I
«El amor conyugal es un pescado lleno de espinas, pensaba Gaspard. No comestible, una ilusión, un espejismo, sí, pero sublime; un resumen de la belleza del mundo, por decirlo de algún modo.
La falta de entusiasmo de Camille le abrumaba. Ah, el matrimonio... Tienes una amante, pero si cuelga unas cortinas en las ventanas la veréis convertida en "ama de casa". ¡Qué estropicio! Gaspard iba macerando en su tristeza sin demostrarlo. ¿A quién confiarse, además? A Alphonse, claro. ¿Pero, qué decirle? ¿Que había creído y seguía creyendo en lo imposible, en la perpetua pasión, en el dedo alianzado? Un sueño, ¿verdad? Incluso a su amigo campesino la empresa podía parecerle, con razón, descabellada.
Afligido, el notario consagró toda su atención a las actividades tradicionales: la construcción del helicóptero de madera con Alphonse, las sucesiones, las ventas de inmuebles y las lavativas que propinaba a su pasante. Lo aprovechó, también, para ayudar a su hija en la empresa de "poner orden" en el cementerio de Sancy.
Natacha se había empeñado en restablecer cierta justicia en aquel lugar. Desde lo alto de sus siete años, encontraba inicuo que algunas sepulturas desbordaran de flores mientras que otras, desheredadas, fueran presas de líquenes y malas hierbas. Así, de vez en cuando, iba al cementerio para repartir equitativamente coronas y ramos entre los pensionistas. La vecindad de los muertos no parecía afectar su moral, muy al contrario, esa promiscuidad la incitaba a tararear canciones infantiles mientras llevaba a cabo su labor o, mejor dicho, su misión.
Pero aquel socialismo post mortem no gustaba a Malbuse, el hombre para todo del ayuntamiento, más o menos encargado de la jardinería del cementerio. Las familias indígenas se habían quejado por aquellas prácticas calificadas de "subversivas" o, incluso, de "comunistas". ¡Siempre la dichosa política...! Lo cierto es que Malbuse se había jurado atrapar a aquel anarquista de cuchillo entre los dientes que se permitía perjudicar a los más honrados difuntos del municipio. Su ardor se debía a que, para complementar su paga, se encargaba de cavar las tumbas en cada entierro. Consecuentemente, cuidaba su imagen ante los feligreses del lugar. Por lo de la propina después de la inhumación. Así fue cómo, cierto día, oculto tras una capilla funeraria, sorprendió con asombro a la minúscula Natacha mientras estaba actuando.
La cogió por la oreja, le pegó una bronca de no te menees y fue a advertir al notario de que, si volvía a sorprenderla en flagrante delito, avisaría a los gendarmes, palabra de Malbuse. Poco hospitalario, el Cabra le trató de zoquete y le aconsejó, calurosamente, ir a que le sodomizaran o, si tenía prejuicios, a que le metieran un pepino gigante por el ojete. Corramos un tupido velo ante el resto de las invectivas. El Cabra se encendía cuando tocaban a sus renacuajos.
Atónito, Malbuse puso pies en polvorosa sin más tardanza, perseguido por el notario que blandía las tenazas de la chimenea. En el portal, se detuvo jadeante y le expidió un postrer envío, un último cargamento de sustantivos zoológicos. Natacha reía aplaudiendo. ¡Cómo le gustaba que su padre estuviera como una cabra!
Naturalmente, siguió haciéndolo; pero esta vez escoltada por el Cabra. Zarparon entre las brumas del alba, provistos de una laya y un rastrillo para limpiar las estelas y las losas más olvidadas. Natacha llevaba incluso un cepillo metálico para devolver su lozanía a los epitafios grabados en el granito o el mármol. Habían decidido que ella se encargaría de todo mientras su padre vigilaba apostado a la entrada del cementerio. De este modo, si el siniestro Malbuse sacaba la nariz, podría darse el piro por la puerta trasera.
Natacha estaba dichosa. Se habían levantado al alba, los dos solos, sin hacer ruido. Camille y el Tulipán seguían empollando su sueño. No les habían puesto al corriente de su expedición. Un secreto de verdad entre ambos, una intimidad más. El Cabra le hirvió la leche, sí, logrando que se saliera, le sirvió dos rebanadas de pan tostado con mantequilla y miel en los bordes; luego, furtivamente, se fueron con los bolsillos llenos de provisiones y cargados con sus herramientas. La verja del cementerio estaba cerrada. Tuvieron que saltar la tapia: una sillita con las manos y ¡hala!. Cayendo sobre sus cortas piernas, Natacha se volvió entonces hacia la concurrencia.
-¡Buenos días a todos! -les gritó alegremente a las losas.
Sorprendido por esa familiaridad, el Cabra se instaló junto al portal y fingió escrutar los alrededores. No había, pues, peligro alguno; pero Natacha conservaría durante mucho tiempo la imagen de un padre cómplice y protector. Le estaba, así, regalando un recuerdo. Cada uno educa a sus hijos como puede.
Gaspard era un profano en el arte de ser papá, como en el de ser marido. Improvisaba con la esperanza de que algún día lograría representar bien esos papeles.
Triste, triste, triste estaba el notario. Ah, si al menos Camille... Casi deseaba que no fuera suya para conquistarla; pero era su mujer, y legítima además. Incluso habían tenido testigos.»
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