II.-No conseguía conciliar el sueño
«No conseguía conciliar el sueño. Algo le traía desasosegado. Alargó el brazo en la oscuridad y encendió la lamparilla.
A su lado, con un extraño aire de muerta, su esposa dormía, tan quieta, tan quieta; un brazo le salía de las sábanas, un brazo largo, blanco y como abandonado.
Doriac, incorporándose, miró la cara de Celia, en cuyos párpados la luz trazaba profundas sombras; luego, lentamente, miró el brazo. Le parecía raro aquel brazo y, al mismo tiempo, le turbaba. Se le ocurrió que entre todos los hombres, sólo le pertenecía a él, y alargó la mano para cogerlo; entonces, estremecido, recordó lo que le traía inquieto.
Era algo sucedido en su niñez, en el arranque de la primavera; ahora comprendía que todas las sensaciones de la tarde habían ido insinuando ese recuerdo en el espíritu, y se vio a sí mismo en el cochecito de ruedas, rodando calle abajo, empujado por la ruda mano de Marta.
Al doblar una esquina habían salido a la Meridiana: una ancha avenida polvorienta, por cuyo centro, en una ligera depresión, pasaba el ferrocarril. En seguida vieron el tren parado y la masa de personas que lo rodeaba. Algo había sucedido. Curiosa, Marta acercó aprisa el cochecito y se mezcló con la multitud.
Él, abandonado en su cochecillo, a un lado de la gente, se sintió desvalido como nunca; el espectáculo que ocultaban aquellas personas le asustaba y, al mismo tiempo, le atraía. Llamó a Marta, pero Marta no le oía. Entonces hizo girar las ruedas con las manos y avanzó hasta el borde del terraplén.
Desde allí vio al suicida.
Había caído de espaldas sobre el césped, junto a la vía férrea. Su cuerpo yacía inmóvil, con los brazos abiertos, en una posición grotesca y trágica de muñeco desarticulado.
Yacía inmóvil. Por las ventanillas del tren parado, la gente asomada en racimos multicolores era toda ojos desmesurados, atónitos. El sol del atardecer daba de lleno en aquellos rostros.
Sobre el terraplén, inmediatamente encima del suicida, una hilera de personas estaba de pie, con el sol en la espalda; sus sombras, alargándose sobre la hierba, se estrellaban contra la madera sucia de los vagones.
Allí cerca, un trabajador con una sonrisa asombrada y estúpida, intentaba explicar lo ocurrido:
-Estaba ahí sentado, en la yerba, muy quieto, la cabeza entre las manos; así estuvo mucho tiempo. Nosotros le veíamos desde la obra. Cuando oyó llegar el tren levantó la cabeza y nos estuvo mirando; luego, de pronto, con el tren casi encima, pegó un grito y se tiró entre los raíles. Bueno; el tren iba muy rápido...
La gente contemplaba aquel guiñapo destrozado. Vestía una chaqueta azul, de trabajador; al caer, se le había abierto y enseñaba una camisa limpia, cruzada por un rastro de sangre como una banda. Una de sus piernas, doblada hacia arriba, llevaba una alpargata. En la otra, calzado y pie eran una masa indiscernible: tobillo arriba, la carne se le había arremangado hasta la rodilla y enseñaba un hueso plano, grande y amarillo.
Una manga de la chaqueta faltaba; el brazo, hombro y cuello, convertidos en una sola y profunda herida de bordes rojos y músculos hendidos que transpiraba sangre. La cabeza no existía; allá, junto al otro brazo, extendido sobre la hierba, se distinguía algo confuso... Pero la cabeza no estaba. No podía saberse qué cara tenía el suicida.
Un empleado de la Compañía -chaqueta azul, gorra de visera- buscaba sobre la hierba y entre las traviesas y miraba debajo de los vagones.
-Una pareja de guardias civiles -correajes amarillos, negros tricornios charolados- permanecía junto a él con sus fusiles.
El empleado levantó las manos:
-¡El tren no puede arrancar si no aparece esa cabeza!
-Pero si la tiene ahí, debajo del brazo -dijo un guardia, señalando con la culata.
El empleado denegó con la cabeza, muy pálido, nervioso, y volvió a mirar bajo los vagones.
Quizá pensaba que la cabeza habría quedado enganchada en algún hierro, y que se iba a marchar con el tren, a lo largo de la vía, Dios sabe durante cuánto tiempo, hasta que un día, del todo podrida, cayera, con un sonido hueco, sobre las piedras grises y blancas, y allí quedase, inmensa y tranquila, mientras el tren se empequeñecería...
Luego fue arrancando a grandes puñados el césped verde y alto -pues la primavera venía ya crecida- y los echó sobre el cadáver, ocultando casi su figura y el hórrido hueso amarillo.
Por fin, el tren arrancó, lentamente. Y las miradas de los asomados se fueron lentamente con el tren; se fueron adelante y la gente a un lado de la vía pudo ver a la gente situada al otro lado, y ambos grupos, al pasar el último vagón, miraron con aprensión y curiosidad la vía. Pero sólo vieron en ella unas indescriptibles piltrafas rojas y grises, unos grumos sangrientos de carne viscosa. [...]
Una señora rubia, bien vestida, atravesó los raíles sonriendo, tapándose los ojos con una mano, para no ver al muerto -quizá deslumbrada por el sol- y su pie, calzado con un negro zapato de tacón alto, se distendía táctil, precavido, antes de afianzarse en el suelo. El broche dorado de su severo bolso negro lanzó un destello.
Por la yerma avenida iba acudiendo gente, más gente: un rosario de gente. Todos querían ver al suicida.
Y el suicida estaba sobre el césped, en una inmovilidad absoluta.
Hombres y mujeres, y adorables jovencitas de vestidos tensos, le miraban. Los viejos le miraban. Y el niño Doriac, desde su cochecito, también le miraba, ávidamente, con una suerte de sagrado horror: ¿Por qué?, se preguntaba mirándolo. ¿Es que era necesario... esto? Y después de todo, qué desprecio más grande... qué desprecio nos ha hecho a todos...
Y el muerto allí seguía, sordo y ciego, definitivamente ajeno a todo: a su piedad, su burla o su indiferencia.»
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: