martes, 4 de julio de 2017

"La casa grande".- Álvaro Cepeda (1926-1972)


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El hermano

«Frente a mi hermana muerta no tengo lágrimas sino preguntas. El llanto nos lo quitaron después de la infancia: el odio que no entendíamos y sobre el cual se fundó la continuidad de la familia, nos secó el llanto, nos negó el gran descanso de las lágrimas. Ahora no me quedan sino las preguntas; las preguntas que no pude hacer cuando eran necesarias, cuando surgían atormentadoras ante cada hecho, ante cada acción y más atormentadoras aún y más apremiantes después de cada catástrofe. Las preguntas que no tuve tiempo  de hacer porque todo se me vino encima de golpe, con la misma violencia del viento inesperado e ineluctable que dobla las bananeras, desolando lo que había sido seguridad y esperanza. Primero, el Padre, que irrumpió en mi vida como una fuerza maligna e implacable, destrozando de pronto el delicado arreglo de la adolescencia, la maravillosa y prometedora continuación de una niñez resguardada de toda sorpresa exterior; el Padre para quien las preguntas eran una afrenta a sus decisiones indiscutibles, todopoderosas, estableció con su sola existencia la imposibilidad de las preguntas.
 Después la soledad alucinada de los años en el colegio lejano que no permitía las preguntas porque las respuestas comenzaban a vislumbrarse aterradoramente claras; inadmisibles todavía dentro del enmarañado orden de los sentimientos confundidos. Y entonces era necesario agotar los sentidos, amontonar sensaciones, tapar la piel con manos indeseadas para no dejar entrar a las preguntas que me rondaban como animales hambrientos y feroces. Fue la noche larga de los sentidos formidables. Y su recuerdo es solamente una desvanecida aglomeración de caras, de palabras, de sensaciones, sin explicación ni consecuencia.
 Y por último, todas las preguntas que no pudieron hacerse cuando la poca y miserable vida de los jornaleros les fue arrebatada a tiros en las estaciones, a lo largo de las vías del ferrocarril, frente a las puertas entreabiertas de sus casas, porque precisamente trataban de ejercer lo que ellos creían, lo que yo principalmente creía, que era su derecho a preguntar, a indagar la razón para la desigualdad y la injusticia. Las preguntas que luego hubo que aplazar porque era más apremiante la tarea de reconstruir y restañar lo que un militar abyecto había tratado de abatir y desangrar. Todas estas preguntas se amontonaban ahora ante la muerte de mi hermana. ¿Dónde encontraré las respuestas? ¿Están acaso en mí? ¿O es su dolorosa y ya definitiva y total respuesta el cuerpo muerto de mi hermana?
 Yo odiaba la lluvia. Le temía más que al peor de los castigos porque la lluvia me aislaba de todas las cosas agradables que la casa grande ofrecía a mi niñez con su laberíntico universo de pasillos, habitaciones, patios y sitios encantados que mi hermana y yo explorábamos ávidamente todos los días. La lluvia era precedida siempre por un calor infernal que ni aun los gruesos y altos paredones de la casa grande lograban mantener fuera; se metía en los cuartos, lo invadía todo, se volcaba pesadamente sobre las cosas y personas de la casa. De pronto, sorpresivamente el cielo se volvía gris, las nubes se amontonaban sobre los picos de la sierra, cubriéndolos con un nimbo sucio y pavoroso, y un viento helado, agudo, nos recorría el cuerpo minuciosamente.
 Los truenos rebotaban insistentes y ensordecedores dentro de la gran campana gris con que habían cubierto nuestros patios. Al fin, por las resquebraduras luminosas que habían abierto en el cielo los estampidos de los truenos, se derramaban los primeros goterones, como de plomo, que al estrellarse contra el suelo reseco levantaban una minúscula polvareda. Entonces, en medio de la baraúnda creada por la lluvia, se oía la voz preocupada de Isabel que me buscaba por toda la casa gritando: "¡este viento helado te va a hacer daño! ¡No te vayas a mojar con la lluvia, que te vas a enfermar!" Yo, en esos momentos, la odiaba. Mi hermana y yo nos escondíamos apretujados contra el arco de un corredor, o debajo del alero de una ventana cerrada, o protegidos precariamente por las hojas de los arbustos bajos en el patio de los caimitos. Cuando Isabel nos encontraba, ya la lluvia nos había empapado las ropas y un frío suave y agradable comenzaba a cubrirnos la piel humedecida.
 Y al final de la madrugada, cuando la creciente opresión en el pecho, que yo había tratado de disimular durante la comida frente a los ojos conocedores de mi hermana, me ahogaba y me impedía respirar, tenía que llamar a Isabel. Sentada a mi lado reprendiéndome en voz baja pero cariñosamente y frotándome las espaldas con sus manos grandes y aliviadoras, Isabel y yo veíamos meterse la mañana por entre las rendijas de la ventana cerrada. Mi hermana entreabría la puerta de mi cuarto silenciosamente y se quedaba allí, mirándome. Cuando Isabel me dejaba para ir a avisar que yo había amanecido enfermo, mi hermana se acercaba a mi cama, me tocaba la cabeza hirviente con sus manos frescas y me decía: "Yo tampoco pude dormir anoche: me ahogaba." Luego se iba. Y a mí me parecían menos duros los días del encierro y de la enfermedad que comenzaban en ese momento.

***
 ¿Dónde está ahora mi sitio? ¿Cuál es mi lugar en este gran desorden de la vida? La Hermana ha ocupado con su cuerpo el único sitio que me pertenecía: era una sola muerte para los dos y ella la ha acaparado totalmente.»
 

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