Capítulo séptimo
«Está en silencio con sus brazos vendados asomando bajo el manto como la blanca cruz de San Andrés que pintan en la espalda de los relajados. Apenas mira al familiar que muy por lo menudo y despacio va leyendo los cargos en contra. Según de ellos se desprende la encausada sufre de largos y profundos éxtasis en los que pierde por completo sentidos y memoria, asegurando, una vez salida de ellos, haber mantenido tratos y coloquio con Jesucristo Nuestro Señor.
-¿Reconoce haberlo afirmado?
-Nunca dije tal cosa -responde la acusada en voz tan suave y queda que apenas se oye.
-Alce la voz. Este Tribunal ha de levantar acta de la declaración.
-Digo -repite apurando el tono con esfuerzo-, que tales palabras nunca salieron de mi boca.
-¿No vio a Nuestro Señor?
-Nunca le vi. Tampoco es cierto.
-¿Ni en sueños?
Esta vez niega con un recio ademán, hundiendo entre sus manos la cabeza.
-¿Qué importancia puede tener -media su defensor- si le vio en sueños? Mejor ciñámonos a lo que afirman los testigos, aquello que la encausada hizo o vio en uso pleno de sus facultades.
Pero el fiscal no ceja. Busca, indaga entre los papeles de su mesa e insiste terco:
-Asimismo hay testigos que declaran haber visto nacer de su cuerpo diversos resplandores. ¿Qué dice la acusada?
-¿Cómo podría verlos yo, naciendo de mi cuerpo?
-¿Pero admite que pudieran verlos otros?
-Puede ser. Yo nada sé de lo que ven otros ojos que los míos.
-También afirman que curó a un niño enfermo.
-Tampoco lo aseguro. En el convento acercan muchos a la red. A través de la reja no es fácil distinguir si están sanos o enfermos.
-¿La acusada les toca con sus manos?
-No creo que acariciar a un niño vaya contra el dogma. Nuestro Señor siempre los quiso cerca.
-Pero, ¿llegó a sanar a alguno?
De nuevo calla la acusada, desviando los ojos del ruin terciopelo de la mesa. Se le oye suspirar en tanto que el fiscal insiste:
-Los testigos así lo aseguran.
-Si así lo preferís, creedlos.
El fiscal ha tomado sus palabras a desafío. Se ha vuelto hacia el tribunal donde el notario toma cumplida nota de las declaraciones y con voz acompasada, medida, como cuadra tratándose de sus superiores, anuncia que dará lectura al libro de testificados en donde se refieren los hechos.
-"Yo -calla el nombre-, vecino de esta villa, ante este tribunal, declaro y juro l«»os hechos que siguen: que habiéndome acercado con mi hijo de diez años cumplidos, enfermo de cuartanas al antedicho convento, le hice tocar a través de la red las manos de la santa, por cuya causa, a partir de entonces y a la vista de todos, perdió las fiebres hallándose al presente tan sano y fuerte como deseábamos."
El fiscal ha alzado la mirada, espiando el parecer del tribunal.
-Veinte testigos más -añade- firman esta declaración junto a los padres. También obran en nuestro poder otras que se refieren a toda clase de dones especiales.
El juez mira sobre las losas el rayo de luz que mide el tiempo de la sala, un haz en forma de cruz que se extiende desde la ruin ventana a sus espaldas. Parece considerar que ya el día camina hacia su cenit y saliendo a duras penas de su vago sopor, comienza a preguntar sin despertar del sueño todavía.
-¿A qué clase de dones se refieren tales declaraciones?
-Sería precisa una sesión entera para llegar a enumerarlos.
El juez parece meditar de nuevo, y otra vez hablando a la acusada, pregunta:
-¿Gozáis, pues, del don de hacer milagros?
-¿Cómo puedo saberlo?
-¿Sois capaz de sanar, salvar cosechas, sacar demonios del cuerpo?
-Ilustrísima, mi respuesta es la misma que ante preguntas anteriores. Nada sé de esos dones que se me atribuyen. Nunca entendí de ellos. Menos aún de cosechas y demonios.
-Pero admitís como posible el hecho.
-Ilustres jueces -media otra vez con mesura el defensor-, perdonad mis palabras y si con ellas falto al respeto debido a tan alto tribunal. Lo que aquí se juzga y debate no son los prodigios que en esa casa hayan podido suceder o no, sino si realmente se deben a ese don que se atribuye a la encausada. Por lo que ella asegura, en modo alguno los acepta como suyos.
-Tampoco los rechaza.
-Además el testimonio no puede darse como seguro.
-Se trata de cristianos viejos.
-Aún así. También ellos se equivocan por exceso de celo. En ocasiones una conversación, una sola palabra torcidamente interpretada puede dar pie a una condena injusta. Nadie, ni el más humilde de los hijos de Dios debe hallarse privado del beneficio de la duda. Considero que deben consultarse otros testigos nuevos que yo mismo estoy dispuesto a facilitar.
Accedió el tribunal a que los presentara, quedando así la causa aplazada. Con ello creció la fama de la santa más allá de la ciudad hasta tocar los aledaños de la corte. Ahora el camino real convertido en perpetuo jubileo, aparecía repleto cada día de carros, coches, gente a pie, clérigos y señores en busca de salud o pasatiempo, dispuestos a conocer la imagen de la encausada y sus prodigios que, pintados o de bulto, vendían en gran número sus muchos devotos. Pronto no hubo saya, ropas ni hábito que no luciera sus cruces y medallas, alguna cinta con su retrato pintado aprisa con haces de luz naciendo de sus manos.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Planeta, 1999. ISBN: 84-08-46116-8.]
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