Capítulo I: Representaciones
El teatro de la crueldad
«La
visualización del sufrimiento físico, sin ser exclusiva del Mundo Moderno, sí
alcanzó entonces una centralidad tan sólo comparable a la proliferación de
imágenes de dolor extremo características de la segunda mitad del siglo XX o de
los primeros años del siglo XXI. Antes, como ahora, la teatralidad de la
representación atenúa o ensalza la violencia. Su significado viene dado por el
formato en el que se presenta y por el modo en el que se distribuye; pues sólo
a través de la mediación tecnológica el dolor se transforma en historia, en un
relato construido con fragmentos de emociones tan diversas como la devoción, la
conmiseración, la piedad, el miedo, la indignación, el espanto, el terror o la
lubricidad. En esto no hemos cambiado nada. Por una parte, la historia del
dolor, tanto más aún su visualización y representación gráfica, no atañe a los
hechos ya pasados, sino a las experiencias meramente imaginadas. Por la otra,
el dolor de la historia, esa forma constitutiva de la experiencia, se sirve de
la representación visual para transformar la emoción en relato.
A efectos
meramente explicativos, cabría distinguir cinco grandes grupos de
representaciones en las que el padecimiento físico adquirió preeminencia visual
en el Mundo Moderno: el contexto teológico, la actividad bélica, el ámbito
punitivo, la representación anatómica, así como la práctica de la medicina.
Estos grandes nichos pueden, a su vez, subdividirse. El contexto teológico
incluiría la representación de los sufrimientos del Infierno o del Purgatorio,
la hagiografía, el ascetismo y el martirio de santos, así como las escenas de
la Pasión. De la misma manera, la actividad bélica comprendería las luchas
entre Estados, las movilizaciones sociales, las guerras de religión, las
revueltas populares así como los conflictos derivados de campañas de conquista
y colonización. Por su parte, el ámbito jurídico incluiría el uso del dolor en
ejecuciones públicas tanto como en procesos o interrogatorios judiciales. En
todos los casos, la representación del sufrimiento se inscribe en un contexto
imaginario compuesto de elementos visuales y narrativos; forma parte de una
abstracción que remite al mismo tiempo a lo cotidiano y a lo extraordinario, a
lo privado y a lo público, a lo lejano y a lo próximo, a lo de uno y a lo de
otros, a lo histórico y a lo fabulado. La representación se mantiene fiel a dos
principios rectores. En primer lugar, el dolor se da a conocer de manera
reiterativa, monótona, interminable. En segundo lugar, el sufrimiento se
expresa bajo la modalidad del máximo dolor posible.
Antes como
ahora, la violencia se sirve de medios tecnológicos. La cultura visual del
dolor a finales del siglo XX no podría haber existido sin la proliferación de
formas estandarizadas y mecánicas de reproducción de imágenes. A finales de la
Edad Media, la invención de la imprenta, y la consiguiente eclosión
iconográfica, constituyó un elemento central en las luchas religiosas, en las
revueltas políticas o, como veremos más adelante, en los textos anatómicos. Los
mejores grabadores del Mundo Moderno, como Pieter Brueghel, Jacques Callot,
Lucas Cranach o el propio Durero, participaron en esta implementación
tecnológica del espectáculo de la violencia. La experiencia privada parecía
indisociablemente ligada a sus formas de distribución pública. O más bien al
contrario, las formas de distribución social de las imágenes permitían y
configuraban la formación de la experiencia. Después del Concilio de Trento,
los usos de las figuras quedaron establecidos y particularmente regulados, hasta
el extremo de que los ataques protestantes contra la veneración de los santos,
de sus representaciones o de sus reliquias, propició también su florecimiento.
En esta relación entre el dolor y la memoria, coincidieron iconografías en
principio tan alejadas entre sí como los objetos y las imágenes de culto, los
grabados de las guerras de religión y las representaciones anatómicas. Los tres
se erigieron sobre una desproporción punitiva que hacía posible servirse del
dolor como instrumento al mismo tiempo emocional y cognitivo. El cuerpo, ya
fuera el del criminal, el del mártir o el del individuo anatomizado, estuvo
llamado a convertirse en ejemplo. Sus usos fueron muy distintos, como
diferentes fueron sus formas de consumo, pero los tres grupos mantuvieron
importantes similitudes. Ni el ideal moral, ni el ejemplo punitivo, ni el
modelo anatómico representaban lo cotidiano, sino lo sobrenatural o lo
intangible. Los tres casos privilegiaban la violencia como forma de acceso a un
espacio al mismo tiempo cercano e inaccesible. Por último, la invisibilidad de
estos modelos ideales se presentaba bajo la rúbrica de una certeza plena y
colectiva. Alrededor de la representación del dolor se daban cita lo emocional
y lo epistémico. En los tres casos, la verdad se manifestaba a través de la
destrucción de la carne.
Pese a sus
diferencias de uso, esta forma pautada de representación del daño ha quedado
inscrita en nuestro imaginario colectivo. Liberada de sus constricciones
nemotécnicas, de sus valores imitativos, de su carácter fundacional o de sus
usos religiosos, la representación del dolor todavía se expresa hoy según las
reglas del ritual de paso. Ahora, como antes, los cuerpos habitan espacios
indeterminados y geografías distópicas. Algunas de las imágenes más emblemáticas
de la cultura visual de finales del siglo XX comparten esta característica.
Puede ser la reciente imagen de un joven haitiano paseando desnudo, de
espaldas, por las ruinas de Puerto Príncipe, o los autorretratos del artista
David Nebreda. La violencia se expresa bajo la forma ritualizada de la
indeterminación geográfica y la universalidad temporal. Nuestros iconos remiten
a modelos asentados en la construcción retórica del ejemplo o del modelo. Su
diferente valor cultural no elimina la similitud icónica. Por el contrario,
hemos aprendido a representar nuestro dolor en un marco heredado, ocupado por
valores y prácticas que ya no reconocemos como propias. Hemos cambiado las
sábanas, pero dormimos en camas ajenas nuestros sueños de violencia.»
[El texto pertenece a la edición en español de Santillana Ediciones Generales, 2011. ISBN: 978-84-306-0815-7.]
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