domingo, 9 de julio de 2017

"El escudo de los tres leones".- Pamela Kaufman (s. XX)


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«Mi determinación de ver a Giselle, la Gorda, no era fácil de llevar a buen puerto, ya que no resultaba tarea fácil alejarse de Enoch.  No asistíamos solamente a las clases magistrales de Derecho, en las que se suponía que debíamos memorizar cuanto oíamos, sino que el escocés nos apuntó a Lógica con maese Roger, que era alumno de un discípulo de Abelardo, un profesor estimulante aunque herético, y Enoch estudiaba también las nuevas matemáticas árabes. Siempre estábamos hablando, escuchando y escribiendo en nuestras tablillas, examinándonos el uno al otro, la mayoría de las veces sobre la diferencia entre el pecado y el delito.
 Algunos delitos no eran pecados, por ejemplo, descantillar los bordes de las monedas, y algunos pecados no eran delito, siendo el ejemplo más obvio la herejía, pero había otros. Me intrigaba especialmente un extraño pecado que concernía a evacuar el vientre en la cama, por increíble que pudiera parecer. "Quien persiguiera la indecencia en sueños de forma intencionada, deberá levantarse y cantar siete salmos, además de pasar ese día a pan y agua; y si no lo hace, deberá entonar treinta salmos. Si la impureza es deseada pero no se consuma, quince salmos; y si peca sin sueños indecorosos, veinticuatro; si la indecencia no es intencionada, quince". Decidí no volver a cantar salmos en la vida tras enterarme de aquello a fin de que nadie se hiciera una idea equivocada.
 Al final, sin embargo, tuve que acudir a toda prisa con Dagobert a una conferencia que se daba en una escalinata. Aproveché para plantear la cuestión y él aceptó presentarme a Giselle, la Gorda, el día que Enoch había prometido pasar en compañía de Malcolm para hablar de asuntos escoceses.
 Por eso, sentí el delicioso escalofrío del pecado y el delito mientras Dagobert y yo caminábamos callejón abajo los dos solos, tras haber burlado a Enoch. Sin embargo, me perpetuaba la inquietante conducta de Dagobert, que tiraba por un camino y luego por otro, empezaba sentencias que no terminaba y miraba a todas partes menos a mí. Era similar a sus ademanes de costumbre, pero de manera más acentuada, y llegué a temer que le diera un ataque.
 -Podemos posponer el encuentro si no te encuentras bien -observé con ansiedad.
 Se comportó con normalidad un segundo después y el rostro adquirió una expresión poco espontánea.
 -Como doctorado en Física, bueno, casi puedo asegurarte que mis humores vitales están en perfectas condiciones. Presumo que te refieres a mis refinados estiramientos, incomprensibles para un paleto escocés. Esos estiramientos son el culmen del protocolo, te lo aseguro, y tenía pensado enseñaros a los dos un poco de gracia para que llamarais menos la atención, pero, ahora bien, si vuestra sensibilidad es tan primaria que de veras pensáis que estoy enfermo...
 Me apresuré a pedirle perdón y le aseguré que tanto Enoch como yo le agradecíamos poder aprender sus temblores, y le pedí que continuáramos nuestro camino. Nos vimos obligados a efectuar un alto al llegar a la calle de St. Jacques, ya que una fila de gente marchaba hacia el Petit Pont en medio de un júbilo desenfrenado entre gritos, cánticos y carreras. Aquella cuadrilla triplicaba el número habitual y todos sus componentes iban tronchándose de risa. Mi acompañante y yo nos miramos perplejos. La única pista que aportaba luz sobre el significado de todo aquello era una pieza que cantaban una y otra vez:
 Redit aetus aurea / Mundus renovatur. / Dives nunc deprimitur / Pauper exultatur.
 Mientras íbamos caminando por la orilla cubierta de hierba en dirección opuesta a la de los estudiantes, traduje la cancioncilla sin obtener por ello una explicación:
 Vuelve la edad de oro, / el mundo cambiará. / ¡El rico se hundirá / y el pobre se elevará!
 Supuse que se trataba de otra nueva  causa de los universitarios, siempre necesitados de dinero.
 Debimos de avanzar unos cinco kilómetros antes de adentrarnos en las despobladas afueras de París y de que Dagobert doblara por St. Jacques para encaminarse cuesta arriba hasta una vetusta calzada romana flanqueada por arboledas y villas. Al final, nos detuvimos delante de una de ellas, situada en un cruce de caminos marcada con piedras pintadas, en una de las cuales rezaba: "Trousse-Puteyne" y en otra "Gratte-con". Los muros de la villa estaban recién pintados de blanco y, al entrar, tuvimos ocasión de comprobar que la casa misma estaba bien restaurada, si bien era cierto que la habían pintado con un color rosa chillón. El patio adoquinado era un hervidero de risas y gritos, cánticos y trinos, todo lo cual confirmaba la popularidad de Giselle, la Gorda. Me eché hacia atrás cuando llegó la hora de entrar, pues sabía cómo las gastaban los bulliciosos estudiantes y no me apetecía enfrentarme a su compañía sin la presencia disuasoria de Enoch.
[...] Aquella muchedumbre de vestiduras chillonas dominó enseguida a la naturaleza. La mayoría eran estudiantes, por descontado, todos gritando a pleno pulmón, y mujeres de facciones marcadas vestidas con ropas de todos los colores del arco iris. Además, había también soldados y, para mi gran sorpresa, sacerdotes, además de mercaderes y mucha otra gente a la que no logré identificar. El olor a sudor, miel caliente, capón asado, cerveza y vino agrio impregnaban el ambiente. Los enormes frescos de las paredes eran tan lascivos que me puse colorada y fijé los ojos en el suelo, sólo para encontrar a mis pies las mismas lenguas lamiendo genitales. La cacofonía y la confusión me detuvieron y estuve a punto de caer dentro de una tina de agua donde se sentaba una dama desnuda en compañía de un clérigo con tonsura, igualmente desnudo.
 Empecé a dar tirones a la túnica de mi guía cuando al fin me percaté de la naturaleza perversa del lugar.
 -Dagobert, por favor, creo que debería volver a la posada...
 Pero no podía oírme, por lo que me empujo hacia delante, hacia la presencia de una corpulenta mujerona vestida de negro que permanecía de pie en el rincón más apartado. Tuvimos que sortear a los clientes y perdí la cuenta de las veces que me pellizcaron el culo, pero debieron de ser al menos veinte. Giselle, la Gorda, estaba discutiendo con un estudiante que había dejado en prenda su capa. Se negaba a devolvérsela tras haber perdido a los dados.» 
 

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