer sacrificios a los dioses infernales por Nerón, lo que fue aplaudido por los más abyectos y causó disgusto a la gente honrada. Se sacrificaron y quemaron víctimas como sacrificio público, acercando los augustales la tea a la leña para encender el fuego, tarea sacerdotal reservada y consagrada por Rómulo para el rey Tacio, y por César Tiberio para la familia Julia. Aún no se habían cumplido los cuatro meses de la victoria y ya Asiático, liberto de Vitelio, concitaba tantos odios como los viejos personajes y los Policlitos Patrobios. Nadie se esforzó en aquella corte en sobresalir en honradez o habilidad política. Solo había un camino para llegar al poder: llegar a saciar los insaciables vicios
de Vitelio con banquetes pantagruélicos, derroche y vida de crápula. Se cree que el propio Vitelio, pensando que abundaba en recursos si podía disfrutar del presente, dilapidó en poquísimos meses novecientos millones de sextercios. Grande y, al mismo tiempo, miserable ciudad, Roma iba viviendo en una mudable y vergonzosa situación habiendo soportado en un solo año a Otón y Vitelio, con los Vinos, Fabios, Icelos y Asiáticos, hasta que les sucedieron Muciano y Marcelo, distintos en nombre pero no en costumbres.
 96.- La primera defección, la de la legión tercera, le fue comunicada a Vitelio a través de las cartas remitidas por Aponio Saturnino antes de que también él se pasara al bando de Vespasiano. Pero ni el propio Aponio, alarmado por el súbito cambio, le comunicó toda la verdad; aparte de que sus íntimos, adulándole, quitaban importancia al hecho subrayando que se trataba de la sedición de una sola legión, mientras que había constancia de la fidelidad de las restantes. Vitelio se dirigió en este mismo tono a los soldados culpando a los pretorianos poco antes despedidos de sembrar aquellos falsos rumores, y asegurándoles que no había ningún riesgo de guerra civil, ordenando además que no se mentara el nombre de Vespasiano y que se mandase soldados por la ciudad para reprimir los comentarios de la gente, consiguiendo únicamente de este modo dar mayor pábulo a los rumores.»

domingo, 30 de julio de 2017

"Los contactos furtivos".- Antonio Rabinad (1927-2009)

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II.-No conseguía conciliar el sueño

