8.-La justificación ética del derecho como tarea prioritaria de la filosofía política
4.-La autonomía como fundamento moral del derecho legítimo
«Apelar a la autonomía como criterio de legitimidad supone -como ya hemos apuntado- renunciar al iusnaturalismo basado en principios materiales, al positivismo jurídico, al principio de utilidad, al intuicionismo y al perfeccionismo. Pero también supone distanciarse de cuantos niegan que haya razones morales para obedecer al derecho. En el caso de que las normas jurídicas fueran las que las personas se dan a sí mismas, existen razones morales para obedecerlas, porque la autonomía es el constitutivo de la persona moral. En este hipotético caso lo justo y lo bueno coincidirían, de tal modo que la justicia constituiría un componente de la felicidad.
En este sentido, me permito disentir de la tesis de González Vicén, según la cual hay fundamento ético para desobedecer al derecho, pero no para obedecerlo. Creo, por el contrario, que las mismas razones morales que abonan la desobediencia al derecho abonan también su obediencia. Y es que, a mi juicio, González Vicén otorga a la conciencia individual y al derecho un trato desigual: mientras que para el derecho exige tener en cuenta lo que de hecho ocurre, al modo marxista, para la conciencia individual guarda todo el idealismo de los existencialistas; el derecho es expresión de intereses de clase, pero la conciencia individual, ajena a contaminaciones ideológicas, es el lugar de la verdad; ella es, pues, la única legitimada para obligar incondicionadamente.
Cierto que las leyes existentes no siempre expresan la autonomía de los ciudadanos en su conjunto, sino intereses de clases y grupos. En este sentido es necesario prevenir la confusión de exigir obediencia moral para leyes grupales. Sin embargo, esta misma afirmación indica que poseemos un canon moral para denunciar leyes injustas: si las leyes expresaran realmente los intereses de los afectados por ellas, habiéndose llegado a su formulación tras una deliberación mantenida en pie de igualdad, sería moralmente obligatorio obedecerlas, porque la autonomía es el constitutivo de la moralidad. Esta convicción sirve -y no es poco- como criterio para la crítica y como ideal regulativo; prescindir de ella supone inmunizar el derecho frente a los juicios morales, dar por moralmente indiferentes la implantación de la pena de muerte o la obligatoriedad del servicio militar. A mi juicio, por el contrario, si hay razones para aplaudir ciertas leyes, hay razones morales para criticar otras; el derecho no se exime del juicio moral: mientras no exprese y potencie la autonomía de los ciudadanos no es todavía legítimo.
Hay, pues, razones morales para enjuiciar la vida pública, para la obediencia y para la desobediencia. Y en este sentido creo -con Rawls- que el desobediente civil expresa su acuerdo con el significado moral de la democracia -el respeto y fomento de la autonomía- denunciando que ciertas leyes son un obstáculo para su realización. El desobediente explica sus razones públicamente y emplea medios pacíficos porque quiere sintonizar con ese trasfondo moral que supone en los demás ciudadanos y del que tal vez no son aún conscientes: la afirmación de la autonomía de todos los hombres conlleva una serie de derechos cuya no protección legal merece un juicio moral negativo.
La moralidad -para obedecer o desobedecer- no es, pues, asunto de la conciencia individual como desea la tesis de la complementariedad de la democracia liberal entre la vida pública y la privada. Según ella, la vida pública queda inmune frente a los juicios morales y la moralidad se retira a la conciencia privada. Esta tesis, propia del liberalismo, viene defendida filosóficamente por el neopositivismo y por el existencialismo. Aunque el primero valora la vida pública y el segundo las decisiones privadas, ambos concuerdan en separarlas, relegando la moral a la conciencia. Sin embargo, tal separación es ficticia e interesada: las leyes pueden repudiarse moralmente y, por lo mismo, exigir obediencia moral cuando expresan y fomentan la autonomía.
Por otra parte, González Vicén es sumamente benigno con la conciencia individual. Si las leyes pueden resultar intereses de clase, ¿qué garantiza que la conciencia individual no esté ideologizada o dirigida por intereses egoístas y ambiciosos, que pueden llegar al desequilibrio? ¿Por qué la conciencia está inmunizada frente a la ideología o las deformaciones psicológicas y la vida pública no? Si nos ocupamos del derecho real, consideremos también la conciencia real.
Precisamente por evitar que los mandatos morales presentes en la conciencia fueran el resultado de intereses inconscientes como los descritos, y no por afán uniformador, recurrió Kant al test del imperativo. Si su solución es o no adecuada, no hay espacio para discutirlo; lo bien cierto es que el problema que quiso resolver no ha sido superado por el existencialismo: ¿cómo distinguir un mandato moral de una apariencia de mandato que brota de intereses no morales? ¿cómo saber ante una "revelación" interior si soy un "escogido" o un desequilibrado, que va a llevar a la desgracia a un buen número de gentes con sus alucinaciones únicas?
Las cautelas kantianas, precisamente en una época en que el interés económico empezaba a mover el mundo casi en exclusiva, siguen siendo -a mi juicio- modélicas: antes de seguir tu máxima interior, piensa si la extenderías como ley universal de la naturaleza, piensa si daña a seres que son en sí mismos fines, por ser autolegisladores, piensa si conviviría con otras leyes que fomentan la autonomía de tales seres haciendo posible un reino de los fines. Este es el sentido de ese test kantiano para máximas que es el imperativo y que no anula la necesidad de que cada individuo asuma la decisión en el momento concreto. [...] El derecho obliga moralmente bajo determinadas condiciones, de igual modo que la conciencia sólo obliga moralmente bajo determinadas condiciones.»
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