Primera parte: La espera.
I
"-¡Eh, dormilón! -dijo el padre. Hace rato que por tu culpa tengo que estar aquí sentado limando, sin poder usar el martillo; tu madre quería dejar dormir a su querido hijo. Hasta para el desayuno he tenido que esperar. Has sido muy listo eligiendo el estudio; por él tenemos nosotros que trabajar y velar hasta las tantas. Aunque, según me han contado, un verdadero sabio tiene que pasar noches en vela también para leer y estudiar las grandes obras de sus ilustres predecesores.
-Padre -contestó Enrique-, no os enfadéis de que haya dormido hasta tan tarde; ya sabéis que no acostumbro a hacerlo. Tardé mucho en dormirme, y tuve al principio muchas pesadillas, hasta que, por fin, tuve un sueño tan dulce que tardaré en olvidarme de él; creo que ha sido algo más que un sueño.
-Hijo mío -dijo la madre-, a buen seguro que has estado durmiendo boca arriba, o te habrás distraído ayer al rezar las oraciones de la noche. No tienes el aspecto de todos los días.
La madre salió de la habitación. El padre continuaba aplicado a su trabajo, y decía:
-Son falacias eso de los sueños, piensen lo que quieran los sabios sobre ello; y lo que tú debes hacer es dejarte de tonterías y no pensar en estas cosas: son inutilidades que sólo pueden hacerte daño. Se acabaron aquellos tiempos en que Dios se comunicaba a los hombres por medio de los sueños; y hoy no podemos comprender, ni llegaremos a comprenderlo nunca, qué debieron de sentir aquellos hombres escogidos de los que nos habla la Biblia. En aquel tiempo todo debió de ser de otra manera, tanto los sueños como las demás cosas de los hombres. En los tiempos en que ahora vivimos ya no existe contacto directo entre los humanos y el cielo. Las antiguas historias y las Escrituras son ahora las únicas fuentes por las que nos es dado saber lo que necesitamos conocer del mundo sobrenatural; y en lugar de aquellas revelaciones sensibles, ahora el Espíritu Santo nos habla por medio de la inteligencia de hombres sabios y buenos, y por medio de la vida y el destino de hombres piadosos. Los milagros de hoy en día nunca me han edificado mucho; nunca creí en estos grandes hechos de que nos hablan los clérigos. Con todo, que aprovechen a quien crea en ellos; yo me guardaré muy bien de apartar a nadie de sus creencias.
-Pero, padre, ¿por qué sois tan contrario a los sueños? Sean ellos lo que fueren, no hay duda de que sus extrañas transformaciones y su naturaleza frágil y liviana tiene que darnos que pensar. ¿No es cierto que todo sueño, aun el más confuso, es una visión extraordinaria que, incluso sin pensar que nos lo haya podido mandar Dios, podemos verla como un gran desgarrón que se abre en el misterioso velo que, con mil pliegues, cubre nuestro interior? En los libros más sabios se encuentran incontables historias de sueños que han tenido hombres dignos de crédito; acordaos si no del sueño que hace poco nos contó el venerable capellán de la corte y que os pareció tan curioso.
Pero, aun dejando aparte estas historias, imaginar que por primera vez en vuestra vida tuvierais un sueño. ¿No es verdad que os maravillaríais y que no permitiríais que se discutiera lo extraordinario de un acontecimiento que para los demás es una cosa cotidiana? A mí el sueño se me antoja como algo que nos defiende de la monotonía y de la rutina de la vida; una libre expansión de la fantasía encadenada, que se divierte barajando las imágenes de la vida ordinaria e interrumpiendo la continua seriedad del hombre adulto con un divertido juego de niños. Seguro que sin sueños envejeceríamos antes. Por esto, aunque no lo veamos como algo que nos llega directamente del cielo, bien podemos ver al sueño como un don divino, como un amable compañero en nuestra peregrinación hacia la santa sepultura. Estoy seguro de que el sueño que he tenido esta noche no ha sido algo casual, sino que va a contar en mi vida, porque lo siento como una gran rueda que hubiera entrado en mi alma y que la impulsara poderosamente hacia delante.
-Madre, Enrique no puede desmentir la hora que le trajo a este mundo: en sus palabras hierve el ardiente vino de Italia que había traído yo de Roma y que iluminó nuestra noche de bodas. Entonces también yo era otra hombre. Los vientos del Sur me habían despabilado; rebosaba de fuerza y alegría; y tú también eras una muchacha ardiente y deliciosa. La casa de tu padre estaba desconocida; de todas partes habían venido músicos y cantores, y hacía tiempo que no se había celebrado una boda tan alegre en Ausburgo".
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