«No conseguía conciliar el sueño. Algo le traía desasosegado. Alargó el brazo en la oscuridad y encendió la lamparilla.
 A su lado, con un extraño aire de muerta, su esposa dormía, tan quieta, tan quieta; un brazo le salía de las sábanas, un brazo largo, blanco y como abandonado.
 Doriac, incorporándose, miró la cara de Celia, en cuyos párpados la luz trazaba profundas sombras; luego, lentamente, miró el brazo. Le parecía raro aquel brazo y, al mismo tiempo, le turbaba. Se le ocurrió que entre todos los hombres, sólo le pertenecía a él, y alargó la mano para cogerlo; entonces, estremecido, recordó lo que le traía inquieto.
 Era algo sucedido en su niñez, en el arranque de la primavera; ahora comprendía que todas las sensaciones de la tarde habían ido insinuando ese recuerdo en el espíritu, y se vio a sí mismo en el cochecito de ruedas, rodando calle abajo, empujado por la ruda mano de Marta.
 Al doblar una esquina habían salido a la Meridiana: una ancha avenida polvorienta, por cuyo centro, en una ligera depresión, pasaba el ferrocarril. En seguida vieron el tren parado y la masa de personas que lo rodeaba. Algo había sucedido. Curiosa, Marta acercó aprisa el cochecito y se mezcló con la multitud.
 Él, abandonado en su cochecillo, a un lado de la gente, se sintió desvalido como nunca; el espectáculo que ocultaban aquellas personas le asustaba y, al mismo tiempo, le atraía. Llamó a Marta, pero Marta no le oía. Entonces hizo girar las ruedas con las manos y avanzó hasta el borde del terraplén.
 Desde allí vio al suicida.
 Había caído de espaldas sobre el césped, junto a la vía férrea. Su cuerpo yacía inmóvil, con los brazos abiertos, en una posición grotesca y trágica de muñeco desarticulado.
 Yacía inmóvil. Por las ventanillas del tren parado, la gente asomada en racimos multicolores era toda ojos desmesurados, atónitos. El sol del atardecer daba de lleno en aquellos rostros.
 Sobre el terraplén, inmediatamente encima del suicida, una hilera de personas estaba de pie, con el sol en la espalda; sus sombras, alargándose sobre la hierba, se estrellaban contra la madera sucia de los vagones.
 Allí cerca, un trabajador con una sonrisa asombrada y estúpida, intentaba explicar lo ocurrido:
 -Estaba ahí sentado, en la yerba, muy quieto, la cabeza entre las manos; así estuvo mucho tiempo. Nosotros le veíamos desde la obra. Cuando oyó llegar el tren levantó la cabeza y nos estuvo mirando; luego, de pronto, con el tren casi encima, pegó un grito y se tiró entre los raíles. Bueno; el tren iba muy rápido...
 La gente contemplaba aquel guiñapo destrozado. Vestía una chaqueta azul, de trabajador; al caer, se le había abierto y enseñaba una camisa limpia, cruzada por un rastro de sangre como una banda. Una de sus piernas, doblada hacia arriba, llevaba una alpargata. En la otra, calzado y pie eran una masa indiscernible: tobillo arriba, la carne se le había arremangado hasta la rodilla y enseñaba un hueso plano, grande y amarillo.
