IX
«-Pase, pues, lo de la amenidad, lo de la hermosura y hasta la sublimidad y la elocuencia de este escenario que le encanta y maravilla; pero, ¿y los actores que le acompañaban a usted en la égloga perenne de su vivir? ¿Qué me dice usted de ellos..., del hombre..., vamos, de los hombres?
-¿Qué tienen esos hombres que tachar? -preguntóme a su vez el médico.
-Que son rústicos, que están ineducados.
-Como debe ser y como deben estar -me replicó él inmediatamente- para el destino que tienen en el cuadro. Lo absurdo y lo indisculpable fuera de mí, que no pido ni puedo pedir en estas soledades agrestes las óperas del Teatro Real, ni los salones del gran mundo, ni los trenes lujosos de la Castellana, exigir a estos pobres campesinos la elocuencia de nuestros grandes tribunos, las habilidades de nuestros políticos y el saber de nuestros doctores y académicos.
-Santo y bueno -dije yo entonces, creyendo poner una pica en Flandes- para la vida contemplativa, para la de pura delectación estética; pero no se trata de eso, amigo mío, sino de la realidad prosaica de la vida social y, digámoslo así, de todos los días. Estos hombres tienen las miseriucas y las roñas propias y peculiares de su baja condición, y, además, por su ignorancia no pueden enfrentarse con usted.
Aquí fue donde el médico se enardeció casi de veras, como si hasta entonces no hubiera tomado el asunto verdaderamente por lo serio.
Comenzó por decirme que dondequiera que había hombres cultos o incultos, había debilidades, roñas y grandes flaquezas; pero que, roña por roña, flaqueza por flaqueza y debilidad por debilidad, prefería la de los aldeanos, que muy a menudo le hacían reír, a la de los hombres ilustrados, cuyas causas y cuyos fines por su abominable naturaleza y sus alcances, casi siempre le ponían a punto de llorar. En cuanto a no poder entenderse con los vecinos de Tablanca , era otro error mío y de otros muchos hombres cultos, empeñados en tomar ciertas cosas al revés. ¿Por qué ha de ser el hombre de los campos el que se eleve hasta el hombre de la ciudad, y no el hombre de la ciudad el que descienda con su entendimiento, más luminoso, hasta el hombre de los campos para entenderse los dos? Hágase ese trueque y se verá cómo resulta la inteligencia mutua que se da como imposible por los que no saben buscarla. Y no hay temor de que las dos naturalezas se compenetren y de las roñas de la una se contamine la otra; porque la comunicación no ha de ser continua ni para todo, y al hombre culto, por lo mismo que es más inteligente, le sobran medios para no rebasar de los límites de la prudencia y hacer que cada uno de los dos guarde el puesto que le corresponde. Y en este equilibrio, que no deja de ofrecer dificultades, ¡cuánto se aprende a veces del hombre rudo de los montes, por el hombre culto de las ciudades, y cuánto halla éste que ver y que admirar allí donde los ojos avezados a los relumbrones llamativos del mundo civilizado sólo distinguen sombras, monotonía, soledades y tristezas!
Como, al llegar aquí, me pareciera el médico dispuesto a callarse, por su natural modesto y reservado, y a mí me fuera gustando mucho su palabra tan fácil como sobria, preguntéle antes que el hornillo de su entusiasmo comenzara a entibiarse, qué cosas eran aquellas que podían verse y admirarse por el hombre culto en sus relativas intimidades con el aldeano.
Y entonces se enfrascó el simpático mediquillo de Tablanca en otra teoría, que no me vendió por nueva en el fondo.
Según él, los tiempos de hoy eran peores que otros tiempos de los cuales han dicho siempre los respectivos moralistas que fueron los tiempos más malos de todos los habidos hasta ellos: antes al contrario, le parecían los actuales, en lo bueno, hasta mejores que los pasados. En lo malo, y no por la cantidad, sino por la calidad de ellos, estaba el punto litigioso. En su concepto, la maldad de ahora alcanzaba mayor hondura que la de antes en el cuerpo social: le había invadido el corazón y la cabeza; ésta se atrevía ya a todo y con todo, y aquél no se conmovía por nada, gastaba su sensibilidad con el roce de tantos y tan continuos sucesos, porque en ninguna época del mundo han acontecido tantos y tan extraordinarios en tan breve tiempo como ahora. De aquellos atrevimientos y de esta sensibilidad, había de venir, estaba ya llegando, la parálisis absoluta en la vida espiritual de los hombres. La fe en lo divino y el sentimiento de lo reputado siempre por lo más noble en lo humano, iban relegándose al montón de las cosas inútiles, cuando no perjudiciales; apenas se concebían los grandes héroes de otras épocas, cuanto más los sentimientos que los había exaltado desde la masa común de los anónimos, hasta las páginas más esplendentes de la Historia. No era posible ya, ni siquiera de buen gusto, sentir entusiasmo por nada ni de lo de tejas arriba ni lo de tejas abajo. La verdadera agonía del espíritu social. De eso adolecían los tiempos actuales y por ahí venía la muerte del cuerpo colectivo. Le corría la gangrena por los grandes centros de su organismo atiborrado: por la ciudad, por el taller, por la Academia, por la política, por la Bolsa..., por donde más caudal representa el torrente circulatorio de las insaciables ambiciones del hombre culto. Pero, por misericordia de Dios, le quedaban sanas todavía las extremidades, algunas de ellas por lo menos, y sólo con la sangre rica de estos miembros podía, con mucho tiempo y gran paciencia, purificarse y reconstruirse la parte corrompida de los centros.
-Pues estos miembros sanos -añadió el médico con viril entereza- son las aldehuelas montaraces como ésta. Y digo montaraces, porque si vamos a meter el escalpelo en las más despejadas de horizontes y más abiertas al comercio de las ideas y al tufillo de la industria, sabe Dios lo que hallaríamos en sus fibras... ¿Le parece a usted poco -preguntóme en conclusión- este verdadero tesoro, entre otros semejantes bien fáciles de distinguir, para ser admirado por un hombre culto capaz de entusiasmarse con algo todavía? ¿Y no es trabajo bien honroso y muy entretenido el que procuran la conversación y hasta el fomento de esto que yo me he atrevido a llamar tesoro, a riesgo de que usted se ría de él y de mis candorosos idealismos?»
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