lunes, 24 de febrero de 2020

Cuentos del Don.- Mijail Shólojov (1905-1984)

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El presidente de la república

«Nuestra república no es tan enorme: tendrá unas cien casas y radica a unas cuarenta verstas de la stanitsa, según se va por la cañada Pantanosa.
 Se convirtió en república así: por la primavera regresé a casa del ejército del camarada Budionny y los ciudadanos me eligieron presidente del caserío en vista de que tenía dos órdenes de la Bandera Roja por mi valor intrépido contra Wrangel, las cuales me entregó personalmente el camarada Budionny y me estrechó la mano con mucha distinción.
 Entré en el cargo y vivimos en el caserío en estado de paz al igual que toda la nación; pero al poco apareció una banda que se malvezó a arrasar nuestro caserío. Llegan, cogen los caballos y, en cambio, dejan matalones o se llevan el último forraje.
 La gente de los alrededores del caserío es de mala entraña: siente preferencia por la banda y la reciben con honores. Cuando vi ese trato de los caseríos vecinos a la banda, convoqué en mi caserío y dije a la ciudadanía:
 -¿Quién me puso presidente?
 -Nosotros.
 -Pues yo, en nombre de todos los proletarios del caserío, les pido mantener su autonomía y cesar el movimiento a los caseríos vecinos, en vista de que son contras, y vergüenza nos debe dar andar pisando el mismo camino que ellos. Desde ahora nuestro caserío no se llamará caserío: se llamará república y yo, habiendo sido elegido por vosotros, me designo presidente de la república y anuncio alrededor el estado de sitio.
 Los inconscientes se callaron y los que estuvieron en el Ejército Rojo dijeron:
 -En buena hora... Sin votar...
 Aquí me puse a decir un discurso:
 -Vamos, camaradas, a echar una mano a nuestro poder soviético y entremos en combate contra la banda hasta la última gota de sangre, porque es una hidra muy descarada que socava la raíz del socialismo general...
 Los viejos, sentados detrás de las personas, se resistieron al principio, pero solté unos tacos para agitarlos y todos quedaron de acuerdo conmigo que el poder soviético es nuestra madre bienhechora y que todos debemos agarrarnos a sus faldas de manera categórica.
 La asamblea puso un papel al comité ejecutivo de la stanitsa para que nos diesen fusiles y balas y nos mandó a mí y a Nikon, al secletario, a la stanitsa.
 Muy de mañana aparejé mi yegua y salimos. A las diez verstas, bajando una cañada, veo que el viento levanta polvo en el camino y que detrás del polvo vienen cinco a caballo.
 Sentí pesadez dentro. Me di cuenta de que trotaban los malvados enemigos de esa banda.
 A mí y a mi secletario no se nos ocurrió ninguna iniciativa; no podía ocurrírsenos porque, alrededor, la estepa estaba completamente en pelotas, sin una mata, sin un barranco, así que paramos la yegua en medio del camino...
 No llevábamos armas, éramos inofensivos como el niño empañado y hubiera sido una tontería ponernos a escapar de los de a caballo.
 Mi secletario, del susto de estos enemigos malhechores, se puso muy malo. Veo que quiere saltar del carro y echar a correr. Ni él mismo sabe adónde. Voy y le digo:
 -Tú, Nikon, esconde el rabo y estate quieto. Yo soy el presidente de la república; tú, mi secletario, y a morir juntos.
 Pero él, como más inconsciente, saltó del carro y apretó a correr por la estepa a tal velocidad que parecía que no le alcanzaría un galgo. En la realidad, los de a caballo, cuando vieron el chaqueteo por la estepa de un ciudadano sospechoso, arrearon detrás y pronto le echaron mano al pie de un montículo.
 Yo me bajé noblemente del carro, me tragué todos los papeles y documentos desadecuados y esperé a ver qué pasaba. Veo que bien poco hablaron con él: en seguida se juntaron y se liaron a darle sablazos cruzados. Cayó al suelo, le cachearon los bolsillos, volvieron a los caballos y arrearon en mi dirección.
Resultado de imagen de cuentos del don club internacional del libro Veo que la cosa no es en broma y que haría bien en salir pitando, pero no tengo más remedio que esperar. Vienen.
 Delante, el jefe de ellos; Fomín se llama. Todo empelado con una barba pelirroja, la fisionogmía llena de polvo, con una pinta de miedo y ojos fisgones.
 -¿Tú eres Bogatiriov, el presidente?
 -El mismo.
 -¿No te mandé que dejases la presidencia?
 -Oí algo de eso.
 -¿Y por qué no la dejas?
 Me pone esas preguntas ruines, pero hace como que no está enfadado. A mí me entró la desesperación, porque sabía que de todos modos no escaparía con vida.
 -Pues porque estoy firme -le espeto- en la plataforma del poder soviético, observo punto por punto todos los programas y, de esta plataforma, categóricamente, no me echaréis...
 Me soltó unas palabras indecientes y me arreó a gusto un latigazo en la cabeza. Por toda la frente me salió un chinchón muy sensible, del calibre de un buen pepino, de los que las mujeres dejan para la sementera...
 Palpé el chinchón con los dedos y le dije:
 -Estáis cometiendo crímenes muy feos debido a vuestra inconsciencia, pero en la guerra civil yo mismo partí y aniquilé sin compasión a semejantes Wrangeles; del poder soviético tengo dos condecoraciones y para mí vosotros sois menos que nada y os veo de lado a lado.
 Aquí cogió tres veces carrera para pisarme con el caballo, pero me mantuve incólume en mis bases, igual que todo nuestro poder proletarista, y sólo me rajó la rodilla con el caballo y en los oídos me quedó un zumbido desagradable por eso de los encontronazos.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Club Internacional del Libro, 1984, en traducción de José Fernández Sánchez. ISBN: 84-206-9214-X.]

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