lunes, 3 de febrero de 2020

El coleccionista de mundos.- Ilija Trojanow (1965)

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Arabia. El peregrino, los sátrapas y el sello del interrogatorio

«Un criado del patriarca le rogó que lo siguiera. El médico fue al encuentro de las expectativas que se había forjado: largos y rizados cabellos negros como la endrina, piel sedosa, brazos delgados, la continuación de los ojos risueños que le asaltaban en las calles, junto con otros atractivos. No conocía la edad de la paciente, quizá su emoción fuese prematura. Ascendió por unas escaleras en pos del criado, pasando junto a la barandilla de un balaustre, hasta una puerta. El criado se detuvo y, volviéndose hacia el médico, le preguntó cuál de sus ojos era el mejor. El médico, desprevenido, no supo dar preferencia a ninguno. El criado se situó tras él, colocó una banda negra encima del ojo izquierdo del médico y se la ató detrás de la nuca. Tras cerciorarse de que la banda estaba bien colocada, abrió la puerta ante la que se encontraban. Si las mujeres no valen más que la mitad que los hombres, le vino al médico a la mente, entonces es justo que los hombres sólo las vean a medias. Al principio creyó que estaba solo, pero después oyó cuchicheos. Supuso que detrás del biombo que dividía la estancia había algunas mujeres. Se topó con una cama baja, al lado de unos cojines anchos y gruesos. Tome asiento, jeque, rogó el criado. El médico se sentó con la mayor dignidad que pudo. Notó que alguien se aproximaba por detrás. Con un leve ademán casi imperceptible volvió la cabeza hacia la derecha y con el rabillo del ojo vio a tres mujeres, tres pares de babuchas, tres mantos. Dos de ellas parecían sostener a la tercera. Jeque, oyó decir al criado a su izquierda, utilice esto, se lo ruego. El médico examinó el objeto que le pusieron en la mano. Era un caleidoscopio. Colóqueselo junto al ojo, dijo el criado. Llame en voz alta si me necesita; estaré junto a la puerta. El médico apretó el cilindro contra su ojo derecho. Los colores se quebraron en fragmentos abigarrados, dispersos. Arrojó el caleidoscopio -¡cómo va a funcionar esto!-, la voz del criado le advirtió: ¡No lo aparte! Paciencia, ya verá lo suficiente. De nuevo se colocó delante del ojo el mosaico delicuescente. Oyó un frufrú de tela, captó el malhumor provocado por una enfermedad crónica. Alguien rozó el caleidoscopio. Los colores se desvanecieron, vio una mano pequeña, un tapiz, una nariz en un rostro, el rostro sin velo de una joven cuya mirada, divertida y curiosa, descansaba en el médico tuerto. Éste, sonriendo, dirigió el aparato a los labios de la joven, que se movían. No soy yo la enferma, informó, sino mi madre. El tubo que empuñaba siguió desplazándose hacia la mujer que yacía en la cama.  Todo en ella estaba oculto, menos su dolor. ¿Cómo voy a reconocerla? El médico rio, malhumorado. A efectos de diagnóstico me habría dado igual quedarme en casa. Podemos hacer como con los demás médicos, dijo la joven. Dígame qué necesita y le ayudaré. Tomarle el pulso, contestó el médico, sería un buen comienzo. Le tendieron el brazo de la enferma. A la muñeca siguieron los ojos, la garganta. Con la mano izquierda sostenía el caleidoscopio, mientras con la derecha palpaba las líneas de dolor que recorrían la espalda de la mujer, los riñones y el hígado hasta llegar al vientre que estaba arrugado, donde acabó su examen. En una ocasión tuvo que apartar el ocular para palpar una hinchazón con ambas manos. Las mujeres no se lo impidieron.
