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«Al principio, cuando Elsita comenzó a ir a la escuela, la tata le tomaba las lecciones; luego, cuando se hizo amiga de Leonor, la del maestro, no hizo falta. La propia maestra se encargaba de ello. Por las tardes leía historias a su hija y a Elsita y se aseguraba de que las dos tomaran la delantera al resto de las niñas. Se dolía de que Leonor tuviera la memoria tan flaca.
-Es aplicada, ya lo sé, es muy obediente... Pero, ¿de qué sirve que quiera hacer las cosas si luego no se acuerda de hacerlas?
Ellos eran gente de posibles. El maestro, antes de serlo, había estudiado en el seminario, pero se arrepintió antes de cantar misa. Durante la guerra sirvió de enfermero en el hospital militar, en Duino, y muchas veces, el médico, el mismo que luego rondaría a la tata, le consultaba casos dudosos; esa deferencia ufanaba mucho al maestro, que tenía sus pequeñas vanidades ocultas.
-La guerra -concluía, mientras se tomaba algo con los amigos-, la guerra tiene muchas cosas malas. Pero tiene también su parte buena. A ver si no dónde hubiera aprendido yo todo lo que sé.
Había terminado en Virto porque le detectaron un pulmón un poco picado, algo que, sin cuidados, podría terminar en tuberculosis. Aire libre, sol, buena comida. Su mujer, que enseñaba francés en un colegio de señoritas, sintió miedo de quedarse sola, y vendieron a toda prisa lo que tenían para escaparse al sol.
El hombre sabía que tenía prohibido fumar, pero se le escapaban unas miradas tan elocuentes ante un cigarro de picadura que los fumadores sanos carraspeaban y terminaban por apagarlo. Por un buen puro hubiera vendido hasta a su hija. Pero se sobreponía; la salud era la salud. A sus pupilos les hablaba de la importancia de la higiene, de lavarse las manos hasta la exageración, de la gimnasia. Era un fanático del alcohol y la desinfección.
-Durante la guerra -decía, ante los niños calladitos y asustados- más de uno salvó una pierna, o un brazo, gracias al alcohol.
También les hablaba de las vacunas, de los microbios malignos o bondadosos que libraban batallas dentro de su cuerpo.
-Las vacunas han terminado con enfermedades que eran el azote de la humanidad. La peste, la lepra, la rabia, la viruela. De haber vivido en otra época, ni la mitad de nosotros estaríamos ahora aquí.
Era tan elocuente, que despertó en Elsita un miedo atroz a la lepra y a la viruela. Cada vez que se acatarraba, lloriqueaba y se quedaba en cama, bien abrigada bajo tres mantas, convencida de que se iba a morir.
Además, el maestro se preciaba de que sus alumnos destacaban siempre en Historia Sagrada. Al contrario que otros en su misma situación, recordaba con agrado los años pasados en el seminario, y sabía contar a los niños las historias de la Biblia como si fueran ocurrencias graciosas. Los judíos del Nuevo Testamento tenían enormes narices y barbas de cabra y andaban siempre tramando maldades y frotándose las manos. Los del Antiguo Testamento, en cambio, poseían actitudes dignas, cientos de hijos, cabras y camellos, y eran otra cosa.
En su casa guardaba muchos libros y le regaló a Elsita una enciclopedia escolar que él ya no utilizaba. Allí se enseñaban matemáticas y geometría, lengua, botánica, geografía, todo lo que un bachiller debía conocer. Incluía láminas de colores y unos dibujos en blanco y negro muy aparentes. La niña de Esteban se enamoró de la Historia Universal. Allí aparecía la malvada Cleopatra, con su serpiente y todo, griegos y romanos vestidos con faldas, como las mujeres, y caballeros medievales que mataban a dragones en cuanto una doncella se encontrara en peligro.
Allí leyó que las grandes princesas de sangre real de los tiempos legendarios recibían como regalo de nacimiento una cadenita de oro que usaban cuando comenzaban a caminar. Al llegar a los nueve o diez años, la cadena no se ensanchaba más. Así las jóvenes se acostumbraban a caminar con elegancia y mesura, y mientras permanecían solteras, no se libraban de la cadenita que, además, era garantía de que preservaban su pureza.
Elsita pasó por alto la mención a la pureza, que no entendió del todo, pero se entusiasmó con la idea de la cadena. [...]
Aquella enciclopedia reconcilió a Elsita con el maestro y le hizo olvidar que él fue el primero que les había hablado de la peste; en las páginas que dedicaba a la Edad Media, describía los horrores de las plagas con tanto detalle que tenía pesadillas con ellas, y su madre, o su hermano el mayor, el futuro médico, debían acudir a consolarla.
-No te preocupes -le decía la madre entre besos-. Ya no hay peste, ni lepra. Era un castigo que Dios enviaba a los herejes, a los malos cristianos. De eso hace ya mucho tiempo.
Y, según Antonia, los castigos de Dios habían terminado.»
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