1.-De cuándo sucedió la cosa
"Comenzaba este largo siglo, que ya va de vencida. No se sabe fijamente el año. Sólo consta que era después del 4 y antes del 8.
Reinaba, pues, todavía en España don Carlos IV de Borbón, por la gracia de Dios, según las monedas, y por olvido o gracia especial de Bonaparte, según los boletines franceses. Los demás soberanos europeos descendientes de Luis XIV habían perdido ya la corona (y el jefe de ellos la cabeza) en la deshecha borrasca que corría esta envejecida parte del mundo desde 1789.
No paraba aquí la singularidad de nuestra patria en aquellos tiempos. El Soldado de la Revolución, el hijo de un oscuro abogado corso, el vencedor en Rívoli, en las Pirámides, en Marengo y en otras cien batallas, acababa de ceñirse la corona de Carlo Magno y de transfigurar completamente la Europa, creando y suprimiendo naciones, borrando fronteras, inventando dinastías y haciendo mudar de forma, de nombre, de sitio, de costumbres y hasta de traje a los pueblos por donde pasaba en su corcel de guerra como un terremoto animado, o como el Anticristo, que le llamaban las potencias del Norte... Sin embargo, nuestros padres -Dios los tenga en su santa Gloria-, lejos de odiarlo o de temerle, complacíanse aún en ponderar sus descomunales hazañas, como si se tratase del héroe de un libro de caballerías, o de cosas que sucedían en otro planeta, sin que ni por asomos recelasen que pensara nunca venir por acá a intentar las atrocidades que había hecho en Francia, Italia, Alemania y otros países. Una vez por semana -y dos, a lo sumo- llegaba el correo de Madrid a la mayor parte de las poblaciones importantes de la Península, llevando algún número de la Gaceta -que tampoco era diaria-, y por ella sabían, las personas principales -suponiendo que la Gaceta hablase del particular-, si existía un Estado más o menos allende al Pirineo, si se había reñido otra batalla en que peleasen seis u ocho reyes y emperadores, y si Napoleón se hallaba en Milán, en Bruselas o en Varsovia...; por lo demás, nuestros mayores seguían viviendo a la antigua usanza española, sumamente despacio, apegados a sus rancias costumbres, en paz y en gracia de Dios, con su Inquisición y sus frailes, con su pintoresca desigualdad ante la ley, con sus privilegios, fueros y exenciones personales, con su carencia de toda libertad municipal o política, gobernados simultáneamente por insignes obispos y poderosos corregidores -cuyas respectivas potestades no era muy fácil deslindar, pues unos y otros se metían en lo temporal y en lo eterno -y pagando diezmos, primicias, alcabalas, subsidios, mandas y limosnas forzosas, rentas, rentillas, capitaciones, tercias reales, gabelas, frutos civiles y hasta cincuenta tributos más cuya nomenclatura no viene a cuento ahora.
Y aquí termina todo lo que la presente historia tiene que ver con lo militar y política de aquella época; pues nuestro único objeto, al referir lo que entonces sucedía en el mundo, ha sido venir a parar a que el año de que se trata -supongamos que el de 1805- imperaba todavía en España el antiguo régimen en todas las esferas de la vida pública y particular, como si, en medio de tantas novedades y trastornos, el Pirineo se hubiese convertido en otra muralla de la China.
2.-De cómo vivía entonces la gente
En Andalucía, por ejemplo -pues precisamente aconteció en una ciudad de Andalucía lo que vais a oír-, las personas de suposición continuaban levantándose muy temprano, yendo a la Catedral a misa de prima; aunque no fuese día de precepto; almorzando a las nueve un huevo frito y una jícara de chocolate con picatostes; comiendo, de una a dos de la tarde, puchero y principio, si había caza y, si no, puchero solo; durmiendo la siesta después de comer, paseando luego por el campo; yendo al rosario, entre dos luces, a su respectiva parroquia; tomando otro chocolate a la Oración -éste con bizcochos-; asistiendo los muy encopetados a la tertulia del corregidor, del deán o del título que residía en el pueblo, retirándose a casa a las Animas; cerrando el portón antes del toque de la queda; cenando ensalada y guisado por antonomasia, si no habían entrado boquerones frescos, y acostándose incontinenti con su señora -los que la tenían-, no sin antes hacerse calentar primero la cama durante nueve meses del año...
¡Dichosísimo tiempo aquel en que nuestra tierra seguía en quieta y pacífica posesión de todas las telarañas, de todo el polvo, de toda la polilla, de todos los respetos, de todas las creencias, de todas las tradiciones, de todos los usos y de todos los abusos santificados por los siglos! ¡Dichosísimo tiempo aquel en que había en la sociedad humana variedad de clases, de afectos y de costumbres! ¡Dichosísimo tiempo, digo..., para los poetas especialmente, que encontraban un entremés, un sainete, una comedia, un drama, un auto sacramental o una epopeya detrás de cada esquina, en vez de esa prosaica uniformidad y desabrido realismo que nos legó al cabo la Revolución francesa! ¡Dichosísimo tiempo, sí!... Pero esto es volver a las andadas. Basta ya de generalidades y de circunloquios, y entremos resueltamente en la historia de El sombrero de tres picos".
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