domingo, 9 de febrero de 2020

Mujeres en la cama.- Gina Berriault (1926-1999)

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El diario de K.W.
2 de marzo

 «Es prudente registrar el día en que me despidieron  de la escuela Eunice B. Stratton porque, por mi propio bien, necesito recordar los motivos. Cuando se me escapan, me asusto y me pregunto qué defecto absurdo debo tener como para que me despacharan del trabajo. ¿Por qué me despidieron? Me negué a servir el almuerzo a los niños. Había todas aquellas bandejas y todas aquellas caritas moviéndose sobre las bandejas, asomándose a los recipientes de sopa de verdura, puré de patata, crema de maíz. Todo estaba como siempre ha estado en todas las escuelas en las que he trabajado como ayudante sustituta de cafetería. Pero me negué a servirles. ¿Por qué? Se me ocurrió pensar que la comida era abominable y que si los niños de la escuela Stratton, o los de cualquier otra escuela de la ciudad, continuaban comiéndola, y si seguían tomando aquellos almuerzos cada día, sólo se estarían preparando para sufrir, sólo crecerían para sufrir. La pena que sentía por ellos se me atragantaba. Llevaba ya días con un nudo en la garganta; ni siquiera podía desayunar y aquella variedad de alimentos me asqueaba. Así que ahí estaba yo, con mi uniforme blanco y mi pelo gris cuidadosamente recogido en una coleta rala con un lazo verde para que no cayera en la comida, las manos lavadas, mis huesudas manos desinfectadas con el potente jabón ámbar que gotea de una bola de cristal en el lavabo y un poco de pintalabios de color vivo en mis finos labios, ahí estaba yo con los niños amontonándose, amontonándose, y yo sin poder levantar la mano con el cucharón. No, no puedo hacer caso alegremente a las vocecitas agudas de las caritas sobre las bandejas: "¡Sirve! ¡Sirve! ¿Qué pasa? ¡Sirve!"
 Oigo las voces de mis colegas, de mi supervisora, una mujer robusta, desaliñada incluso con su pulcro uniforme. Me susurra por encima del hombro mientras me empuja a un lado y agarra el cucharón. Vaya pareja que hacemos las dos, ella con su figura pechugona y yo lisa como un palo uniformado; ella charlatana, de esas personas a las que les encanta servir con el cucharón y comer (siempre me ponía enferma sentarme frente a ella cuando los niños salían de la cafetería y la escuchaba hablar con restos de mayonesa en el labio inferior) y yo, la callada, de las que no les gusta ni servir ni comer. ¿Por qué precisamente entonces pensé que yo no tenía nada que hacer en la industria alimentaria, ni siquiera contribuir a que los niños reciban un nutritivo almuerzo caliente? Así que no me extrañó que, una vez que se hubo servido la comida a todos los niños y yo siguiera allí de pie sin mover un dedo, me notificaran que estaba despedida. Fue aquella lástima que sentía por ellos la que no me permitió usar aquel cucharón. No, era lástima de mí misma porque el joven se había trasladado al piso de arriba, ¿y qué podía importar si bajaba a preguntarme sobre mis iniciales, si son las iniciales de una vieja? La lástima que sentí por los niños la sentía también por mí y ahora ha llegado a un punto en el que no me permite hablar con nadie. Me resulta difícil pedir lo que quiero al encargado de la verdulería que está en el exterior del mercado Buon Gusto: diez céntimos de espárragos viejos, una lechuga lacia por cinco céntimos, sobre todo porque no quiero nada, pero uno tiene que comer para seguir con vida. A veces me vende lo que no le he pedido porque no me oye pedir nada. Yo creo que, en pequeñas transacciones como las compraventas de verdura, no hay suficiente comunicación como para que te engañen; de hecho, me he pasado la vida haciendo pequeñas transacciones. Pero, como no oye nada, mete verduras en las bolsas  y cuando llego a casa me encuentro con una coliflor o unas acelgas, cosas que no como nunca (su simple olor me pone enferma), y tiro todo a la basura. Como de todas formas no aguanto ver la comida, es una suerte que no sea la que pedí. Cuando paso por delante de la panadería Stella y veo los pasteles y los panecillos de Pascua, cuando paso delante del supermercado Safeway y veo los carteles de grandes letras rojas anunciando jugosos asados de ternera, cuando paso por delante de los restaurantes y, a través de los cristales, veo a los clientes que comen una sopa contundente o cortan un filete o beben vino, o cuando leo en la columna de cotilleo que en el Taj Mahal de la India al periodista cotilla le sirvieron un ave cubierta con láminas de oro como en tiempos de los mogoles, pienso en el pasaje de aquella novela rusa en la que un pobre estudiante se sienta muerto de hambre en el compartimento de un tren y un par de gordos kuláks sacan pan y salchichas y comen sin ofrecerle nada y sin asomo de vergüenza. Cuando me como mi té con tostada, siento sobre mí los ojos de los pobres. No me siento pobre cuando como, así que no me gusta comer. No puedo pensar en los hambrientos del mundo porque hay demasiados como para pensarlos a la vez, así que el estudiante del tren los representa a todos, incluidos los niños de la escuela y yo misma: todos aquellos que tiene hambre física y espiritual. No, no quiero comer más. Aunque tuviera un trabajo, creo que comería menos de lo que solía comer... El motivo por el que perdí el trabajo, que acabo de exponer, suena razonable cuando lo escribo y lo leo, pero me temo que dentro de un rato, cuando esté haciendo cualquier otra cosa, sólo me parecerá una más de las rarezas y locuras que tanto me cuesta admitir.
 6 de marzo