 Una manga de la chaqueta faltaba; el brazo, hombro y cuello, convertidos en una sola y profunda herida de bordes rojos y músculos hendidos que transpiraba sangre. La cabeza no existía; allá, junto al otro brazo, extendido sobre la hierba, se distinguía algo confuso... Pero la cabeza no estaba. No podía saberse qué cara tenía el suicida.
 Un empleado de la Compañía -chaqueta azul, gorra de visera- buscaba sobre la hierba y entre las traviesas y miraba debajo de los vagones.
 -Una pareja de guardias civiles -correajes amarillos, negros tricornios charolados- permanecía junto a él con sus fusiles.
 El empleado levantó las manos:
 -¡El tren no puede arrancar si no aparece esa cabeza!
 -Pero si la tiene ahí, debajo del brazo -dijo un guardia, señalando con la culata.
 El empleado denegó con la cabeza, muy pálido, nervioso, y volvió a mirar bajo los vagones.
 Quizá pensaba que la cabeza habría quedado enganchada en algún hierro, y que se iba a marchar con el tren, a lo largo de la vía, Dios sabe durante cuánto tiempo, hasta que un día, del todo podrida, cayera, con un sonido hueco, sobre las piedras grises y blancas, y allí quedase, inmensa y tranquila, mientras el tren se empequeñecería...
 Luego fue arrancando a grandes puñados el césped verde y alto -pues la primavera venía ya crecida- y los echó sobre el cadáver, ocultando casi su figura y el hórrido hueso amarillo.
 Por fin, el tren arrancó, lentamente. Y las miradas de los asomados se fueron lentamente con el tren; se fueron adelante y la gente a un lado de la vía pudo ver a la gente situada al otro lado, y ambos grupos, al pasar el último vagón, miraron con aprensión y curiosidad la vía. Pero sólo vieron en ella unas indescriptibles piltrafas rojas y grises, unos grumos sangrientos de carne viscosa. [...]
 Una señora rubia, bien vestida, atravesó los raíles sonriendo, tapándose los ojos con una mano, para no ver al muerto -quizá deslumbrada por el sol- y su pie, calzado con un negro zapato de tacón alto, se distendía táctil, precavido, antes de afianzarse en el suelo. El broche dorado de su severo bolso negro lanzó un destello.
 Por la yerma avenida iba acudiendo gente, más gente: un rosario de gente. Todos querían ver al suicida.
 Y el suicida estaba sobre el césped, en una inmovilidad absoluta.
 Hombres y mujeres, y adorables jovencitas de vestidos tensos, le miraban. Los viejos le miraban. Y el niño Doriac, desde su cochecito, también le miraba, ávidamente, con una suerte de sagrado horror: ¿Por qué?, se preguntaba  mirándolo. ¿Es que era necesario... esto? Y después de todo, qué desprecio más grande... qué desprecio nos ha hecho a todos...
 Y el muerto allí seguía, sordo y ciego, definitivamente ajeno a todo: a su piedad, su burla o su indiferencia.»

