domingo, 2 de febrero de 2020

En tus manos.- Inés Pedrosa (1962)

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El diario de Jenny
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«Nos habituamos a tratar con amores como con electrodomésticos: cuando se estropean vamos al supermercado a comprar uno nuevo igualito al anterior. ¿Arreglar? No compensa: el arreglo sale caro, además de que nunca se sabe bien dónde buscar la pieza que falta.
  Sustituimos la eternidad por la repetición, y el mundo empezó a volverse monótono como una lección de solfeo. Tememos al mayor de los vértigos, el de la permanencia. Pero al final de cada hecho hay un cementerio como el de Romeo y Julieta, apenas con un aire diferente, pero que finalmente lo es todo. Las personas mueren cada vez más viejas y cansadas de correr. Bajo tierra sus cadáveres tensos zozobran ante lo ridículo de sus efímeras conquistas.
  Tomé conciencia de que iba a morir el día en que me miré por primera vez en el espejo y me reconocí. Supe de mi muerte antes mismo de saber expresarme correctamente. Hoy los críos ya saben contar y manipular ordenadores antes de saber quiénes son y de dónde vienen. Les enseñan a andar cada vez más pronto y ya no pasan por la fase de gatear. Cuando yo era niña había siempre mucha gente muriéndose lentamente, pasando el tranquilo testigo de su muerte a los descendientes. Los muertos era jóvenes y vigorosos, se proyectaban sobre los vivos como ángeles de la guarda, les calmaban la codicia y la envidia, les ridiculizaban las urgencias de la vida. Los hombres morían más pronto que las mujeres, y con menor gloria de reminiscencias, que es la única gloria que existe verdaderamente. Había más por lo que recordar a las mujeres porque ellas se mantenían al margen de la lucha de los hombres por las cosas terrenales. Ellos invertían el tiempo en amasar dinero y en construir edificios que servían después, en su quietud eterna, para reírse de la precariedad de los que los habían engrandecido. Cuando moría una mujer, se llevaba consigo la mano para las compotas y la manera de amar. No dejaba nada que la mermase.
  Tú decías: “La razón es del género femenino y el sentimiento del género masculino”. Querías provocarme, y hacías bien, porque tus provocaciones tenían la propiedad de hacerme decir frases lapidarias de inmediato: “Será. La sensatez ni brilla ni tintinea, pero los tesoros del espíritu tienen la gran ventaja de ser a prueba de robo”.
  Encontraba un consuelo infantil en esos duelos aforísticos contigo, que nos aproximaban y alejaban como un vicio secretamente compartido en medio de la multitud. Pedro se enternecía de celos; las frases definitivas le chocaban y le deslumbraban por igual. Llegados a cierto punto, Josefa Nascimento empezó a llevar siempre encima un cuadernillo donde apuntar esos diálogos, y  a veces nos picaba: “¿No tenemos hoy ninguna opinión fulminante para abrillantar al criminal del señor Joseph Birth?” Y luego tú decías: “Me niego a la miseria de tener opiniones, prefiero vivir de emociones y pensamiento”.
  Te amaba ferozmente durante esas conversaciones locas, taxativas, fundamentales sobre el sentido de la Historia y de las raíces de la identidad. “El esplendor de Portugal se hizo de la obstinación de dominar el mundo hasta hacerlo coincidir con los sueños”, decías. “O de aumentar las pesadillas hasta la dimensión romántica de una memoria de bolsillo”, añadía yo. Manuel Almada consentía: “La verdad es que Portugal resistió, sucesivamente, a todas las decadencias, por su amor a la paciencia, que sabe siempre reírse de las pasiones mayores”. Y recuerdo una ocasión en que Bernardo Marques, que a veces aparecía en casa con Manuel Almada, dijo que el portugués inventó el alma de azulejo, pintada y lacada.
  En esa época corrían rumores terribles acerca de Josefa; se decía que aún no había sido encarcelada por comunista porque era la amante de un ministro. Ella encogía los hombros ante la infamia, pero su buen humor se tornaba puro sarcasmo: “Azulejos lacados, ¡y de qué manera! Los portugueses somos demasiado sabios para caer en enfrentamientos irredimibles. Chismorrean para no pelear, conspiran para no apuñalar, se desdicen para no decir. En Portugal, ser víctima de un rumor compensa más que ser víctima de un crimen. Esta evidencia se remonta a don Sebastiao: si los marroquíes lo hubiesen empaquetado de vuelta a casa, nunca hubiera ascendido al estrellato. La víctima de un crimen es siempre sospechosa, por lo menos, de falta de capacidad de defensa, si no de connivencia con el criminal”.
  Manuel Almada argumentaba que la mezquindad lusitana se debía al hecho de estar fuera del curso de la Historia: “Es una ventaja y un inconveniente. Una ventaja porque, por donde la Historia pasa, deja un rastro de sangre. Un inconveniente porque, por donde la Historia pasa, deja un rastro de creatividad”. Josefa respondía: “Ahora, la Historia tiene un coste alto y cuando la gente no tiene a quién echarle la culpa, se la echa a ella, porque en ella cabe todo”. Me acuerdo de los gritos de Josefa, una vez, furiosa con el propio Manuel Almada sólo porque él insistía en calmarle la rabia contra los “machos frustrados que no soportaban ver a una mujer destacar”. A esas alturas, también a mí me sorprendiste: “Así es, Josefa –dijiste muy serio-. Estoy orgulloso de lo que dices. Veo en cada sumiso acatador de órdenes a un dictador en posición de cambiar el odio calado por tormentas de sangre”.
  Despreciarte, Antonio, era despreciarme, y la lava incandescente de ese desprecio podía ennegrecer el amor pero no quemaba, porque el amor es, por naturaleza, incombustible. Una vez Natalia me preguntó: “¿Cómo era su relación con el abuelo Antonio, abuela?” Me reí y le respondí: “Gracias a Dios, querida mía, Antonio y yo nunca tuvimos eso que se llama relación. Además, cuando nos casamos, esa palabra ni siquiera existía”. Natalia me miró, atónita. Extraña todo lo que no parta del individualismo bien ordenado, le da pena, menos mal; mientras se entretenga en lastimarme no se fijará en su propio corazón, del que voluntariamente se tornó una extraña. Tal vez viva mejor así; el Álvaro que le reveló el amor no me parece siquiera capaz de soportar el peso permanente de ese don. La velocidad que domina el mundo no admite excepciones a su ley: las personas se amanceban como quien reúne capitales para comprar al por mayor zapatos de mejor calidad que les permitan ganar más deprisa sus carreras individuales. Tú supiste siempre honrar nuestro compromiso, aceptar el rigor absoluto de mi alma desnuda. Y eso que, contado así, parecerá tan poco moderno, porque no es nada moderno, todavía llena mi vida de luz y permanecerá en las sombras del cielo, más allá de la banalidad de mi muerte.»

     [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Destino, 2002, en traducción de Manuel Manzano. ISBN: 84-233-3433-3.]
  

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