V.-La inmoralidad pública
«La
pobreza de nuestro suelo es insuficiente para explicarnos el malestar de la
agricultura y el atraso de la industria y del comercio. Otras causas muy
poderosas influyen, sin duda, en la deplorable situación de la patria,
entorpecen su movimiento progresivo y contribuyen a la miseria general que por
todas partes se nota. Entre esas causas, ninguna perjudica más al adelanto y a
la prosperidad de España que la inmoralidad pública, por la cual entendemos la
mala o desacertada conducta, observada por una parte considerable de los
habitantes de una nación, en contra del bien general.
Esta inmoralidad pública puede ser producida
por dos corrientes distintas: la que se desborda de sus cauces naturales por
donde siguen su curso las malas acciones en el orden privado; y la que invade
los terrenos acotados al dominio público, o sea la que arrastra los intereses
pertenecientes al bien común. Un Estado no puede resistir mucho tiempo la acción
de esas corrientes, sin caminar muy aprisa a su decadencia o a su disolución; y
se comprende que en una época limitada haya un país dominado por una de esas
dos corrientes invasoras, pero faltando la otra, o siendo muy débil. Desde
larga fecha España se halla casi enteramente inundada por las dos, de donde
resulta mayor número de males que en otros pueblos más o menos civilizados, o
dicho de otro modo, de donde resulta la imposibilidad de que España adelante,
como es debido, en el camino de la perfección.
Concederemos a los optimistas que en todas las
partes del mundo hay bandidos, estafadores, asesinos y parásitos; también concederemos
que en todos los tiempos hubo una masa considerable de delincuentes y viciosos
y que los caracteres de la inmoralidad pública se modifican y varían de siglo
en siglo, según el medio ambiente que se respira, es decir, según los cambios
en las leyes y costumbres que rigen una nación. Mas para apreciar los grados de
inmoralidad pública que en la actualidad hay entre nosotros sería preciso
responder con exactitud a las preguntas siguientes:
¿Son los caracteres de la inmoralidad pública
española de peor índole que los de otros países civilizados?
¿Es hoy mayor la inmoralidad que en tiempos
anteriores?
¿Son de tal naturaleza esos caracteres que
hacen, por ahora, inevitable el incremento de la inmoralidad?
¿Sería posible sin grandes revoluciones políticas
y sociales contener los malos efectos de la inmoralidad pública?
¿Cuáles son, en resumen, las causas
principales de esta inmoralidad y qué medios habría de corregirla?
Las personas timoratas a la antigua española,
aquellas buenas almas cuyo fervor religioso es muy grande, nos responderán sin
vacilar que el mundo camina rápidamente por los abismos del más grosero
materialismo, y que la inmoralidad pública tiene que ir en progresivo
desarrollo, hasta reducirse a su mínima expresión el número de los elegidos. Muchos
amantes del progreso dirán, por el contrario, que al purgarse de toscos errores
y rancias preocupaciones, el espíritu humano se purifica y cada día se hace más
digno de las altas misiones que sobre la tierra le encomendara el Creador, no
debiendo admitirse que actualmente sea mayor la inmoralidad pública que en
otros tiempos. Eclécticos habrá también que, reconociendo en nuestra época un
visible aumento en la criminalidad y en la malicia, sostendrán que la humanidad
sigue su camino de perfección por líneas onduladas que marcan puntos más altos
y más bajos en sus caracteres morales, dirigiéndose a través de los siglos a la
cumbre de dicha perfección, y siendo ley general que a los períodos de
decadencia a de barbarie sucedan otros de glorioso renacimiento.
Es, de todos modos, axiomático que las
naciones naturalmente pobres, o que se hallan muy abatidas por largos años de
decadencia, están más obligadas a la virtud que las ricas y florecientes, deben
ser de intachable moralidad y conquistar la estimación de los otros pueblos a
fuerza de honradez y de cordura. Y decimos esto por lo frecuente que es en
España disculpar los grandes hechos criminales y las repetidas defraudaciones
al Erario público, acusando a otros pueblos de incurrir en iguales faltas. Pero
con tan variados procedimientos, preguntamos nosotros, ¿en qué parte del mundo habrá
perversión más grande de sentido moral?