sábado, 29 de julio de 2017

"Historia abreviada de la literatura portátil".- Enrique Vila-Matas (1948)

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Suicidios de hotel

«Parece ser una constante histórica el que, entre los fundadores de toda sociedad secreta, haya siempre uno al que le gusta llevar la contraria a los demás. En el caso shandy*, todos los comensales de Port Actif eran grandes amantes de la vida, excepto Rigaut que se declaró, desde el primer momento, a favor y del lado de la muerte ("Vous êtes tous de poètes et moi je suis du côté de la mort"), más concretamente del suicidio, una palabra que no sería desterrada del lenguaje shandy hasta el día en que Rigaut, tras dos años de vacilaciones, se suicidó en un lujoso hotel de la ciudad de Palermo.
 Tardó tanto en tomar esa decisión que tuvo tiempo de asistir como espectador a la célebre oleada de suicidios juveniles en el París de 1924, una moda que fue duramente criticada por alguno de los comensales de Port Actif: "Todo esto de quitarse la vida -escribió Szalay- parece hoy en día cosa exclusiva de los jóvenes con voluntad de necios, y el más joven y necio de todos o, al menos, el más cercano a nosotros es el impetuoso Rigaut; habrá que hacer algo con la extrema juventud y el suicidio, dos palabras que actualmente parecen estrechamente ligadas y que sintonizan muy poco con el espíritu portátil". Y Paul Morand, en clara alusión a su amigo Rigaut, terminó una conferencia en Reims con estas palabras: "No es serio, señores. Si uno desea quitarse la vida debe hacerlo con prontitud, es decir, cuando es todavía un niño; hacerlo más tarde es algo ligeramente ridículo, pues no se puede seguir siendo tímido cuando se tiene ya más de siete años".
 Poco caso hizo Rigaut de las palabras de sus amigos, pues desde su regreso de África el suicidio había adquirido, para él, valor de sacramento único. Sus primeros pasos hacia ese gesto definitivo los había dado en Port Actif cuando, sin avisar a nadie, se adentró en la selva, desapareciendo en una oscura noche de grandes árboles en la que, rodeado del húmedo silencio de las hojas, se inventó el pretexto de que estaba perdidamente enamorado de Georgia O'Keefe para así poder sentirse cada vez más tentado a quitarse la vida, pues estaba seguro de que su amada le rechazaría sin contemplaciones, como, en efecto, así fue. Pero, según ya dije, eso no fue obstáculo para que tardara todavía dos años en suicidarse.
 Y es que, durante ese período de tiempo, sentirse inmensamente desgraciado y tener ante sí la perspectiva del suicidio, le devolvió el sentido del humor, lo que es fácilmente constatable en este texto o anuncio publicitario que, a su regreso de Port Actif, redactó en París con la intención de dar a conocer su Agencia General del Suicidio, una oficina singular en la historia de la literatura portátil:
 "La Agencia General del Suicidio ofrece finalmente un medio algo correcto de abandonar la vida, pues la muerte es el único de todos los desfallecimientos que jamás se disculpa. Es así que se han organizado los entierros-expreso: banquete, desfile de amigos y conocidos, fotografía (o mascarilla postmortem, a elección), entrega de recuerdos, suicidio, colocación en el ataúd, ceremonia religiosa (facultativa), traslado del cadáver al cementerio. La Agencia General del Suicidio se encarga de ejecutar las últimas voluntades de los Señores Clientes."
 Dos meses después de la publicación de este anuncio, Rigaut abandonó precipitadamente su oficina de suicidios y se embarcó hacia América. Su afición a representar comedias de tristeza le llevó hasta la puerta misma de la casa de William Carlos Williams (al que suponía amante de la O'Keefe), donde trató de exhibir su profunda desesperación de enamorado rechazado.
 Conocemos detalles muy interesantes de su travesía marítima, porque en ella trabó amistad con un elegante pasajero, el fotógrafo Man Ray, que años más tarde iba a contarlo todo, de un modo despiadado, en un divertido libro, Travels with Rita Malú, donde Rigaut sería descrito como un patético e histriónico caballero que se complacía en una desesperación que ni él mismo acababa de creerse, pues en múltiples ocasiones le traicionaba su sentido del humor. Por ejemplo, nada más desembarcar en Nueva York, se sintió impulsado a publicar este anuncio en la prensa local:
 "Joven pobre, mediocre, 21 años, manos limpias, contraería matrimonio con mujer, 24 cilindros, salud, erotómana o hablando el anamita, a ser posible apellidada O'Keefe. Dirigirse a Jacques Rigaut, 73 boulevard du Montparnasse, París. Sin domicilio fijo en Nueva York."
 Fue una vez concertada la publicación de este anuncio cuando se dirigió a la casa de William Carlos Williams que, al abrir la puerta y ver el grotesco rostro desencajado del futuro suicida, no pudo evitar una carcajada descomunal. Y es que Rigaut estaba frente a él con un ramo de orquídeas, cierta palidez maquillada y aspecto de ser la víctima de una fiebre amorosa que le atravesaba el corazón.
 Aquello era todo un espectáculo que merecía ser fotografiado, y Man Ray, que había acompañado a Rigaut hasta la casa, no perdió el tiempo. Su instantánea, al circular entre los primeros shandys, sirvió para que éstos se reafirmaran en la impresión de que en la sociedad secreta no había lugar para el ridículo involuntario o la desesperación fingida, es decir, para la extrema juventud.»
*Shandy: en el dialecto de algunas zonas del condado de Yorkshire (donde Laurence Sterne, el autor del Tristam Shandy, vivió gran parte de su vida), significa indistintamente alegre, voluble y chiflado.

