jueves, 13 de julio de 2017

"Pablo y Virginia".- Bernardin de Saint-Pierre (1737-1814)


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«Me gustaba acudir a este lugar en el que se goza a la vez de unas vistas inmensas y de una profunda soledad. Un día que estaba sentado al pie de esas cabañas, considerando sus ruinas, acertó a pasar por los alrededores un hombre ya de cierta edad. Se vestía, según la costumbre de los antiguos habitantes, con una chaquetilla y un calzón largo. Andaba descalzo y se apoyaba en un bastón de madera de ébano. Su pelo era completamente blanco y su fisonomía noble y sencilla. Lo saludé respetuosamente. Me devolvió el saludo y, tras examinarme un momento, se me acercó y vino a descansar en el montículo donde me sentaba. Muy animado por este rasgo de confianza, le dirigí la palabra. "Abuelo, le dije, ¿podría decirme a quién pertenecieron estas dos cabañas?" Me respondió: "Hijo mío, estas casuchas y esta tierra agreste estaban habitadas, hace unos veinte años, por dos familias que habían encontrado en ellas la felicidad. Su historia es conmovedora: pero, en esta isla, fuera de la ruta de las Indias Orientales, ¿qué europeo puede interesarse por la suerte de unos particulares sin importancia? ¿Quién querría incluso vivir aquí feliz, pero pobre e ignorado? Los hombres sólo quieren conocer la historia de los grandes y los reyes, que no le sirve a nadie." "Padre, proseguí, resulta fácil juzgar por su aspecto y sus palabras que ha adquirido una gran experiencia. Si tiene tiempo, cuénteme, se lo ruego, lo que sabe de los antiguos habitantes de este desierto, y crea que, incluso al hombre más depravado por los prejuicios del mundo, le gustaría oír hablar de la felicidad que dan la naturaleza y la virtud."
 Entonces, como alguien que busca recordar diversas circunstancias, tras apoyar un momento sus manos en la frente, esto es lo que el anciano me contó.
 En 1726 un joven de Normandía, el señor de La Tour, después de haber solicitado en vano trabajo en Francia y ayuda a su familia se decidió a venir a esta isla y buscar fortuna. Tenía con él una joven a la que amaba mucho y que lo amaba igualmente. Provenía de una antigua y rica casa de su provincia; pero la había desposado en secreto y sin dote, porque los padres de su mujer se habían opuesto al matrimonio, dado que él no era de noble linaje. La dejó en Puerto Luis y se embarcó para Madagascar con la esperanza de comprar algunos negros y volver con prontitud aquí para establecer una propiedad. Desembarcó en Madagascar en la época del mal tiempo que empieza a mitad de octubre; y poco después de llegar murió a causa de las fiebres pestíferas que allí reinan durante seis meses al año, y que siempre impedirán a las naciones europeas establecer asentamientos fijos.
 Los efectos que había traído consigo se dispersaron tras su muerte, como ocurre normalmente a los que mueren fuera de su patria. Su mujer, que se había quedado en la Isla de Francia, se encontró viuda, embarazada y sin otro bien en el mundo que una negra, en un país donde no tenía ni crédito ni recomendación. No queriendo solicitar nada de ningún hombre tras la muerte del que únicamente había amado, su desgracia le dio valor. Resolvió cultivar con su esclava un pequeño trozo de tierra, a fin de procurarse el sustento.
 En una isla casi desierta, en la que había terreno a voluntad, no escogió las tierras más fértiles ni las más favorables para el comercio; sino que, buscando alguna quebrada, algún refugio oculto en el que poder vivir sola e ignorada, se encaminó desde la ciudad hacia estos riscos para retirarse en ellos como en un nido. Es instinto común a todos los seres sensibles y dolientes refugiarse en los lugares más salvajes y desiertos; como si los riscos fueran murallas contra el infortunio y como si la calma de la naturaleza pudiera apaciguar las desdichadas turbaciones del alma. Pero la Providencia, que viene en nuestro auxilio cuando no queremos más que los bienes necesarios, reservaba uno a la señora de La Tour que no dan ni las riquezas ni los honores; era una amiga.
 En ese lugar, desde hacía un año, vivía una joven llena de vida, buena y sensible, se llamaba Margarita. Había nacido en Bretaña en el seno de una modesta familia de campesinos, que la quería y que la hubiera hecho feliz, si no hubiera tenido la debilidad de dar crédito al amor de un hombre noble de su entorno que había prometido desposarla, pero, éste, una vez satisfecha su pasión, se alejó de ella y rehusó asegurarle el mantenimiento del hijo que esperaba de él. Decidió entonces abandonar para siempre el pueblo en el que había nacido e ir a esconder su falta a las colonias, lejos de su país, donde había perdido la única dote de una muchacha pobre y honesta, la honra. Un viejo negro, que había adquirido con algún dinero prestado, cultivaba con ella un trocito de estos terrenos.
 La señora de La Tour, seguida por su negra, encontró en este lugar a Margarita dando de mamar a su hijo. Le encantó dar con una mujer en situación que juzgó semejante a la suya. Le habló en pocas palabras de su antigua condición y de sus necesidades actuales. Margarita se conmovió por el relato de la señora de La Tour; y queriendo hacerse merecedora de su confianza antes que de su estima, le confesó sin alterar nada la imprudencia de la que había sido culpable.
 "Yo, dijo, he merecido mi suerte; pero usted, señora..., usted..., ¡prudente y desdichada!" Y le ofreció llorando su cabaña y su amistad. La señora de La Tour, emocionada por una acogida tan tierna, le dijo estrechándola entre sus brazos: "¡Ah! Dios quiere acabar mis penalidades, ya que le inspira hacia mí, que le soy extraña, mayor bondad que la que nunca encontré en mis padres."
 Yo conocí a Margarita y, aunque vivo a legua y media de aquí, en los bosques, detrás de la Montaña Larga, me consideraba su vecino.
 En las ciudades de Europa una calle, una simple pared, impiden a los miembros de una misma familia reunirse durante años enteros, pero en las nuevas colonias se considera como vecinos a aquellos de los que se está separado por bosques y montañas. En aquel tiempo, sobre todo, cuando esta isla comerciaba poco con la India, el simple hecho de ser vecinos era un título de amistad y la hospitalidad con los extranjeros una obligación y un placer. Cuando me enteré de que mi vecina tenía una compañera, fui a verla para intentar serles útil a una y a otra. Encontré en la señora de La Tour una persona de rostro interesante, lleno de nobleza y melancolía. Estaba entonces a punto de dar a luz. Les dije a las dos señoras que convenía, en interés de sus hijos, y, sobre todo, para impedir que algún otro habitante se estableciera allí, repartir entre ellas el fondo de esta cuenca que contiene en aquel lugar unas seiscientas áreas. Se dirigieron a mí para ese reparto.»
 

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