3.-Libertad política y sociedad técnica
«En primer lugar, recordemos que no conocemos otra forma de libertad política más que la que prolonga la tradición burguesa y cuya expresión son las elecciones, la representación, la competencia de partidos y las formas constitucionales. Es posible que los hombres de las sociedades soviéticas no sientan la falta de esta libertad, ya sea porque no tienen experiencia de ella, ya sea porque siguen otros caminos para satisfacer el deseo de participar en la vida colectiva, deseo que, a partir de cierto nivel de educación, es probablemente universal (por lo menos, es sentido en todas partes por una fracción de la población instruida). Formulada esta reserva, llamo libertad política a aquella de las libertades formales que garantiza al ciudadano una participación en los asuntos públicos, que le da la impresión de que, por medio de sus elegidos y eventualmente también de sus opiniones, ejerce una influencia sobre el destino de la colectividad.
Liberalismo y democracia, decíamos en la conferencia anterior, lo mismo que F. A. Hayek, no pueden confundirse. El liberalismo es una concepción relativa al modo de designar a aquellos que ejercen el poder. La lógica del liberalismo conduce a la democracia por medio del principio de igualdad ante la ley. Pero, para ser real, la democracia exige el respeto a las libertades personales, libertad de expresión y de discusión, libertad de asociación y de agrupación. La elección no significa nada si no lleva consigo la posibilidad de elegir. La lista única sustituye a la elección por aclamación, homenaje del vicio a la virtud o, en otros términos, homenaje a la idea democrática por parte de aquellos que la monopolizan en nombre de una misión que sólo el futuro justificará o no.
Así definida, ¿la libertad política está hoy triunfante o amenazada? En cierto modo, el primer término de la alternativa parece más verosímil que el segundo, por lo menos en el mundo occidental y en los países desarrollados. Ahora bien, en Francia al menos, el segundo término es frecuentemente más aceptado que el primero. La crisis de la democracia y la decadencia de la libertad propiamente política pasan por ser evidencias que sólo los conservadores, satisfechos de sus conquistas de antaño y ciegos al movimiento de las ideas y de los hechos, se inclinan a ignorar. Intentemos primero explicar esta aparente paradoja y también el contraste entre Francia y los otros países de Occidente.
Se dice que una democracia está estabilizada cuando es aceptada como legítima por la masa de la población y cuando ha alcanzado un grado de eficacia suficiente. Esto exige, a su vez, que de la competencia de los partidos se desprenda una mayoría relativamente estable, una voluntad común encarnada en un grupo de hombres. Esa competición organizada supone, en fin, un mínimo de acuerdo entre los rivales, al menos sobre las reglas del juego o, por lo menos, si una minoría no respeta las reglas del juego, una suficiente resolución de la mayoría, que dispone de las fuerzas armadas, para imponer a la minoría recalcitrante o revolucionaria la disciplina a la que no quiere someterse. Si el ejército no obedece al poder civil o si los simples ciudadanos han perdido la confianza en los procedimientos parlamentarios, la democracia es inevitablemente inestable o se halla condenada.
Todas esas condiciones necesarias para la estabilización democrática existen, hoy todavía más que ayer, en los países cuyos regímenes no fueron seriamente debilitados entre las dos guerras (Estados Unidos, Gran Bretaña, Commonwealth blanco, pequeños países de Europa). Se está más cerca de llegar a esas condiciones en la República Federal Alemana y en el Japón de lo que se ha estado nunca en el pasado. En América Latina es difícil discernir una tendencia global, las diferencias entre un país y otro son demasiado acusadas, pero no podría decirse que el fermento social, convertido en inevitable por una rápida progresión de la población en economías en vías de desarrollo, haya reducido sensiblemente las oportunidades de los regímenes democráticos. La inestabilidad política reviste en todas partes la misma forma latina: pluralidad de partidos, dificultad de llegar a formar una mayoría coherente. Los militares no han renunciado a intervenir en el juego. Pero todo ello no es nuevo y ningún país de América Latina ha llegado todavía a un nivel de producción por habitante ni de consumo de masa que permita aplicarle el calificativo de sociedad industrial.
El pesimismo francés acerca de la libertad política tiene, en primer lugar y, ante todo, un origen nacional. De 1945 a 1958, la democracia francesa presentaba todos los defectos, acentuados, de la III República en decadencia. Desde 1958 las formas democráticas y la sustancia liberal se hallan preservadas, pero la autoridad discrecional ejercida por el general De Gaulle, en los campos llamados reservados, la especie de one man rule (gobierno de uno solo) que origina, a pesar de los textos constitucionales, la personalidad del jefe del Estado proporcionan a los franceses el sentimiento de que han pasado de un parlamentarismo anárquico a un parlamentarismo desacreditado. Partiendo de sus propias experiencias, los franceses se muestran más sensibles a los cambios históricos que en otros países disimula la estabilidad (indiscutible, pero de alcance mediocre) de las instituciones representativas.
La primera crítica, la menos profunda, que formularían los observadores franceses, tendería al optimismo fundado en la correlación economía desarrollada-democracia estable. En los países en que las clases privilegiadas, supervivientes del Antiguo Régimen, y la clase obrera, nacida de la revolución industrial, han elegido el parlamento y los partidos, la prosperidad y la difusión del bienestar consagran la legitimidad de un régimen al que no afectan ni la nostalgia de un pasado muerto ni la impaciencia por las mañanas sonrientes. […]
Pero esta objeción no es la principal. Sigue siendo cierto que, incluso en Francia, las instituciones democráticas son hoy menos inestables que ayer, menos en este siglo que en el pasado, y también, a pesar de las apariencias, menos después de la segunda guerra que de la primera. La IV República ha sido víctima de una mala constitución y de las circunstancias.»
[El texto pertenece a la edición en español de Alianza Editorial, 2007, en traducción de Ricardo Ciudad Andreu. ISBN: 978-84-206-6086-8.]
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