viernes, 28 de julio de 2017

"La vorágine".- José Eustasio Rivera (1888-1928)

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Segunda parte

«-Para poder contarles mi historia -nos dijo esa tarde- tendría que perder el pudor de mis desventuras. En el fondo de cada alma hay algún episodio íntimo que constituye su vergüenza. El mío es una mácula de familia: ¡mi hija María Gertrudis dio su brazo a torcer!
 Había tal dolor en las palabras de don Clemente, que nosotros aparentábamos no comprender. Franco se cortaba las uñas con la navaja, Helí Mesa escarbaba el suelo con un palillo, yo hacía coronas con el humo del cigarro. Tan sólo el mulato parecía envaído en la punzante narración.
 -Sí, amigos míos -continuó el anciano-. El miserable que la engañaba con promesa de matrimonio, la sedujo en mi ausencia. Mi pequeño Luciano abandonó la escuela y fue a buscarme al pueblo vecino, donde yo ejercía un modesto empleo, para contarme que los novios hablaban de noche por el solar y que su madre lo había reñido cuando le dio noticia de ello. Al oír su relato perdí el aplomo, regañélo por calumniador, exalté la virtud de María Gertrudis y le prohibí que siguiera oponiéndose con celos y malquerencias al matrimonio de los jóvenes, que ya habían cambiado argollas. Desesperado, el pequeñuelo empezó a llorar y me declaró que estaba resuelto a perder la tierra antes que la deshonra de la familia lo hiciera sonrojarse ante sus compañeros de escuela primaria.
 Montado en una borrica, se lo envié a mi esposa con un peón, que llevaba cartas para ésta y María Gertrudis, llenas de admoniciones y consejos. ¡Ya María Gertrudis no era hija mía!
 Calculen ustedes cuál sería mi pena en presencia de mi deshonor. Medio loco olvidé el hogar por perseguir a la fugitiva. Acudí a las autoridades, imploré el apoyo de mis amigos, la protección de los influyentes; todos me hacían tragar las lágrimas obligándome a referir detalles pérfidos y, al final, con gestos de lástima, me recriminaban así: "La responsabilidad es de los padres. Hay que saber educar a los hijos."
 Cuando humillado por la nueva tortura volví a casa, me esperaba un nuevo dolor: la pizarra de Lucianito pendía del muro, cerca al pupitre donde la brisa agitaba las páginas de un libro descuadernado; en el cajón, vi los premios y los juguetes: la cachucha que le bordó la hermana, el reloj que le regalé, la medallita de la mamá. Reteñidas en la pizarra, bajo una cruz leí estas palabras: ¡Adiós, adiós!
 Más que la parálisis, mató la pena a mi pobre esposa. Sentado a la orilla del lecho la veía empapar en llanto la almohada, procurando infundirle el consuelo que no he conocido jamás. A veces me agarraba del brazo y lanzaba su grito demente: "¡Dame mis hijos! ¡Dame mis hijos!" Por aliviarla acudí al engaño: inventéle que había logrado casar a María Gertrudis y que Lucianito estaba interno en el instituto. Saboreando su pesadumbre la encontró la muerte.
 Un día, viendo que nadie, ni parientes ni amigos, me acompañaban, llamé por el cercado a mi vecina para que viniera a cuidar a la enferma, mientras me ausentaba en busca del médico. Cuando regresé, vi que mi esposa tenía en las manos la pizarra de Lucianito y que la remiraba, convencida de que era el retrato del pequeñuelo. ¡Así acabó! Al colocarla en el ataúd sollocé esta frase: "¡Juro por Dios y por su justicia que traeré a Lucianito, vivo o muerto, a que acompañe tu sepultura!" Le besé la frente y puse sobre el pecho de la infeliz la pizarra yerta, para que llevara a la eternidad la cruz que su propio hijo había estampado
 -Don Clemente, no resucite esos recuerdos que hacen daño. Procure omitir en su narración todo lo sagrado y lo sentimental. Háblenos de sus éxodos en la selva.
 Por un momento estrechó mi mano, murmurando:
 -Es cierto. Hay que ser avaros con el dolor.
 Pues bien: seguí las huellas de Lucianito hacia el Putumayo. Fue en Sibundoy donde me dijeron que había bajado con unos hombres un muchachito pálido, de calzó corto, que no representaba más de doce años, sin otro equipaje que un pañuelo con ropa. Negóse a decir quién era, ni de dónde venía, pero sus compañeros predicaban con regocijo que iba buscando las caucherías de Larrañaga, ese pastuso sin corazón, socio de Arana y otros peruanos que en la hoya amazónica han esclavizado más de treinta mil indios.
 En Mocoa sentí la primera vacilación: los habían pasado, pero nadie pudo decirme qué senda del cuadrivio siguieron. [...] Por fortuna, en Mocoa me ofreció curiara y protección un colombiano de amables prendas, el señor Custodio Morales, que era colono del río Cuimañí. Indicóme el peligro de acometer los rápidos de Araracuara y me dejó en Puerto Pizarro para que siguiera, al través de los grandes bosques, por el rumbo que va al puerto de la Florida, en el Caraparaná, donde los peruanos tenían barracas.
 Solo y enfermo emprendí ese viaje. [...] Ya me habían dicho que a mi pequeño no se le conocía en la región; [...] Ningún cauchero oyó jamás su nombre. A veces se alegraba mi reflexión al considerar que Lucianito no había palpado la bruta inmoralidad de esas costumbres, mas ¡cuán poco me duraba el consuelo! Era seguro que se encontraba en remotos cauchales, bajo otros amos, educándose en la crueldad y la villanía, enloquecido de humillación y de miseria. Mi capataz principió a quejarse de mi trabajo. Un día me cruzó la cara de un latigazo y me envió preso al barracón. Toda la noche estuve en el cepo y, en la siguiente, me mandaron para El Encanto. Había logrado lo que pretendía: buscar a Lucianito en otros gomales.
 Don Clemente Silva enmudeció. Tocábase la frente con las manos estremecidas, como si aún sintiera en su rostro el culebreo del látigo infame. Y agregó después:
 -Amigos, esta pausa abarca dos años. De allí me picurié para La Chorrera.»

