sábado, 15 de julio de 2017

"Cómo ser marido".- Tim Dowling (1963)


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16.-Paternidad para idiotas
Autoridad

«Antes de tener hijos, me los imaginaba básicamente como una salida para mis impulsos didácticos. No soy por naturaleza un educador o una particular fuente de sabiduría, pero todavía siento una fuerte necesidad de despojarme de información, cuando esa información se me ocurre a mí.
 Eso no significa necesariamente que uno sea bueno en esto. Cuento las historias del mismo modo que las escribiría, remontándome demasiado a los orígenes, incluyendo detalles que no son relevantes, volviendo con frecuencia a episodios pasados de la narración para añadir pequeños retoques, siguiendo desvíos discursivos para poder incluir cosas que conozco y haciendo acotaciones al vuelo para dejar claro a mi audiencia qué partes de lo que he contado carecen de importancia. Y así llego al final. Por desgracia quien escucha, a diferencia de quien lee, no tiene ante sí un producto acabado, sino algo en proceso.
 Cuando un caballero imparte conocimientos a una mujer de este modo, se habla a veces despectivamente de "prepotencia machista". Se considera tanto sexista como condescendiente, pero es el modo habitual de conversar entre hombres: no parar de hablar sobre algo que pretendes conocer a fondo y callarte sólo cuando alguien con un tono más alto te discute. Lo más importante es que uno no debe bajo ningún concepto arriesgarse a hacer una pregunta. Podría ser la última vez que abrieses la boca en toda la velada.
 Utilizar este tipo de discurso con mujeres no siempre es intencionadamente paternalista; en muchos casos es simplemente torpeza, una incapacidad de entender que tu interlocutor no es tu hermano. Los hombres conversan con otros hombres como si estuviesen siempre a punto de cortarles, probablemente porque es así. Cuando era más joven, recuerdo que lo pasaba mal cuando hablaba con mujeres que me dejaban soltar mi rollo sin interrupciones como si se tratase de una conferencia. "¿Por qué no me interrumpe?", pensaba yo. "¡Ya casi me he quedado sin palabras y esta anécdota no se acaba nunca! Oh, Dios, en realidad no me está escuchando, ¿verdad que no?"
 Pero mis hijos carecen de criterio. Escucharán el monocorde borboteo de mis digresivas batallitas, sentencias aforísticas rimadas y erróneas interpretaciones históricas como si se tratase del evangelio. No tendré que adecuar mi didactismo natural a nadie que no sea yo mismo. Las respuestas que dé a sus preguntas serán tomadas como evidencias científicas. Pero no he pensado en qué preguntas iban a hacerme.
 -¿Cuándo vas a morirte? -me pregunta el mayor cuando tiene tres años. Me tomo mi tiempo para responder, fingiendo que es una pregunta que no me había hecho nunca.
 -Oh, será dentro de mucho tiempo -respondo.
 -Ya, pero, ¿CUÁNDO?
 No es mucho mayor cuando un día se echa hacia delante en su sillita del coche y -tras un prolongado y contemplativo silencio- suelta:
 -Mamá no va a poder escaparse nunca de nosotros, ¿verdad?
 -¿Cómo? -digo.
 -Porque la podríamos seguir a donde fuera -me aclara.
 Siempre es delicado responder a una pregunta cuando tienes fundadas sospechas de que tu interlocutor posee información más relevante que tú. ¿Qué sabe el chaval que yo desconozco? ¡Mi mujer tiene planes de marcharse a otra ciudad y aceptar un trabajo en la biblioteca local bajo una identidad falsa? ¿O simplemente se trata de algo que él se ha imaginado, o que ha soñado, o que ha visto en la tele? ¿Qué tipo de respuesta puede abarcar todas estas posibilidades?
 -Mamá puede escaparse -le digo-. Pero no puede esconderse.
 También imaginaba que junto con mi sabiduría, mi actitud transmitiría cierto respeto innato, un temor reverencial natural que podría moderar en lugar de potenciar para no convertirme en una figura paterna distante y autoritaria. Desde el principio he cultivado deliberadamente una presencia amable y no intimidante, más próxima al perro de la familia que al padre, aunque empecé a distanciarme de ese personaje cuando compramos un perro de verdad. Mi idea de mi futuro papel era cercano, cómplice e instructivo. Creía que a medida que se hicieran mayores, el respeto de mis hijos sería un resultado natural de mi inspirador ejemplo. Incluso osaba imaginar a mi joven audiencia siguiendo mis peroratas y riéndose con un entusiasmo un poco excesivo de mis chistes forzados; sería como ejercer de presentador de Loose Ends.
 Lo que no fui capaz de prever fue el día en que, mientras entrevistaba a un recién eliminado concursante de Apprentice, al rebuscar en mi cuaderno una incisiva pregunta que había anotado previamente, me encontré con una hoja en la que alguien había escrito con un rotulador negro en mayúsculas de cinco centímetros "PAPÁ APESTAS".
 [...] Episodios como éstos provocaron que me hiciera algunas preguntas: ¿cuándo he pasado de cuidador a objeto de mofa? ¿Por qué resulta tan divertido burlarse de mi pomposidad? ¿En qué momento me convertí en alguien pomposo? Si fuera caritativo conmigo mismo, probablemente podría argumentar que en parte soy cómplice de los intentos de mis hijos de minar mi credibilidad, que hasta cierto punto incluso los incito, porque los hijos en particular necesitan una oportunidad de distanciarse de la autoridad de su padre, incluso a una edad en que están obligados a acatarla.»
 

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