domingo, 5 de mayo de 2024

Una mujer difícil.- John Irving (1942)


John Irving - Wikipedia
I: Verano 1958

Eddie está aburrido… y también caliente

 «Pobre Eddie O’Hare. Estar en público con su padre le hacía sentirse siempre profundamente humillado, y aquella vez no era una excepción: el largo viaje hasta los muelles del transbordador en New London y la espera, que pareció todavía más larga, en compañía de su padre, hasta que llegó el transbordador de Orient Point. En Exeter, los hábitos de Minty O’Hare eran tan conocidos como los caramelos de menta que chupaba para refrescarse la boca. Eddie había aprendido a aceptar que tanto los alumnos como los profesores huyeran sin disimulo de su padre. La capacidad del señor O’Hare para aburrir al público, a cualquier público, era notoria. Su soporífera manera de enseñar era célebre en las aulas. Los alumnos a los que el señor O’Hare había hecho dormir eran legión.
 El método que tenía Minty para aburrir no era, digámoslo así, florido: consistía en la machaconería. Leía en voz alta los pasajes que consideraba más importantes de la tarea asignada el día anterior, cuando presumiblemente la materia estaba aún fresca en las mentes de los alumnos. Sin embargo, la frescura de sus mentes se iba marchitando a medida que avanzaba la clase, pues Minty siempre localizaba muchos pasajes importantes, que leía con gran sentimiento y entre numerosas pausas realizadas a fin de causar efecto. Las pausas más largas eran necesarias para que pudiera chupar sus caramelos de menta. No había demasiados comentarios tras la incesante repetición de aquellos pasajes excesivamente familiares, en parte porque nadie podía discutir la importancia evidente de cada pasaje. Lo único que uno podía poner en tela de juicio era la necesidad de leerlos en voz alta. Fuera del aula, el método de Minty para enseñar lengua y literatura inglesas era un tema de discusión tan frecuente que, a menudo, a Eddie O’Hare le parecía que realmente hubiera soportado las clases de su padre, aunque nunca lo había hecho.
 Eddie sufría en otro lugar. Se sentía agradecido porque, ya desde pequeño, había comido casi siempre en el comedor de la escuela, primero en una mesa de profesores con otra familia del profesorado y, más adelante, con sus compañeros de clase. Así pues, las vacaciones escolares eran las únicas ocasiones en las que la familia O’Hare comía en casa. Las cenas con asistencia de invitados, que Dot O’Hare organizaba con regularidad (aunque eran pocos los matrimonios a los que daba su renuente aprobación), eran algo muy distinto. A Eddie no le aburrían esas cenas porque sus padres restringían la presencia del muchacho en ellas a una aparición más breve y de cortesía.
 Pero en las cenas familiares, durante las vacaciones, Eddie se veía expuesto a un opresivo fenómeno: el matrimonio perfecto de sus padres, quienes no se aburrían mutuamente por la sencilla razón de que no se escuchaban. Lo que había entre ellos era una tierna cortesía; la mamá permitía que el papá se explayara a placer, y entonces le tocaba el turno a ella, casi siempre para hablar de un tema que no guardaba relación con lo que había dicho su marido. La conversación de los señores O’Hare era una obra maestra de incongruencias. Como Eddie no intervenía, podía distraerse tratando de adivinar si algo de lo que decía su madre o su padre sería recordado por el otro.
 Un ejemplo pertinente era una velada transcurrida en el hogar de Exeter poco antes de que el muchacho partiera hacia Orient Point. El curso escolar había terminado, los ensayos para la ceremonia de entrega de diplomas habían finalizado recientemente y Minty O’Hare filosofaba sobre lo que él llamaba la indolencia que habían mostrado los alumnos durante el último trimestre.
 —Ya sé que están pensando en las vacaciones de verano —dijo Minty tal vez por centésima vez—. Comprendo que la vuelta del tiempo cálido es de por sí una invitación a la pereza, pero no a una holgazanería tan desmesurada como la que he visto esta primavera.
 El padre de Eddie decía lo mismo cada primavera, y esas manifestaciones producían en el muchacho un profundo letargo. Cierta vez se preguntó si el único deporte que le interesaba, correr, no obedecería sino a un intento de huir de la voz paterna, la cual tenía las modulaciones predecibles e incesantes de una sierra circular en un almacén de madera.
 Minty aún no había terminado (el padre de Eddie nunca parecía haber terminado), pero por lo menos se había detenido para respirar o tomar un bocado, cuando la madre empezó a hablar.