jueves, 27 de julio de 2017

"Ética mínima. Introducción a la filosofía práctica".- Adela Cortina (1947)

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8.-La justificación ética del derecho como tarea prioritaria de la filosofía política
4.-La autonomía como fundamento moral del derecho legítimo

«Apelar a la autonomía como criterio de legitimidad supone -como ya hemos apuntado- renunciar al iusnaturalismo basado en principios materiales, al positivismo jurídico, al principio de utilidad, al intuicionismo y al perfeccionismo. Pero también supone distanciarse de cuantos niegan que haya razones morales para obedecer al derecho. En el caso de que las normas jurídicas fueran las que las personas se dan a sí mismas, existen razones morales para obedecerlas, porque la autonomía es el constitutivo de la persona moral. En este hipotético caso lo justo y lo bueno coincidirían, de tal modo que la justicia constituiría un componente de la felicidad.
 En este sentido, me permito disentir de la tesis de González Vicén, según la cual hay fundamento ético para desobedecer al derecho, pero no para obedecerlo. Creo, por el contrario, que las mismas razones morales que abonan la desobediencia al derecho abonan también su obediencia. Y es que, a mi juicio, González Vicén otorga a la conciencia individual y al derecho un trato desigual: mientras que para el derecho exige tener en cuenta lo que de hecho ocurre, al modo marxista, para la conciencia individual guarda todo el idealismo de los existencialistas; el derecho es expresión de intereses de clase, pero la conciencia individual, ajena a contaminaciones ideológicas, es el lugar de la verdad; ella es, pues, la única legitimada para obligar incondicionadamente.
 Cierto que las leyes existentes no siempre expresan la autonomía de los ciudadanos en su conjunto, sino intereses de clases y grupos. En este sentido es necesario prevenir la confusión de exigir obediencia moral para leyes grupales. Sin embargo, esta misma afirmación indica que poseemos un canon moral para denunciar leyes injustas: si las leyes expresaran realmente los intereses de los afectados por ellas, habiéndose llegado a su formulación tras una deliberación mantenida en pie de igualdad, sería moralmente obligatorio obedecerlas, porque la autonomía es el constitutivo de la moralidad. Esta convicción sirve -y no es poco- como criterio para la crítica y como ideal regulativo; prescindir de ella supone inmunizar el derecho frente a los juicios morales, dar por moralmente indiferentes  la implantación de la pena de muerte o la obligatoriedad del servicio militar. A mi juicio, por el contrario, si hay razones para aplaudir ciertas leyes, hay razones morales para criticar otras; el derecho no se exime del juicio moral: mientras no exprese y potencie la autonomía de los ciudadanos no es todavía legítimo.
 Hay, pues, razones morales para enjuiciar la vida pública, para la obediencia y para la desobediencia. Y en este sentido creo -con Rawls- que el desobediente civil expresa su acuerdo con el significado moral de la democracia -el respeto y fomento de la autonomía- denunciando que ciertas leyes son un obstáculo para su realización. El desobediente explica sus razones públicamente y emplea medios pacíficos porque quiere sintonizar con ese trasfondo moral que supone en los demás ciudadanos y del que tal vez no son aún conscientes: la afirmación de la autonomía de todos los hombres conlleva una serie de derechos cuya no protección legal merece un juicio moral negativo.
 La moralidad -para obedecer o desobedecer- no es, pues, asunto de la conciencia individual como desea la tesis de la complementariedad de la democracia liberal entre la vida pública y la privada. Según ella, la vida pública queda inmune frente a los juicios morales y la moralidad se retira a la conciencia privada.  Esta tesis, propia del liberalismo, viene defendida filosóficamente por el neopositivismo y por el existencialismo. Aunque el primero valora la vida pública y el segundo las decisiones privadas, ambos concuerdan en separarlas, relegando la moral a la conciencia. Sin embargo, tal separación es ficticia e interesada: las leyes pueden repudiarse moralmente y, por lo mismo, exigir obediencia moral cuando expresan y fomentan la autonomía.
 Por otra parte, González Vicén es sumamente benigno con la conciencia individual. Si las leyes pueden resultar intereses de clase, ¿qué garantiza que la conciencia individual no esté ideologizada o dirigida por intereses egoístas y ambiciosos, que pueden llegar al desequilibrio? ¿Por qué la conciencia está inmunizada frente a la ideología o las deformaciones psicológicas y la vida pública no? Si nos ocupamos del derecho real, consideremos también la conciencia real.
 Precisamente por evitar que los mandatos morales presentes en la conciencia fueran el resultado de intereses inconscientes como los descritos, y no por afán uniformador, recurrió Kant al test del imperativo. Si su solución es o no adecuada, no hay espacio para discutirlo; lo bien cierto es que el problema que quiso resolver no ha sido superado por el existencialismo: ¿cómo distinguir un mandato moral de una apariencia de mandato que brota de intereses no morales? ¿cómo saber ante una "revelación" interior si soy un "escogido" o un desequilibrado, que va a llevar a la desgracia a un buen número de gentes con sus alucinaciones únicas?
 Las cautelas kantianas, precisamente en una época en que el interés económico empezaba a mover el mundo casi en exclusiva, siguen siendo -a mi juicio- modélicas: antes de seguir tu máxima interior, piensa si la extenderías como ley universal de la naturaleza, piensa si daña a seres que son en sí mismos fines, por ser autolegisladores, piensa si conviviría con otras leyes que fomentan la autonomía de tales seres haciendo posible un reino de los fines. Este es el sentido de ese test kantiano para máximas que es el imperativo y que no anula la necesidad de que cada individuo asuma la decisión en el momento concreto. [...] El derecho obliga moralmente bajo determinadas condiciones, de igual modo que la conciencia sólo obliga moralmente bajo determinadas condiciones

