Misceláneas
La balanza del juicio
«Había en la Ciudad de los Reyes* un insigne libertino cuyos vicios eran el terror y el escándalo de sus habitantes, desde la corte del Virrey hasta los más oscuros círculos sociales.
Al oír su nombre, las madres miraban a sus hijas con medroso recelo; a sus hijos, con doloroso espanto.
Sin embargo, Diego de Vargas no nació malvado. Era un mancebo de bella presencia, noble cuna, carácter elevado y generoso corazón. La ternura de una piadosa madre y el amor de María, doncella adorable, su compañera de infancia: estos dos sublimes sentimientos habrían hecho de Diego un modelo de virtudes, sin la funesta influencia de su intimidad con jóvenes de malas costumbres cuyo ejemplo estragó las suyas a punto, que muy luego dejó atrás a sus maestros en el camino de la depravación.
Esclavo de las malas pasiones, habíales consagrado su vida, que repartía entre la orgía, el juego y sangrientas pendencias, de las que salía siempre llevando en la conciencia el crimen de Caín.
Mas la conciencia de Diego dormía; o si hablaba, su voz se perdía en el ruido tumultuoso de aquella desordenada existencia.
Lanzado en las nefandas regiones del libertinaje, olvidado de la virtud, del honor, de las santas doctrinas del hogar, Diego vivía la vida cenagosa de la materia.
Abandonó a su madre y se alejó de María, destrozando aquellos dos corazones que sólo latían por él.
La afligida matrona y la desolada joven, unidas por el dolor, fueron a ocultarlo entre los muros de un asilo religioso fundada por aquélla, en expiación de los extravíos de su hijo.
Allí, día y noche, de rodillas en el santuario, elevadas al cielo sus inocentes manos, pedían al cielo la conversión del ingrato.
Pero el cielo, sordo a sus plegarias, dejaba a Diego adelantar cada día más en los senderos del mal.
Entre las pasiones vergonzosas que se disputaban el alma del libertino, había una a la que se entregaba con furor: el juego.
No apreciaba el oro sino para ir a arrojarlo en el abismo insondable del garito que, en breve tiempo, absorbió su cuantioso patrimonio.
Cada noche, llevando consigo una suma capaz de dar pan a un millar de hambrientos, Diego daba consigo en aquel lugar maldito, de donde salía: vacía la escarcela, en el alma la rabia y la mano en el puño de su espada, espiando una ocasión, un pretexto para reñir y matar.
Y aconteció que una noche, siguiendo para buscarle querella a un capitán que de manera desleal le ganara en el juego, acertó a pasar delante de un convento en cuyo pórtico ardía una lámpara ante la imagen de la Virgen.
A su vista, Diego quedó inmóvil. Las tumultuosas emociones que agitaban su alma huyeron dando lugar a un dulce enternecimiento.
Pensó en su madre, en los días de la infancia, esa edad de fe y de amor cuando reclinado en el regazo materno, dormía al arrullo de piadosas plegarias, bajo el amparo de aquella divina protectora.
Diego se acercó a la sagrada imagen, dobló una rodilla y quiso orar; pero sus labios habían olvidado la fórmula de esa dulce comunicación del hombre con el cielo.
-¡Virgen santísima! -exclamó-, ¡mi alma está llena de iniquidades; el pecado ha echado en ella profundas raíces pero yo las arrancaré para volver a ti!...
Y como en ese momento alzara los ojos hacia la santa efigie viola sonreír tristemente, cual si pusiera en duda la sinceridad de ese voto.
Aterrado por aquel prodigio "júrolo -añadió- por este bendito rosario!"
Y al buscar en su pecho la reliquia, recordó que la había perdido en una orgía. Iba a jurar por la cruz de su espada; pero hallola manchada con la sangre de un reciente homicidio.
Entonces, tomando del suelo una piedra: "¡Reina del cielo! -exclamó-, ya que todo cuanto llevo conmigo está contaminado, sea esta materia primitiva de eterna duración, el gaje del voto que te hago en esta hora, y se alce en mi favor o en mi daño el día del juicio postrero".
Y se alejó dejando a los pies de la Virgen aquella singular prenda de su promesa.
Al despertar, en la mañana siguiente, Diego se burló de su arrepentimiento y volvió, cual siempre, a los lugares de perdición que frecuentaba.
Sin embargo, a pesar suyo, y como atraído por un poder sobrenatural, al mediar de cada noche, iba a prosternarse ante la Virgen del pórtico.
Y cada mañana, el sacristán de aquel santuario: "¿Qué perro judío -decía- se divierte en apedrear a la divina señora? Heme de poner en acecho para hacerlo tostar por la Inquisición en el primer auto de fe".
Y arrojaba las piedras con devota indignación...
Un lance de honor en que mediaba el de una persona de alto coturno, ocasionó a Diego un encuentro con el favorito del Virrey.
Era éste un espadachín diestro en el manejo de todas las armas.
No obstante, Diego lo mató en el combate.
Perseguido de cerca por la justicia, vagando en busca de un asilo, sus pasos lo llevaron hacia el lugar donde tenía empeñadas tantas promesas.»
*Ciudad de los Reyes: Lima fue fundada como la "Ciudad de los Reyes" por el conquistador español Francisco Pizarro, el 18 de enero de 1535. Fue la capital del Virreinato del Perú durante la colonia española y tras la Independencia fue nombrada capital de la República del Perú. Hacia mediados del siglo XIX era considerada la París de Sudamérica. (N. de la E.)
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Cátedra, 2010, en edición de Leonor Fleming. ISBN: 978-84-376-2695-6.]
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