LXIX
«No te asombre, Rufo, que ninguna mujer quiera tomarte sobre sus delicados muslos, ni aunque la tientes con el don de un vestido de rara tela o la delicia de una gema brillante.
Te perjudica una mala fama, según la cual un feroz macho cabrío habita el cuenco de tus sobacos.
Todas le temen, y no es extraño, pues es un animal muy malo y ninguna muchacha se acostará con él.
Por esto, o suprime esa cruel peste del olfato o deja de asombrarte de que huyan de ti.
LXXIII
Deja de querer ganarte la gratitud de nadie y de creer que haya quien pueda serte fiel. Todo es ingratitud y de nada sirve haber obrado bien; al contrario, desagrada y perjudica cada vez más.
Así me ocurre a mí, a quien nadie atormenta más cruel y sañudamente que aquel que hasta hace poco tuvo en mí su solo y único amigo.
LXXV
A tal extremo ha llegado mi corazón, Lesbia mía, por tu culpa y tanto se ha perdido por su misma fidelidad, que ahora ya no puede tenerte aprecio, aunque te volvieras la mejor de todas, ni dejarte de querer por mucho que hagas.
LXXXIII
Lesbia, delante de su marido, me dirige las peores injurias, y esto, para aquel imbécil, es la mayor de las alegrías.
Mulo, no entiendes nada. Si me olvidase y se callara, estaría curada; pero ahora que gruñe y me critica, no sólo se acuerda de mí, sino, lo que es mucho más grave, está airada: esto es, se abrasa y habla.
LXXXIV
"Jomodidades" decía Arrio cuando quería decir comodidades y "hemboscadas" por emboscadas, y se figuraba haber hablado maravillosamente cuando había dicho "hemboscadas" tanto como había podido.
Creo que así lo había dicho su madre, y así, sin reparos, el hermano de su madre y así su abuelo materno y su abuela.
Cuando fue enviado a Siria descansaban los oídos de todos, pues sentían pronunciar aquellas palabras suavemente y sin esfuerzo, y no temían que en adelante siguieran en aquella forma, cuando de repente llega una noticia horrible: el mar Egeo, desde que había ido Arrio, ya no era Egeo, sino Hegeo.
XCII
Lesbia siempre me maldice, pero nunca deja de hablar de mí: que me muera si no me quiere. ¿En qué señal lo conozco? Porque las mías son las mismas: continuamente reniego de ella, pero que me muera si no la quiero.
XCVIII
Contra ti, si puede decirse contra alguien, hediondo Victio, puede decirse lo que a los charlatanes y a los imbéciles: que con esa lengua, si te fuera necesario, podrías lamer culos y sandalias de cuero sin desbastar.
Y si quieres absolutamente destruirnos a todos, Victio, no tienes más que abrir la boca: lograrás absolutamente lo que deseas.
CI
Después de atravesar muchos pueblos y muchos mares vengo, hermano, a esas tristes exequias, para darte el postrero tributo de la muerte y hablar en vano a tus mudas cenizas, puesto que la desdicha me arrancó lo que fuiste tú mismo, oh, pobre hermano mío indignamente arrebatado a mí.
Ahora, sin embargo, estas tristes ofrendas que según el viejo rito de nuestros padres te he traído, acéptalas, empapadas en llanto fraterno, y para siempre, hermano mío, adiós.
CIII
O devuélveme, por favor, los diez mil sestercios, Silón, y después sé tan cruel e intratable como quieras, o, si te gusta el dinero, hazme el obsequio de dejar de ser a la vez alcahuete y cruel e intratable.
CIX
Me aseguras, vida mía, que este amor nuestro será feliz y perpetuo entre nosotros.
Grandes dioses, haced que pueda prometer con verdad y que lo diga sinceramente y de corazón, a fin de que durante toda nuestra vida podamos mantener ese sagrado lazo de cariño eterno.»
[El texto pertenece a la edición en español de la editorial Los Libros de la Frontera, 1981, en traducción de Juan Petit. ISBN: 84-85709-09-8.]
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