sábado, 8 de agosto de 2015

"Los tres impostores".- Arthur Machen (1863-1947)

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Capítulo III.- Aventura del hermano desaparecido

 "Mr. Charles Phillips, como ya se ha insinuado, era un caballero de marcadas aficiones científicas. En sus años mozos se había dedicado con vivo entusiasmo al agradable estudio de la biología y su primera contribución a las letras fue una monografía sobre la embriología de las holoturias microscópicas. Más tarde, atenuando un poco la severidad de sus ocupaciones, incursionó en los terrenos más frívolos de la paleontología y la etnología; tenía en el salón de estar un mueble con los cajones repletos de toscos instrumentos de pedernal y en la decoración de su apartamento daba la nota dominante un fetiche venido de los Mares del Sur. Phillips, que se lisonjeaba con el título de materialista, era en realidad el más crédulo de los hombres, aunque exigía que las maravillas se presentasen decentemente ataviadas con las vestiduras de la ciencia antes de darles el menor crédito, así como los sueños más extravagantes cobraban a sus ojos forma definida al ser expuestos con nomenclatura estricta e irreprochable. Se reía de las brujas, pero temblaba ante el poder de los hipnotizadores; arqueaba las cejas si le hablaban del cristianismo pero adoraba el protilo y el éter. Por lo demás, se sentía orgulloso de su escepticismo sin límites; manifestaba el mayor desprecio ante todo lo que sonara a fantástico y no hubiera creído una palabra, ni una sílaba, de la historia que le contó Dyson del perseguidor y el perseguido si su amigo no llega a sacarse del bolsillo la moneda de oro como prueba evidente y tangible. Aun así, se inclinaba a sospechar que Dyson le había gastado una broma; conocía su desordenada imaginación y su costumbre de recurrir a lo increíble para explicar lo más ordinario; a fin de cuentas, tendía a pensar que los llamados hechos de la curiosa aventura habían sido gravemente distorsionados en el relato. Una mañana, varios días después de escuchar la historia, hizo una visita a Dyson y expuso ante él unas cuantas consideraciones muy ponderadas sobre la necesidad de una observación exacta y la locura -fue el término que utilizó- de emplear un calidoscopio en vez de un telescopio para mirar las cosas, a todo lo cual atendió el dueño de casa con una sonrisa en extremo sardónica.
 -Mi querido amigo -respondió, al fin, Dyson-, permítame decirle que comprendo muy bien a dónde apuntan sus palabras. Le asombrará enterarse de que a mi juicio es usted un visionario, mientras yo creo ser un observador serio y desapasionado de la vida humana. Ha dado usted la vuelta completa al círculo y se cree en El Dorado de las nuevas filosofías cuando en realidad habita en Clapham, en un suburbio metafórico; su actitud de escéptico acaba por anularse a sí misma y se convierte en una credulidad monstruosa; de hecho, se halla usted en la situación de la lechuza o el murciélago, no sé cuál de los dos, que negaba la existencia del sol de mediodía, y mucho me sorprenderá que un día no venga usted a mí arrepentido de sus errores intelectuales y con la humilde resolución de ver, de ahora en adelante, las cosas a su verdadera luz.
   Este discurso dejó a Mr. Phillips impasible; consideraba a Dyson un caso perdido y volvió a casa con la intención de disfrutar de unos utensilios primitivos de piedra que un amigo le había enviado de la India. Encontró que la patrona, al descubrir sobre la mesa la colección de objetos informes, los había echado todos a la basura para servir la comida. No hubo más remedio que dedicar unas horas a una búsqueda maloliente. Mrs. Brown, al oírlo decir que los pedruscos eran cuchillos valiosísimos, lo llamó en su cara "pobre Mr. Phillips", con lo cual, entre el mal humor y los malos olores, pasó una tarde lamentable. Cuando terminó el rescate habían sonado las cuatro y, agobiado por el hedor de las hojas de repollo, decidió dar un paseo que le abriera el apetito antes de cenar. A diferencia de Dyson, Phillips solía caminar de prisa, los ojos fijos en el suelo, absorto en sus pensamientos y sin reparar en la vida a su alrededor; no hubiese sido capaz de decir por qué calles había pasado y de pronto, al levantar la vista, se encontró en la Plaza Leicester. Le gustaban la hierba y las flores, de modo que acogió de buena gana la idea de descansar unos minutos y, mirando en torno suyo, divisó un banco con un solo ocupante, una señora que se hallaba sentada a un extremo. Phillips fue a sentarse al lado opuesto y empezó a repasar, con ira mal contenida, lo ocurrido esa tarde". 

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