Capítulo VII
«-[…] La raíz de los males de Sutpen era su inocencia. Descubrió repentinamente no lo que quiso hacer, sino lo que se vio obligado a hacer, quieras que no; pues de lo contrario no hubiera podido vivir tranquilo con su conciencia el resto de su vida; no hubiera podido llevar la antorcha de esa tradición que le dejaron las generaciones de hombres y mujeres que vivieron y murieron antes que él; los muertos que vigilaban y esperaban que procediera dignamente, para poder mirar cara a cara no solamente a los antiguos muertos, sino a todos los vivos que llegarían tras él, cuando formara parte de los antepasados. Y en el preciso instante en que descubrió en qué consistía su línea de conducta, comprendió que no estaba en condiciones de emprender ese camino; porque jamás había sabido que existía, que era menester recorrerlo, hasta que cumplió catorce años. En efecto, había nacido en la montaña, en Virginia Occidental...
-En Virginia Occidental es imposible -dijo Shreve.
-¿Qué dices? -interrogó Quintín.
-Que en Virginia Occidental no nació -dijo Shreve-. Porque si en 1833, cuando llegó a Misisipí, tenía veinticinco años, nació en 1808. Y en 1808 Virginia Occidental no existía aún, porque...
-Bueno, bueno -dijo Quintín.
-Virginia Occidental fue admitida entre los Estados Unidos en...
-Bueno, hombre, está bien, está bien -dijo Quintín-. Nació en un lugar donde sus escasos conocidos habitaban en chozas construidas con troncos sin desbastar, chozas colmadas de niños, como la de sus padres; los hombres y los muchachos grandes, capaces ya de cazar, reposaban en el suelo delante de la chimenea; mientras las mujeres y las niñas mayores pasaban por encima de sus cuerpos para llegar al fuego donde se cocinaba la comida. Allí donde no hay más gentes de color que los indios a quienes sólo se contempla por el alza del fusil; allí donde jamás se había oído hablar ni se concebía un lugar en que la tierra esté minuciosamente subdividida y pertenezca a hombres que no hacen otra cosa que recorrerla montados en briosos de sangre o sentarse en las galerías de sus casonas, vestidos de seda, mientras otros trabajan para ellos.
Entonces Sutpen no imaginaba la existencia de semejante vida, ni la deseaba, ni sabía que existían tantos objetos codiciables en el mundo, ni sospechaba que los poseedores de esos objetos no sólo miraban por encima del hombro, despectivamente, a quienes no los poseían, sino que contribuían a esa actitud los demás privilegios y los mismos desposeídos, que sabían que jamás llegarían a tener tantas riquezas. En efecto, allá en su patria, la tierra era de todos y de cualquiera; y quien se tomara el trabajo de erigir una valla que encerrara una parcela y dijese después: "Esto es mío", estaba loco. En cuanto a objetos, nadie tenía más que otro, pues cada uno era dueño de cuanto su energía y su valor le permitían obtener y conservar y solamente un demente se tomaría el trabajo de reunir más de lo estrictamente necesario para comer o canjear por whisky y pólvora. Por eso no adivinaba la existencia de una región minuciosamente subdividida y limitada, habitada por gentes cuidadosamente subdivididas de acuerdo con el color de sus respectivas epidermis y la importancia de sus posesiones, un país donde un puñado de hombres posee no sólo el poder de vender, cambiar, dar muerte o vida a otros, sino una muchedumbre de seres humanos que ejercen los oficios inferiores, las acciones interminablemente repetidas, como el escanciar el whisky de la botella y colocar el vaso en la mano del bebedor, o quitarle a uno las botas para irse a la cama; las cosas que el hombre ha hecho por sí mismo desde el comienzo del mundo y hará hasta la consumación de los siglos; las cosas que nadie hace con gusto, pero nadie tampoco pretende evitar, como no podemos evitar el esfuerzo necesario para masticar, respirar y deglutir.
De niño, no escuchó jamás los cuentos vagos y brumosos acerca del esplendor de Tidewater, que llegaban hasta sus montañas, porque le era imposible establecer comparaciones entre lo que oía y lo que conocía; de ahí que las palabras carecieran de todo significado para él y difícilmente llegaría a comprenderlas, pues estaba demasiado atareado con las ocupaciones de los pilluelos de su edad. Cuando llegó a muchacho, su curiosidad exhumó los relatos sin saber que los había oído y había meditado acerca de ellos, le interesaron y despertaron el deseo de contemplar alguna vez aquellos lugares; pero sin asomo de envidia ni nostalgia. Le bastaba pensar que algunas personas vivían en un lugar, otras en otro, por mero azar, a unas les tocaba ser ricas (las afortunadas, en su opinión), a otras no, y (según confió a mi abuelo) no depende en nada de nosotros la elección, por ello no hemos de entristecernos. No se le había ocurrido una sola vez la idea de que alguien despreciase a sus semejantes por un ciego azar, como es el de tener autoridad. No sospechaba la existencia de semejante mundo hasta que se vio en medio de él.»
[El texto pertenece a la edición en español de Alianza Editorial, 1981, en traducción de Beatriz Florencia Nelson. ISBN: 84-206-1305-3.]
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