Necesario es que nos ciegue un amor propio muy
mal entendido para no ver que España, en este nuestro siglo, es uno de los
países donde mayor inmoralidad pública se observa. No diremos, de buenas a
primeras, que los españoles, en inmensa mayoría, son inmorales; pero así como
una epidemia que arrebatase la vida al 10 o al 20 por 100 de los habitantes
de una comarca sería considerada como una espantosa catástrofe, bastaría probar
que el 10 o que el 20 por 100 de los españoles son unos bribones, para justificar la famosa frase de
que España es un presidio suelto. ¿Qué español no lo ha dicho alguna vez en su vida? ¿Qué español ignora el
axioma de que la ociosidad es madre de todos los vicios? ¿Qué español ignora que
ha nacido en un país donde mayor indolencia, mayor apatía, mayor ociosidad
imperan entre todos los pueblos civilizados?
La mala hierba de la inmoralidad pública
creció por todos los ámbitos del país, porque encontró muy bien preparado para
ella el terreno hueco de nuestra fantasía y de nuestra desidia, abonado
copiosamente con la basura de la mezquina y bastarda política intervenida por
los caciques y regado de continuo con las lluvias desprendidas de las nubes del
desbarajuste administrativo. Condiciones favorables al desarrollo de la funesta
semilla, que no se ven en tan alto grado manifiestas en otro país del mundo.
Pues la indolencia general es la primera causa
de la inmoralidad pública, una vez perdida la vergüenza, con el mal ejemplo de
otros tales que medran por ruines mañas, se hace más descansado, breve y
lucrativo recurrir a la intriga y al fraude, como método de vida, que
desempeñar honrada y tranquilamente un modesto papel en la lista de las
personas trabajadoras. Cuando antes de nuestros días eran mucho menores las
necesidades ordinarias de la vida y menos extendido el lujo, con poca cosa se
mantenía satisfecha a una familia. Mas ahora la ruindad ha cundido como el
aceite, y a millones de españoles, que en tiempo de nuestros abuelos no
rebasaban los límites de su modesto y sencillo régimen, han sucedido otros
tantos que, con recursos poco superiores a los de un obrero, pretenden hacer
ostentaciones de príncipes y
de grandes personajes en las villas y ciudades.
La estúpida fatuidad a que nos hemos
acostumbrado de juzgar al prójimo por su porte exterior, el loco empeño tan general
de competir en lujo y en boato con la aristocracia o con les acaudalados
burgueses, tanto más aparatosos y fanfarrones cuanto de más villano origen
proceden, por la mayor necesidad de honra y de respetabilidad que les acomete, obligaron
a muchas familias a vivir al día o con el deplorable sistema de trampa
adelante, siguiendo el mal ejemplo hasta las clases más humildes, y desde las
ciudades más populosas hasta las más apartadas aldeas.
Las conciencias se ensancharon grandemente en
igual proporción que el despilfarro y las defraudaciones, las cuales, tratándose
del Erario público, revisten cuantas formas pudieron idearse en los tiempos
antiguos y modernos. ¿Qué nación hay en el mundo, ni jamás la hubo, donde con
tanto descaro y tan a mansalva se saqueen los fondos del Estado y se derroche
la fortuna pública? ¿Dónde ni cuándo se ha visto una perversión tan inicua del
sentido moral? Nuestros antepasados decían que quien hace bien al común, no lo hace a ningún; pero nosotros, al paso que
vamos, tendremos que admitir como buena la doctrina de que robar al Estado no es robar. Hasta punto tal va llegando
el desenfreno en nuestros días. No parece sino que ya estamos en los de la
disolución social, en vísperas del diluvio, o que los bárbaros se hallan otra
vez a las puertas de Roma.