miércoles, 26 de julio de 2017

"Peñas arriba".- José María de Pereda (1833-1906)

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IX

«-Pase, pues, lo de la amenidad, lo de la hermosura y hasta la sublimidad y la elocuencia de este escenario que le encanta y maravilla; pero, ¿y los actores que le acompañaban a usted en la égloga perenne de su vivir? ¿Qué me dice usted de ellos..., del hombre..., vamos, de los hombres?
 -¿Qué tienen esos hombres que tachar? -preguntóme a su vez el médico.
 -Que son rústicos, que están ineducados.
 -Como debe ser y como deben estar -me replicó él inmediatamente- para el destino que tienen en el cuadro. Lo absurdo y lo indisculpable fuera de mí, que no pido ni puedo pedir en estas soledades agrestes las óperas del Teatro Real, ni los salones del gran mundo, ni los trenes lujosos de la Castellana, exigir a estos pobres campesinos la elocuencia de nuestros grandes tribunos, las habilidades de nuestros políticos y el saber de nuestros doctores y académicos.
 -Santo y bueno -dije yo entonces, creyendo poner una pica en Flandes- para la vida contemplativa, para la de pura delectación estética; pero no se trata de eso, amigo mío, sino de la realidad prosaica de la vida social y, digámoslo así, de todos los días. Estos hombres tienen las miseriucas y las roñas propias y peculiares de su baja condición, y, además, por su ignorancia no pueden enfrentarse con usted.
 Aquí fue donde el médico se enardeció casi de veras, como si hasta entonces no hubiera tomado el asunto verdaderamente por lo serio.
 Comenzó por decirme que dondequiera que había hombres cultos o incultos, había debilidades, roñas y grandes flaquezas; pero que, roña por roña, flaqueza por flaqueza y debilidad por debilidad, prefería la de los aldeanos, que muy a menudo le hacían reír, a la de los hombres ilustrados, cuyas causas y cuyos fines por su abominable naturaleza y sus alcances, casi siempre le ponían a punto de llorar. En cuanto a no poder entenderse con los vecinos de Tablanca , era otro error mío y de otros muchos hombres cultos, empeñados en tomar ciertas cosas al revés. ¿Por qué ha de ser el hombre de los campos el que se eleve hasta el hombre de la ciudad, y no el hombre de la ciudad el que descienda con su entendimiento, más luminoso, hasta el hombre de los campos para entenderse los dos? Hágase ese trueque y se verá cómo resulta la inteligencia mutua que se da como imposible por los que no saben buscarla. Y no hay temor de que las dos naturalezas se compenetren y de las roñas de la una se contamine la otra; porque la comunicación no ha de ser continua ni para todo, y al hombre culto, por lo mismo que es más inteligente, le sobran medios para no rebasar de los límites de la prudencia y hacer que cada uno de los dos guarde el puesto que le corresponde. Y en este equilibrio, que no deja de ofrecer dificultades, ¡cuánto se aprende a veces del hombre rudo de los montes, por el hombre culto de las ciudades, y cuánto halla éste que ver y que admirar allí donde los ojos avezados a los relumbrones llamativos del mundo civilizado sólo distinguen sombras, monotonía, soledades y tristezas!
