Segunda parte
«-Para poder contarles mi historia -nos dijo esa tarde- tendría que perder el pudor de mis desventuras. En el fondo de cada alma hay algún episodio íntimo que constituye su vergüenza. El mío es una mácula de familia: ¡mi hija María Gertrudis dio su brazo a torcer!
Había tal dolor en las palabras de don Clemente, que nosotros aparentábamos no comprender. Franco se cortaba las uñas con la navaja, Helí Mesa escarbaba el suelo con un palillo, yo hacía coronas con el humo del cigarro. Tan sólo el mulato parecía envaído en la punzante narración.
-Sí, amigos míos -continuó el anciano-. El miserable que la engañaba con promesa de matrimonio, la sedujo en mi ausencia. Mi pequeño Luciano abandonó la escuela y fue a buscarme al pueblo vecino, donde yo ejercía un modesto empleo, para contarme que los novios hablaban de noche por el solar y que su madre lo había reñido cuando le dio noticia de ello. Al oír su relato perdí el aplomo, regañélo por calumniador, exalté la virtud de María Gertrudis y le prohibí que siguiera oponiéndose con celos y malquerencias al matrimonio de los jóvenes, que ya habían cambiado argollas. Desesperado, el pequeñuelo empezó a llorar y me declaró que estaba resuelto a perder la tierra antes que la deshonra de la familia lo hiciera sonrojarse ante sus compañeros de escuela primaria.
Montado en una borrica, se lo envié a mi esposa con un peón, que llevaba cartas para ésta y María Gertrudis, llenas de admoniciones y consejos. ¡Ya María Gertrudis no era hija mía!
Calculen ustedes cuál sería mi pena en presencia de mi deshonor. Medio loco olvidé el hogar por perseguir a la fugitiva. Acudí a las autoridades, imploré el apoyo de mis amigos, la protección de los influyentes; todos me hacían tragar las lágrimas obligándome a referir detalles pérfidos y, al final, con gestos de lástima, me recriminaban así: "La responsabilidad es de los padres. Hay que saber educar a los hijos."
Cuando humillado por la nueva tortura volví a casa, me esperaba un nuevo dolor: la pizarra de Lucianito pendía del muro, cerca al pupitre donde la brisa agitaba las páginas de un libro descuadernado; en el cajón, vi los premios y los juguetes: la cachucha que le bordó la hermana, el reloj que le regalé, la medallita de la mamá. Reteñidas en la pizarra, bajo una cruz leí estas palabras: ¡Adiós, adiós!
Más que la parálisis, mató la pena a mi pobre esposa. Sentado a la orilla del lecho la veía empapar en llanto la almohada, procurando infundirle el consuelo que no he conocido jamás. A veces me agarraba del brazo y lanzaba su grito demente: "¡Dame mis hijos! ¡Dame mis hijos!" Por aliviarla acudí al engaño: inventéle que había logrado casar a María Gertrudis y que Lucianito estaba interno en el instituto. Saboreando su pesadumbre la encontró la muerte.
Un día, viendo que nadie, ni parientes ni amigos, me acompañaban, llamé por el cercado a mi vecina para que viniera a cuidar a la enferma, mientras me ausentaba en busca del médico. Cuando regresé, vi que mi esposa tenía en las manos la pizarra de Lucianito y que la remiraba, convencida de que era el retrato del pequeñuelo. ¡Así acabó! Al colocarla en el ataúd sollocé esta frase: "¡Juro por Dios y por su justicia que traeré a Lucianito, vivo o muerto, a que acompañe tu sepultura!" Le besé la frente y puse sobre el pecho de la infeliz la pizarra yerta, para que llevara a la eternidad la cruz que su propio hijo había estampado
-Don Clemente, no resucite esos recuerdos que hacen daño. Procure omitir en su narración todo lo sagrado y lo sentimental. Háblenos de sus éxodos en la selva.
Por un momento estrechó mi mano, murmurando:
-Es cierto. Hay que ser avaros con el dolor.
Pues bien: seguí las huellas de Lucianito hacia el Putumayo. Fue en Sibundoy donde me dijeron que había bajado con unos hombres un muchachito pálido, de calzó corto, que no representaba más de doce años, sin otro equipaje que un pañuelo con ropa. Negóse a decir quién era, ni de dónde venía, pero sus compañeros predicaban con regocijo que iba buscando las caucherías de Larrañaga, ese pastuso sin corazón, socio de Arana y otros peruanos que en la hoya amazónica han esclavizado más de treinta mil indios.
En Mocoa sentí la primera vacilación: los habían pasado, pero nadie pudo decirme qué senda del cuadrivio siguieron. [...] Por fortuna, en Mocoa me ofreció curiara y protección un colombiano de amables prendas, el señor Custodio Morales, que era colono del río Cuimañí. Indicóme el peligro de acometer los rápidos de Araracuara y me dejó en Puerto Pizarro para que siguiera, al través de los grandes bosques, por el rumbo que va al puerto de la Florida, en el Caraparaná, donde los peruanos tenían barracas.
Solo y enfermo emprendí ese viaje. [...] Ya me habían dicho que a mi pequeño no se le conocía en la región; [...] Ningún cauchero oyó jamás su nombre. A veces se alegraba mi reflexión al considerar que Lucianito no había palpado la bruta inmoralidad de esas costumbres, mas ¡cuán poco me duraba el consuelo! Era seguro que se encontraba en remotos cauchales, bajo otros amos, educándose en la crueldad y la villanía, enloquecido de humillación y de miseria. Mi capataz principió a quejarse de mi trabajo. Un día me cruzó la cara de un latigazo y me envió preso al barracón. Toda la noche estuve en el cepo y, en la siguiente, me mandaron para El Encanto. Había logrado lo que pretendía: buscar a Lucianito en otros gomales.
Don Clemente Silva enmudeció. Tocábase la frente con las manos estremecidas, como si aún sintiera en su rostro el culebreo del látigo infame. Y agregó después:
-Amigos, esta pausa abarca dos años. De allí me picurié para La Chorrera.»
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