Diariamente se dan noticias de desaparición de
caudales, filtraciones, irregularidades, chanchullos, infundios y otras mil
suertes de latrocinios, ora se cometan sin más artificio que la violencia ni
mayor ingenio que un abuso de confianza, ora se efectúen guardando formas
legales, sorprendiendo la buena fe de los gobernantes honrados, o desplegando
una finura y un talento dignos de mejores hazañas. En las contratas, en los
suministros, en los arriendos, en las compras y ventas de propiedades, en la
provisión de destinos y concesión de ascensos, en los expedientes de mil
clases, aquí donde tanto papel se emborrona y tantos cartapacios se barajan y
traspapelan, en los tributos, en todo cuanto represente algún valor, allá donde
haya subastas o percepción de impuestos y reclamaciones justas o injustas, a bandadas
acuden aves de rapiña, disfrazadas unas veces de formales empleados, o de
respetables personajes, o de probos industriales y comerciantes, o notándose,
por el contrario, a tiro de ballesta, que son cuadrillas de bandidos los que se
ciernen sobre el negocio. Y bien hayan los intereses
generales cuando sólo son gravados por las primas de los barateros de oficio.
Que ya hoy los negocios suelen prepararse de manera
que desde el principio al final se falsean los compromisos adquiridos, y a expensas
del Estado, o por mejor decir, de los pobres contribuyentes, se lucran más de
cuatro, y más de cuatro mil, y tal vez más de cuatrocientos mil bribones, hasta
que resolvamos entre todos el curioso problema, si no está resuelto, de que la
mitad de los españoles que goza, figura y campa por sus respetos, viva a
expensas de la otra mitad que sufre, paga y trabaja. Y mientras tanto, aún
habrá buen número de soñadores y Quijotes que esperan la hora de que la patria
sea considerada o admitida entre las grandes potencias. ¡No en nuestro siglo!
Que otras grandezas hacen falta para alcanzar el correspondiente poderío.
Uno de los rasgos más notables de la
inmoralidad pública española es la impunidad. En el arte diabólico de explotar al
Erario no hay quien nos iguale. Se cometerán diariamente todas las clases de
engaños, pero nunca se sabrá quiénes son los delincuentes, como si se
escamoteara el caudal de la Nación por maleficio de brujerías y encantamiento. Desde
los jefes más respetables y dignos de los partidos políticos, hasta el obrero
más infeliz y pobremente retribuido en su honradísimo trabajo, todos tenemos
noticias de miles y miles de fraudes, malversación de caudales y estafas, pero
bien se guardará nadie de hacer una acusación concreta, ni de citar un nombre
propio. La administración (?) de justicia no tiene que ver con esos asuntos,
pues por muchos robos que se cometan en España, no han de ir a la cárcel ni a
presidio más que los ladrones vulgares, esto es, los ladrones que carecen de
educación, o sea los que no saben guardar las buenas formas, ante las cuales,
por efecto de nuestra fantasía, no hay español que no se sacrifique o se ofusque.
El tanto
de culpa que
se encarga frecuentemente averiguar a los tribunales, casi siempre con dura
frase, encerrada en órdenes severas y terminantes, es una de tantas bromas
insulsas de la fantasía nacional, que raras veces conduce con sana lógica al
fondo de la cuestión. Los pobrecitos jueces y magistrados se pierden en un
laberinto de historias sin alcanzar un rayo de luz; y si por casualidad
sospechan algo, y aun algos, no encuentran sólidas bases para acertada
sentencia, o los culpables que aparecen no parecen; y si lo parecen, no
resultan los verdaderos o principales culpables.
Desdichada condición de todo país decadente o
imposibilitado en mucho tiempo de regenerarse es la falta de virilidad, o sea
la cobardía, que lleva aparejada consigo la maledicencia, gracias a la cual, ya
que falte valor para formular acusaciones concretas y para expulsar del trato
común de las personas honradas a los bribones, no queda uno de éstos que no sea
señalado con el dedo. Por este lado todos estamos tranquilos. Los defraudadores
y trapisondistas, con su ancha conciencia, calificando de tontos a los hombres
honrados; los hombres honrados, sumidos en nuestra modestia y nuestra insignificancia,
calificando de listos a los enriquecidos advenedizos que nos salpican de lodo
con sus lujosos trenes.»
[El texto pertenece a la edición en español de Tipografía de Manuel Ginés Hernández, 1890. Extraído de la Edición Digital de la Biblioteca Digital Hispánica.]