lunes, 3 de agosto de 2015

"El amante".- Marguerite Duras (1914-1996)

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 "Nunca buenos días, buenas tardes, buen año. Nunca gracias. Nunca una palabra. Nunca la necesidad de pronunciar una palabra. Todo permanece, mudo, lejano. Es una familia pétrea, petrificada en una espesura sin acceso alguno. Cada día intentamos matarnos, matar. No sólo no se habla sino que tampoco se mira. Desde el momento en que se nos ve, no se puede mirar. Mirar es tener un impulso de curiosidad hacia, sobre, es perder. Nadie que sea mirado merece ser objeto de una mirada. Siempre es deshonroso. La palabra conversación está proscrita. Creo que es esa la que mejor expresa aquí la vergüenza y el orgullo. Toda comunidad, sea familiar o de otra índole, nos resulta odiosa, degradante. Estamos unidos en una vergüenza de principio por tener que vivir la vida. Ahí es donde estamos en lo más profundo de nuestra historia común, la de ser los tres hijos de esta persona de buena fe, nuestra madre, a la que la sociedad ha asesinado. Pertenecemos a esa sociedad que ha reducido a mi madre a la desesperación. A causa de lo que se le ha hecho a mi madre, tan amable, tan confiada, odiamos la vida, nos odiamos.
 Nuestra madre no previó aquello en lo que nos hemos convertido a partir del espectáculo de su desesperación, me refiero sobre todo a los chicos, a los hijos. Pero, si lo hubiera previsto, ¿cómo hubiera podido silenciar lo que se había convertido en su propia historia? ¿Hubiera hecho mentir su rostro, su mirada, su voz, su amor? Habría podido morir. Suprimirse. Dispersar la comunidad invisible. Hacer que el mayor fuera separado de los más jóvenes. No lo hizo. Fue imprudente, fue inconsecuente, irresponsable. Era todo eso. Vivió. Los tres la quisimos más allá del amor. A causa del mismo hecho de no haber podido, de que no pudo callar, esconder, mentir, por diferentes que los tres hayamos sido, la hemos querido igual.
 [...]
 Somos aún muy pequeños. Regularmente estallan batallas entre mis hermanos, sin pretexto aparente, salvo el clásico del hermano mayor, que dice al pequeño: fuera de aquí, molestas. Dicho esto, pega. Se golpean sin una palabra, se oyen sólo sus respiraciones, sus quejidos, el sordo ruido de los golpes. Mi madre como en toda ocasión acompaña la escena con una ópera de gritos.
 Están dotados de idéntica facultad para la cólera, para esas cóleras ciegas, asesinas, que no se han viso en nadie salvo en los hermanos, las hermanas, las madres. El hermano mayor sufre por no ejercer libremente el mal, por no regentar el mal, no sólo aquí sino en todas partes. El hermano menor por asistir impotente a este horror, a esta predisposición del hermano mayor.
 Cuando se pegaban teníamos igual miedo por la muerte de uno que por la del otro; la madre decía que siempre se estaban pegados, que nunca habían jugado juntos, que nunca habían hablado juntos. Que lo único que tenían en común era ella, su madre, y, sobre todo, esta hermanita, sólo la sangre.
 Creo que sólo de su hijo mayor mi madre decía: mi hijo. A veces lo llamaba de este modo. De los otros dos, decía: los pequeños.
 De todo eso nada contábamos a los de fuera de casa, ante todo habíamos aprendido a callar lo esencial de nuestra vida, la miseria. Y después, también todo lo demás. Los primeros confidentes, la palabra parece excesiva, son nuestros amantes, nuestros conocidos fuera del puesto, en las calles de Saigón al principio y, luego, en los paquebotes de línea, los trenes, y luego en todas partes".

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