domingo, 3 de diciembre de 2017

Donde empieza el desierto.- Michael Roes (1960)


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Esclavitud
En el mar, 5 de marzo

«Ya no me sorprende que el capitán del dau esperase con tanta paciencia al reverendo Fox: parecen conocerse desde hace mucho, aunque difícilmente podrían ser más distintos. Aquí el alegre, liberal y razonable clérigo; allá el tosco, taimado y brutalmente ingenioso capitán de origen en parte árabe, en parte africano. Lo único que es común a ambos es su descomunal obesidad, que atenúa la brutalidad del uno y la inteligencia del otro en una masa sebosa y grave.
 El capitán pretende vender a su amigo del alma un esclavo de su elección, en condiciones especialmente favorables. Sin titubeos, el clérigo acepta negociar, no sé si en serio o en broma. Así que el patrón del buque saca a latigazos a cubierta su mercancía humana, oculta a nuestras miradas en la estrecha y sofocante bodega de carga con los camellos, y la hace desfilar ante nosotros, sus pasajeros occidentales de cubierta.
 Su larga experiencia ha demostrado, explica a un público en su mayor parte divertido, que los esclavos negros de una provincia muestran mejores dotes para ciertos negocios que los de otra. Por esta razón sus marineros son esclavos de Szuakem. Los de Habbesch son adecuados sobre todo para el comercio, los de Szauahel para los trabajos manuales y agrícolas. El reverendo no tiene más que decirle para qué va a utilizar el esclavo y él elegirá el más excelente.
 El reverendo Fox representa de buen grado su papel en este indigno espectáculo y susurra algo al oído del capitán. Éste sonríe de oreja a oreja y hace salir a un joven negro de entre el montón de esclavos. Ni él ni ninguno de sus compañeros de sufrimientos muestra el menor rastro de amargura o indignación en el rostro. Y cuando el capitán grita al joven: Jalla!, "¡vamos!", éste empieza a silbar Frère Jacque sin más ceremonias, para regocijo de los pasajeros. No solamente sabe silbar en francés, comenta el capitán el divertimento, sino que también ha aprendido a hablarlo, porque ha crecido y ha sido educado en una misión francesa. No obstante, como sus conocimientos y su cultivado espíritu habrían reducido su valor como esclavo de trabajo, él mismo le ha cortado la lengua.
 He oído hablar mucho de la esclavitud y durante nuestro viaje he podido lamentar la suerte de algún esclavo. Pero hasta ahora no podía imaginar de verdad lo que significa la caza del hombre por el hombre; que hombres acarreen a otros hombres como rebaños de ganado; que empaqueten y embarquen a hombres como a bestias -o con menos cuidados que a bestias, porque el valor de un negro en los mercados es inferior al de una ternera-, y los vendan como animales de trabajo y de carga en los mercados de ganado.
 Como su señor no le ordena parar, el joven empieza de nuevo su representación, como un carrillón al que se ha olvidado detener. Entretanto, el capitán nos cuenta el asalto a la misión, que se ocupó ante todo de los huérfanos abandonados en rapiñas anteriores. Los franceses alimentaron a los chiquillos hasta la más rentable de las edades para la esclavitud, de forma que los esclavistas pudieron ahorrarse ulteriores incursiones en el interior del país, donde sin duda hubieran encontrado mayor resistencia de la que estaban en condiciones de oponer las pacíficas gentes de la misión.
 Me encuentro, pues, en un bamboleante mercado de esclavos, y por vez primera deseo la riqueza de un Creso para rescatar a esas pobres y desolladas criaturas de las manos de sus torturadores. O un ejército de guerreros decididos a liberarlas por la fuerza. O, al menos, elocuencia y capacidad de convicción. Pero sólo mi corazón bate indignado, mi boca entretanto se mantiene muda. ¿Qué puede decir que no haga estallar en carcajadas hasta a los torturados?
 El reverendo Fox aplaude la pequeña representación, pero responde que actualmente no tiene en qué emplear a un alegre silbador misionero, porque está en camino hacia negocios más serios. Aún así, agradece a su amigo la generosa oferta. El capitán asiente comprensivo y ordena a sus marineros volver a llevar bajo cubierta a Frère Jacque y sus compañeros, para que la visión de su miseria no eche a perder el caro pasaje a sus viajeros.
 
 En el mar, 6 de marzo.
 Me había propuesto observar y documentar los usos y costumbres extranjeros, sin querer valorarlos y mucho menos juzgarlos. Pero parece haber un grado de tolerancia a partir del cual la paciencia y la comprensión se convierten en crueldad y complicidad. ¿Cuándo se alcanza este grado de conversión? ¿Puede hacer medida de mi acción algo tan incalculable y carente de principios como un sentimiento, aunque sea profundamente humano? Si fuera tan sólo la bárbara costumbre de extraños continentes... pero son europeos los que roban hombres y mujeres de sus pueblos en las costas de África y los arrastran a lejanos continentes para que, privados contra todo derecho y religión de su libertad, sacrifiquen su fuerza vital en las plantaciones de tabaco, caña y algodón de señores europeos.
 Los rasgos de máscara del joven negro me persiguen hasta el sueño, porque todo su indigno proceder despertaba la insoportable impresión de que no sólo se le había cortado la lengua, sino también el alma.
 ¿No bastan dos docenas de hombres jóvenes, aún no demasiado debilitados, para liquidar rápidamente a una tripulación la mitad de numerosa, aunque los primeros estén atados de pies y manos y los últimos armados con cuchillos y afilados bastones? Las cadenas se pueden soltar, y cada gancho del barco, cada hacha de carpintero se puede emplear como arma.
 Digo a la guardia que quiero ver nuestros equipajes. Uno de los marinos me pone una linterna en la mano y me deja descender bajo cubierta. La bodega del dau es tan baja que apenas puedo estar de pie, y los camellos del clérigo inglés solamente pueden estar tumbados. Todas las mañanas, alimenta a los animales con una planta similar a la valeriana que le ha dado el capitán, y que deja cansado y sin fuerzas al atraillado rebaño sin sumirlo en un auténtico sueño.
 También los negros están aún despiertos. Veo sus ojos muy abiertos brillar apáticos a la luz de la linterna. Se les ha atado los pies con grilletes de hierro y encadenado los unos a los otros, y atado la cadena entre los dos mástiles del dau. Como nuestros baúles están apilados junto al mástil delantero, al pasar tengo ocasión de observar la forma exacta en que están atados.
 Cojo dos botellas de oporto de la caja privada de De la Motte, que, sirva para justificar el robo, no están destinadas a mi consumo personal sino a entretener a los dos hombres  que se hielan montando guardia en cubierta. Después, alumbro como por casualidad la horda de prisioneros y busco el rostro de Frère Jacque, que esta noche me ha robado el sueño. Pero la oscuridad del lugar y la negrura de sus rostros me los vuelven casi indistinguibles. ¿Habrían soportado todos con la misma apatía el espantoso juego del capitán? Je revenirai!, les susurro.»
 
 [El extracto pertenece a la edición en español de Planeta DeAgostini, en traducción de Carlos Fortea. ISBN: 84-395-8991-3.] 
 

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