 Como, al llegar aquí, me pareciera el médico dispuesto a callarse, por su natural modesto y reservado, y a mí me fuera gustando mucho su palabra tan fácil como sobria, preguntéle antes que el hornillo de su entusiasmo comenzara a entibiarse, qué cosas eran aquellas que podían verse y admirarse por el hombre culto en sus relativas intimidades con el aldeano.
 Y entonces se enfrascó el simpático mediquillo de Tablanca en otra teoría, que no me vendió por nueva en el fondo.
 Según él, los tiempos de hoy eran peores que otros tiempos de los cuales han dicho siempre los respectivos moralistas que fueron los tiempos más malos de todos los habidos hasta ellos: antes al contrario, le parecían los actuales, en lo bueno, hasta mejores que los pasados. En lo malo, y no por la cantidad, sino por la calidad de ellos, estaba el punto litigioso. En su concepto, la maldad de ahora alcanzaba mayor hondura que la de antes en el cuerpo social: le había invadido el corazón y la cabeza; ésta se atrevía ya a todo y con todo, y aquél no se conmovía por nada, gastaba su sensibilidad con el roce de tantos y tan continuos sucesos, porque en ninguna época del mundo han acontecido tantos y tan extraordinarios en tan breve tiempo como ahora. De aquellos atrevimientos y de esta sensibilidad, había de venir, estaba ya llegando, la parálisis absoluta en la vida espiritual de los hombres. La fe en lo divino y el sentimiento de lo reputado siempre por lo más noble en lo humano, iban relegándose al montón de las cosas inútiles, cuando no perjudiciales; apenas se concebían los grandes héroes de otras épocas, cuanto más los sentimientos que los había exaltado desde la masa común de los anónimos, hasta las páginas más esplendentes de la Historia. No era posible ya, ni siquiera de buen gusto, sentir entusiasmo por nada ni de lo de tejas arriba ni lo de tejas abajo. La verdadera agonía del espíritu social. De eso adolecían los tiempos actuales y por ahí venía la muerte del cuerpo colectivo. Le corría la gangrena por los grandes centros de su organismo atiborrado: por la ciudad, por el taller, por la Academia, por la política, por la Bolsa..., por donde más caudal representa el torrente circulatorio de las insaciables ambiciones del hombre culto. Pero, por misericordia de Dios, le quedaban sanas todavía las extremidades, algunas de ellas por lo menos, y sólo con la sangre rica de estos miembros podía, con mucho tiempo y gran paciencia, purificarse y reconstruirse la parte corrompida de los centros.
 -Pues estos miembros sanos -añadió el médico con viril entereza- son las aldehuelas montaraces como ésta. Y digo montaraces, porque si vamos a meter el escalpelo en las más despejadas de horizontes y más abiertas al comercio de las ideas y al tufillo de la industria, sabe Dios lo que hallaríamos en sus fibras... ¿Le parece a usted poco -preguntóme en conclusión- este verdadero tesoro, entre otros semejantes bien fáciles de distinguir, para ser admirado por un hombre culto capaz de entusiasmarse con algo todavía? ¿Y no es trabajo bien honroso y muy entretenido el que procuran la conversación y hasta el fomento de esto que yo me he atrevido a llamar tesoro, a riesgo de que usted se ría de él y de mis candorosos idealismos?»