Un bárbaro en China
"El chino no mira la Muerte como algo trágico. Un filósofo chino declara muy simplemente: "Un viejo que no sabe morir es un golfo". Así lo entienden.
Por lo demás, una tercera parte de la China es un cementerio. ¡Pero qué cementerio!
Cuando vi por primera vez el campo chino, me tocó el corazón. Tumbas, montañas enteras de tumbas, o más bien la ladera de ésta, el costado occidental de aquélla, esta hondonada, cubiertas de tumbas, no tumbas duras y estrechas, sino hemiciclos de piedras... que invitan. No hay error, invitan. Y no asustan a nadie. Todo chino viviente tiene su ataúd. Se siente cómodo con la muerte.
Cuando muere un hombre en una provincia lejana, le preparan, mientras no pueden mandarlo a su tierra, un cuarto, donde los miembros de la familia, el hijo, la hija, etcétera, vienen a ratos, a reunirse, a meditar un momento, a comer, a conversar, a jugar al Mahjöng.
***
Lo que más posee el chino, es el arte de esquivarse.
En la calle se pide un informe cualquiera a un chino y en seguida sale disparado. "Es más prudente, piensa. No hay que meterse en asuntos ajenos. Se empieza por informes. Se acaba a golpes".
Pueblo que huye de todo, y cuyos ojitos se escapan a los rincones, cuando se los mira de frente.
Sin embargo, los chinos son excelentes soldados.
Viejo, viejo pueblo de niños que no quiere saber el fondo de nada.
La mentira, propiamente dicha, no existe en la China.
La mentira es una creación de espíritus excesivamente rectos, militarmente rectos, como la impudicia es una invención de personas alejadas de la naturaleza.
Los chinos se adaptan, comercian, calculan, cambian.
Siguen la corriente. El campesino chino cree tener trescientas almas.
Sienten como una dulce caricia todo lo tortuoso de la naturaleza.
Consideran que la "raíz" es más naturaleza que el tronco.
Si encuentran en cualquier parte una gran piedra, agujereada, agrietada, la recogen como a un hijo, o más bien como a su padre y la colocan en el jardín sobre un zócalo.
Si vemos un monumento, una casa, cualquier cosa, a unos veinte metros, no hay que pensar que en pocos segundos la alcanzaremos. Nada es recto, hay que dar vueltas infinitas y uno puede perderse en el camino, y no llegar nunca a lo que tenía a un palmo de la nariz.
Eso para contrariar la marcha de los "demonios", que sólo pueden andar derecho, pero sobre todo porque lo derecho incomoda al chino y le da una impresión penosa de falsedad.
Pueblo con moralidad de anémicos, que se nos antoja a menudo para niños, reglas de civismo y de buena conducta, de conducta ejemplar, donde mandan los ritos. Institución singular, única. El ritual, para el que tiene que ver con otros, no puede ser pasado por alto.
Así no perderá la cara; desde el último cooli hasta el primer mandarín, tratan de no perder su cara, su cara de palo, que a ellos les gusta, y en efecto, no teniendo principios, la cara es la que vale.
Sabiduría de nenes, pero que tiene sobre todas las otras civilizaciones ventajas asombrosas e inesperadas provenientes, sin duda, del sentido de la eficacia que poseen los chinos (son los inventores del jiujitsu).
Ocho siglos antes de Confucio, la graciosidad, la dulzura están indicadas como cualidades esenciales en los "libros históricos".
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