 —Como si no bastara con que, durante todo el invierno, hayamos tenido que soportar que la señora Havelock prefiera no llevar sostenes —dijo Dot O’Hare—, ahora que ha vuelto el buen tiempo debemos padecer las consecuencias de su negativa a depilarse los sobacos. ¡Y sigue sin llevar sostenes! ¡Ahora no lleva sostenes y tiene los sobacos peludos!
Una mujer difícil - John Irving | Planeta de Libros La señora Havelock era la joven esposa de un nuevo profesor del centro y, como tal, al menos para Eddie y la mayoría de los chicos de Exeter, era más interesante que las demás señoras de los profesores. Y el hecho de que la señora Havelock no usara sostén constituía, para los chicos, un punto a su favor. Aunque no era una mujer bonita, sino más bien rechoncha y feúcha, la oscilación de sus senos grandes y juveniles hacía que la tuvieran en gran aprecio tanto los estudiantes como no pocos miembros del profesorado que jamás habrían osado confesar su atracción. En aquellos días de 1958 anteriores a la época hippie, que la señora Havelock no llevara sujetador era algo poco frecuente y digno de mención. Los chicos la llamaban entre ellos la «Pechugona», y mostraban hacia el señor Havelock, a quien envidiaban profundamente, un respeto mucho mayor que el que profesaban a cualquier otra persona. A Eddie, que gozaba al ver los pechos oscilantes de la señora Havelock como el que más, le turbaba la cruel desaprobación de su madre.
 Y ahora el vello en las axilas… Eddie tenía que admitir que eso había ocasionado una consternación considerable entre los alumnos menos experimentados. En aquel entonces había muchachos en Exeter que o desconocían, al parecer, que a las mujeres les salía vello en las axilas, o estaban demasiado turbados para pensar en los motivos por los que cualquier mujer no se depilaba las axilas. Sin embargo, para Eddie, los sobacos peludos de la señora Havelock constituían una prueba más de la ilimitada capacidad de la mujer para proporcionar placer. Enfundada en un vestido veraniego sin mangas, la señora Havelock dejaba que sus pechos oscilaran al caminar y, además, mostraba el vello de las axilas. Desde que empezó el buen tiempo, no pocos de los chicos, además de llamarla “Pechugona”, la llamaban también “Peluda”. Con uno u otro nombre, a Eddie le bastaba pensar en ella para tener una erección.
 —Cuando menos te lo esperes, verás como deja de depilarse las piernas —añadió la madre de Eddie.
 Esa idea, ciertamente, hacía titubear a Eddie, aunque decidió reservar su juicio hasta comprobar por sí mismo si ese aditamento capilar en las piernas de la señora Havelock podía complacerle.
 Puesto que el señor Havelock era colega de Minty en el departamento de lengua y literatura inglesas, Dot O’Hare opinaba que su marido debería hablarle sobre la molesta impropiedad del estilo “bohemio” de su mujer en una escuela sólo para chicos. Pero Minty, aunque podía ser un latoso de campeonato, tenía el suficiente comedimiento para no inmiscuirse en la manera de vestir o en la depilación (o su carencia) de la esposa de otro hombre.
 —La señora Havelock es europea, mi querida Dorothy —se limitó a decir Minty.
 —¡No sé qué quieres decir con eso! —respondió la madre de Eddie, pero su padre ya había vuelto, con tanta naturalidad como si no le hubieran interrumpido, al tema de la indolencia estudiantil en primavera.
 Eddie opinaba, aunque jamás lo hubiera expresado, que sólo los pechos oscilantes y los sobacos peludos de la señora Havelock podrían aliviarle alguna vez de la indolencia que sentía, y que no era la primavera lo que le volvía indolente, sino las conversaciones interminables e inconexas de sus padres, que dejaban una auténtica estela de pereza, un rastro de sopor.
 A veces, los compañeros de clase de Eddie le preguntaban:
—Oye, ¿cuál es el verdadero nombre de tu padre?
 Sólo conocían al señor O’Hare por el apodo de Minty o, cuando hablaban con él, como el señor O’Hare.
 —Joe —respondía Eddie—. Joseph E. O’Hare.
 La E era la inicial de Edward, el único nombre por el que su padre le llamaba.
 —No te puse Edward porque quisiera llamarte Eddie —le decía a cada tanto su progenitor.
 Pero todos los demás, su madre incluida, le llamaban Eddie. Y Eddie confiaba en que algún día le llamarían sencillamente Ed.»

  [El texto pertenece a la edición en español de Tusquets Editores, 2008, en traducción de Jordi Fibla, pp. 38-42. ISBN: 978-84-8383-514-2.]

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