  El reconocimiento no le alegró demasiado. La mujer profería de vez en cuando unos sonidos malhumorados a los que su hija reaccionaba con arrullos apaciguadores. Nada en su dolor despertó la compasión masculina. El médico quería superar lo antes posible la decepción, puesto que tampoco estaba seguro de cómo procurar alivio a la paciente, y no digamos curarla. Comenzó a informar sobre una dieta y explicó que extendería una receta y se la entregaría al señor de la casa. Se disponía a despedirse cuando la tercera mujer que hasta entonces había guardado silencio le rogó que se quedara un rato más, ya que estaba en la casa, pues ella también padecía una dolencia de menor importancia. Pero antes tenían que llevar a su madre a la cama. El médico accedió. Aguardó sentado, saboreando el regusto de la voz que había hablado en último lugar. La tercera mujer era mayor que su hermana, adulta, esbelta, majestuosa, una mujer consciente de su valía. Las dos mujeres más jóvenes regresaron. Estoy casada, dijo la mayor. Por favor, vuelva a ponerse la pieza, dijo la más joven. Mi marido espera que le dé hijos –cada palabra parecía costarle un tremendo esfuerzo-, y la paciencia no es uno de sus puntos fuertes. Se apartó el velo y se despojó de su manto. Todo está en manos de Alá, murmuró el médico. Cierto, jeque, repuso ella, pero a lo mejor hay algo en mí que va mal y usted puede remediarlo. Ella vestía de rojo oscuro. Si un médico tan famoso como usted pudiera asegurarme que puedo dar a luz. El médico no conseguía apartar el caleidoscopio de su cara. Sin duda, musitó, y se perdió en los rasgos femeninos marcados por la tristeza. ¿Podría verle los ojos? Se acercó a su rostro, excepto la media vara que medía el ocular. Sus ojos, muy oscuros, eran dos peces nadando en un espíritu insondable. Muy arriba en la mejilla, bajo el ojo derecho, había un lunar, como si ella hubiera olvidado secarse una lágrima negra. De cerca parecía superfluo, pero en su rostro era un elemento de su perfección. Ella se tendió. Comience, jeque. El hombre vaciló. ¿Cómo iba a evaluar la capacidad de una mujer para dar a luz? Primero le tomó el pulso, para ganar tiempo, pero el tiempo sólo proporciona dudas. Él no podía prometerle un hijo. Algunas preguntas inofensivas sobre apetito y digestión le concedieron más tiempo. Las imputaciones de culpa de un matrimonio desconocido no eran asunto de su incumbencia, ni siquiera como médico. ¿Cómo iba a ofrecer garantías de semejante trascendencia? Está usted cohibido, jeque, intervino ella arrancándolo de sus pensamientos, a apreciable distancia. Tiene que reconocerme bien, no se trata únicamente de mi vida. Sé que le desagrada, pero, se lo ruego, domínese y examíneme. Su hermana se arrodilló junto a ella y comenzó a desnudarla. Y si le estorba, deje el aparato. En casos de necesidad podemos saltarnos las reglas, ¿no es cierto? Y ella le dedicó una mirada que a él le habría gustado leer durante horas. La hermana tomó la mano del médico y la colocó sobre el ombligo. Él examinaba su propia mano a través del ocular como si perteneciera a una naturaleza muerta. No se atrevía a moverla. La piel era fresca y aterciopelada, como esperaba. Percibió su propia excitación, aterrado. ¿Se notaría debajo de su chilaba? No podía inspeccionar su propio cuerpo con el caleidoscopio en la mano. Embarazoso. Ella seguiría desvistiéndose y él reaccionaría a su dolor con el apetito sensual. Tenía que irse. Retiró la mano. Discúlpeme, he de irme. Ambas hermanas lo miraron asombradas. Él, ya de pie, dejó caer el caleidoscopio y miró hacia la puerta. No tiene nada que ver con usted, discúlpeme. Aguarde, gritó la hermana mayor. Si así es imposible, también puede quitarse la venda del ojo. El médico abrió la puerta de golpe y salió a toda prisa. Se alejó paladeando su propio fracaso.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Tusquets Editores, 2008, en traducción de Rosa Pilar Blanco. ISBN: 978-84-8383-058-1.]
    

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