Uno: todo depende de quién cuente el chiste
«Mi ingenuidad en materia de negocios era tan grande que no sabía que se celebraban reuniones de inversionistas en sótanos de table dance y con uno de los socios amarrado a una silla al más puro estilo secuestro. Mi primo me saludó con un movimiento de las cejas: tenía el resto del cuerpo atado por un mecate. La boca la llevaba repleta de esparadrapo y aún así se esforzó en sonreírme, fracasando. Eran dos, más mi primo. Estaban bien chaparros, como diría mi madre, y lucían panzas embarazadas de cerveza y mucho gel en sendos peinados barrocos, casi churriguerescos, pero con un par de pistolas (una cada uno) que les daban, de súbito, la apariencia feroz que la genética les había negado (desarmados parecían dos gorditos simpáticos, de esos que se ponen a alburear sin parar para disimular sus impulsos homoeróticos). El sótano estaba lleno de cajas, había un foco rojo que colgaba del techo y que resultaba francamente redundante.
¿Te vio bajar alguien?, le pregunta el que nos estaba esperando en el sótano, y que actúa como jefe, al que fue a buscarme al Gandhi de la avenida Chapultepec, donde yo había quedado de ver a mi primo dizque para que me presentara a sus socios, calculando que si iba a perder el tiempo al menos podría aprovechar para comprar unos libros que me hacían falta. Negativo, dice el otro, el que me había encontrado merodeando en la sección de literatura mexicana, más solo que violador en callejón, y me había preguntado, mostrándome una pistola fajada en el pantalón, si yo era el primo de mi primo. ¿Tú eres el primo del pendejo de tu primo?, había dicho, para ser exactos, y cuando yo le dije que no, que no sabía ni quién era mi primo, sacó un celular y vi que veía una foto mía. Bastante pixelada, pero no lo suficiente como para impedir mi reconocimiento. Ah, eres el socio del Proyectos, mucho gusto, dije, disimulando pésimamente mal. (A mi primo, que se llamaba Lorenzo, todo el mundo le decía Proyectos.) Vámonos, me dijo. ¿Adónde?, pregunté. A ver al pendejo de tu primo, dijo. Le pedí permiso para pagar una edición de los aforismos de Francisco Tario que podría servirme en mi tesis de doctorado. Imaginé que si actuaba de forma normal la amenaza de la pistola desaparecería. Me miró sorprendido (no estaba de acuerdo con mi hipótesis) e hizo como que iba a desenfundar la concretísima pistola. No me tardo nada, insistí, es un libro muy raro. Pero rápido, cabrón, me dijo, y se puso detrás de mí en la fila de la caja, haciéndome cosquillas con la pistola en el lugar donde la espalda empieza a perder su nombre, como le gusta decir a mi mamá. La fila era insólitamente larga, porque si comprabas veinte pesos de libros te hacían un descuento en las tortas de a la vuelta.
Nos subimos a una camioneta con los vidrios polarizados y sin placas que estaba estacionada en doble fila, tan impune como el estado general del país, y después de un breve rodeo enfilamos por avenida Vallarta. El tipo manejaba con pulcritud, como imagino que hacen los maleantes en la vida real, o como deberían, para no llamar la atención. Lo miré de reojo y lo único que alcancé a registrar, antes de que me increpara, fue que tenía una roncha de herpes en el labio superior. ¿Qué me ves?, dijo, con acento del norte, de Monterrey o quizá de Saltillo. Extraje el libro de la bolsa amarilla de la compra y me puse a hojearlo de puros nervios y porque no sabía dónde poner las manos y la mirada. Al llegar a la glorieta de la Minerva, nos tocó el semáforo en rojo.
¿Qué, está muy entretenido?, me preguntó al descubrir que yo fingía leer, cuando cualquiera que me conozca sabe que no puedo leer en el coche, porque me mareo. Dije que sí. A ver, dijo. ¿A ver qué?, pregunté. Que leas algo, pendejo, dijo. Apunté la vista al azar en la página 46 y leí: Sin embargo, como están las cosas, el hombre no entra en posesión de la tierra hasta que se ha muerto. El semáforo cambió a verde. ¿Qué más?, dijo. Es todo, dije, es un aforismo. Un pensamiento, añadí, subestimando los conocimientos de retórica de los criminales en general y del que conducía la camioneta en particular. ¿El autor es comunista?, preguntó. Era, dije, ya murió. ¿Pero era o no era?, insistió. Este, no lo sé, respondí, creo que no, era dueño de un cine. ¿Y los dueños de cines no pueden ser comunistas?, preguntó. ¿Y si sólo pasan películas comunistas? Pero el cine estaba en Acapulco, repliqué. ¿Y?, dijo. ¿Y?, repitió, para aclarar que no se trataba de una pregunta retórica y que exigía una respuesta. Se rascó la barriga con la mano derecha y al levantarse la camiseta vi de nuevo la insolente pistola. ¿Hay algo menos comunista que Acapulco?, pregunté. Acapulco está en Guerrero, dijo, es un nido de guerrilleros, alimañas y tepocatas. Pero eran los años cincuenta, la presidencia de Miguel Alemán Valdés, expliqué. ¿Y?, volvió a decir. ¿Hay algo menos comunista que la familia Alemán?, pregunté. Pero todo eso no quita que lo que leíste sea un pensamiento comunista, dijo. En realidad es una broma, dije. Pues no le hallo el chiste, zanjó. ¿Me estoy riendo? Cerré el libro y lo guardé de vuelta en la bolsa de la compra, concluyendo que lo mejor sería dedicar el resto del trayecto a la actividad inocua de mirar el parabrisas del coche fijamente.
Sesenta y ocho palomitas, mariposas y zancudos diversos habían perdido la vida en la parte derecha del parabrisas, como si la camioneta acabara de atravesar un pedazo de la República y como si, encima, su conductor se hubiera empeñado, sistemáticamente en no limpiarlo y en que nadie, ninguno de los miles de pordioseros de los cruces de las calles, estacionamientos o gasolineras, lo limpiara. Por fin llegamos a nuestro destino, un table dance sobre la avenida Vallarta, antes de llegar a Ciudad Granja.
¿Tú eres el primo de este pendejo?, me dice el que actúa como si fuera el jefe, apuntando con la barbilla a mi primo. Debajo de los nudos del mecate alcanzo a ver que mi primo ha engordado (la genética de la familia nos hace difícil engordar), que está bronceado, aunque quizá el color de su piel sea el efecto de la combinación del foco rojo y la presión de la cuerda. Digo que sí y aprovecho para preguntar: Este, perdón, por qué lo tienen amarrado. Porque no se está quieto el muy pendejo, dice el que me acompañó de compras a la librería. No hagas preguntas pendejas, dice el otro, el que parece el jefe, y añade de inmediato: Juan Pablo, ¿no? Asiento. ¿Juan o Pablo?, dice. Las dos cosas, digo, Juan Pablo. Tu primo nos contó que te vas a vivir a Europa, Juan Pablo, dice el que parece el jefe. Si no te vas a vivir a Europa, si tu primo fue tan pendejo como para echarnos mentiras, de una vez nos dices y se los carga la chingada a los dos, en vez de nomás a uno. Mi primo se retuerce en la silla, queriendo zafarse del mecate, consigue soltarse el brazo derecho y el que parece el jefe le pega un cachazo en la cabeza. ¿Por quién chingados amarró a este pendejo?, pregunta. Aunque parece una pregunta retórica (a mí me lo pareció), el otro contesta: Fue el Chucky, jefe, confirmando mi hipótesis: que el que parecía el jefe es el jefe.»
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