 Otra vez me siento enfadada. El día que me despidieron no sentía esta clase de enfado, aunque era un trabajo importante en el que te hacen firmar un documento donde se afirma que no eres miembro de ninguna organización que pretenda derribar al gobierno. El enfado empezó cuando supe que no hay empleos para una mujer de sesenta y tres años. Ya lo sabía de antes, pero no significaba mucho para mí porque tenía trabajo, pero cuando dejé de tenerlo, el hecho de que no hubiera empleos me enfadó. Tengo la costumbre de robar los periódicos atrasados de los domingos a la mujer que vive en el piso de arriba, enfrente del arquitecto. Es diminuta como un ratón y trabaja en una floristería. Amontona los periódicos fuera de su puerta de servicio para tirarlos más tarde, así que, en realidad, no es que los esté robando, aunque sería más educado pedírselos. Sin embargo, no me gusta humillarme, sobre todo porque ella me importa un rábano. Empezó a importarme un rábano el día en que me crucé con ella, que subía, mientras yo sacaba un óleo mío por la escalera principal para ver si alguna galería quería exhibirlo; me pidió que se lo enseñara y lo único que se le ocurrió decir fue "¡Qué monada!". ¿Se cree que soy una idiota a la que le gusta que le digan que su trabajo es una monada? En aquel momento llegué a la conclusión de que la idiota era ella si pensaba que yo era tan estúpida como para quedarme cautivada por una palabra como monada. Hay idiotas e idiotas y uno puede encariñarse con algunos, pero ella es una idiota de las que uno evita. De todas formas, los anuncios de ofertas de trabajo son un insulto directo a la cara. Dicen "Chica menor de veinticinco años" o "Debe ser joven y atractiva". Yo solía decirles a mis jefes: "¡Váyanse a la mierda!", pero después de que me despidieran leía los anuncios y me deprimía. Tal vez debería ir a la cola del paro, aunque como yo era sólo una trabajadora a tiempo parcial y discontinua que apenas ganaba nada, no estoy muy segura de que me corresponda algo. Además, hay demasiada gente en las colas y demasiados papeles que rellenar, demasiado ir y venir y demasiadas caras que se conocen entre sí. Lo que hay que hacer es no deprimirse, y la forma de hacerlo es lograr sentirse a gusto a toda costa. Uno puede alegrarse de no tener trabajo y de no estar deseando encontrar uno. Eso es mejor que deprimirse.»
   
   [El texto pertenece a la edición en español de Jus Libreros y Editores, 2018, en traducción de Olivia de Miguel Crespo. ISBN: 978-607-9409-90-6.]

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