El diario de Jenny
8
«Nos
habituamos a tratar con amores como con electrodomésticos: cuando se estropean
vamos al supermercado a comprar uno nuevo igualito al anterior. ¿Arreglar? No
compensa: el arreglo sale caro, además de que nunca se sabe bien dónde buscar
la pieza que falta.
Sustituimos
la eternidad por la repetición, y el mundo empezó a volverse monótono como una
lección de solfeo. Tememos al mayor de los vértigos, el de la permanencia. Pero
al final de cada hecho hay un cementerio como el de Romeo y Julieta, apenas con
un aire diferente, pero que finalmente lo es todo. Las personas mueren cada vez
más viejas y cansadas de correr. Bajo tierra sus cadáveres tensos zozobran ante
lo ridículo de sus efímeras conquistas.
Tomé
conciencia de que iba a morir el día en que me miré por primera vez en el
espejo y me reconocí. Supe de mi muerte antes mismo de saber expresarme
correctamente. Hoy los críos ya saben contar y manipular ordenadores antes de
saber quiénes son y de dónde vienen. Les enseñan a andar cada vez más pronto y
ya no pasan por la fase de gatear. Cuando yo era niña había siempre mucha gente
muriéndose lentamente, pasando el tranquilo testigo de su muerte a los
descendientes. Los muertos era jóvenes y vigorosos, se proyectaban sobre los
vivos como ángeles de la guarda, les calmaban la codicia y la envidia, les
ridiculizaban las urgencias de la vida. Los hombres morían más pronto que las
mujeres, y con menor gloria de reminiscencias, que es la única gloria que
existe verdaderamente. Había más por lo que recordar a las mujeres porque ellas
se mantenían al margen de la lucha de los hombres por las cosas terrenales.
Ellos invertían el tiempo en amasar dinero y en construir edificios que servían
después, en su quietud eterna, para reírse de la precariedad de los que los
habían engrandecido. Cuando moría una mujer, se llevaba consigo la mano para
las compotas y la manera de amar. No dejaba nada que la mermase.
Tú decías:
“La razón es del género femenino y el sentimiento del género masculino”.
Querías provocarme, y hacías bien, porque tus provocaciones tenían la propiedad
de hacerme decir frases lapidarias de inmediato: “Será. La sensatez ni brilla
ni tintinea, pero los tesoros del espíritu tienen la gran ventaja de ser a
prueba de robo”.
Encontraba
un consuelo infantil en esos duelos aforísticos contigo, que nos aproximaban y
alejaban como un vicio secretamente compartido en medio de la multitud. Pedro
se enternecía de celos; las frases definitivas le chocaban y le deslumbraban
por igual. Llegados a cierto punto, Josefa Nascimento empezó a llevar siempre
encima un cuadernillo donde apuntar esos diálogos, y a veces nos picaba: “¿No tenemos hoy ninguna
opinión fulminante para abrillantar al criminal del señor Joseph Birth?” Y
luego tú decías: “Me niego a la miseria de tener opiniones, prefiero vivir de
emociones y pensamiento”.
Te amaba
ferozmente durante esas conversaciones locas, taxativas, fundamentales sobre el
sentido de la Historia y de las raíces de la identidad. “El esplendor de
Portugal se hizo de la obstinación de dominar el mundo hasta hacerlo coincidir
con los sueños”, decías. “O de aumentar las pesadillas hasta la dimensión
romántica de una memoria de bolsillo”, añadía yo. Manuel Almada consentía: “La
verdad es que Portugal resistió, sucesivamente, a todas las decadencias, por su
amor a la paciencia, que sabe siempre reírse de las pasiones mayores”. Y
recuerdo una ocasión en que Bernardo Marques, que a veces aparecía en casa con
Manuel Almada, dijo que el portugués inventó el alma de azulejo, pintada y
lacada.
En esa
época corrían rumores terribles acerca de Josefa; se decía que aún no había
sido encarcelada por comunista porque era la amante de un ministro. Ella
encogía los hombros ante la infamia, pero su buen humor se tornaba puro
sarcasmo: “Azulejos lacados, ¡y de qué manera! Los portugueses somos demasiado
sabios para caer en enfrentamientos irredimibles. Chismorrean para no pelear,
conspiran para no apuñalar, se desdicen para no decir. En Portugal, ser víctima
de un rumor compensa más que ser víctima de un crimen. Esta evidencia se
remonta a don Sebastiao: si los marroquíes lo hubiesen empaquetado de vuelta a
casa, nunca hubiera ascendido al estrellato. La víctima de un crimen es siempre
sospechosa, por lo menos, de falta de capacidad de defensa, si no de
connivencia con el criminal”.
Manuel
Almada argumentaba que la mezquindad lusitana se debía al hecho de estar fuera
del curso de la Historia: “Es una ventaja y un inconveniente. Una ventaja
porque, por donde la Historia pasa, deja un rastro de sangre. Un inconveniente
porque, por donde la Historia pasa, deja un rastro de creatividad”. Josefa
respondía: “Ahora, la Historia tiene un coste alto y cuando la gente no tiene a
quién echarle la culpa, se la echa a ella, porque en ella cabe todo”. Me
acuerdo de los gritos de Josefa, una vez, furiosa con el propio Manuel Almada
sólo porque él insistía en calmarle la rabia contra los “machos frustrados que
no soportaban ver a una mujer destacar”. A esas alturas, también a mí me
sorprendiste: “Así es, Josefa –dijiste muy serio-. Estoy orgulloso de lo que
dices. Veo en cada sumiso acatador de órdenes a un dictador en posición de
cambiar el odio calado por tormentas de sangre”.
Despreciarte,
Antonio, era despreciarme, y la lava incandescente de ese desprecio podía
ennegrecer el amor pero no quemaba, porque el amor es, por naturaleza,
incombustible. Una vez Natalia me preguntó: “¿Cómo era su relación con el
abuelo Antonio, abuela?” Me reí y le respondí: “Gracias a Dios, querida mía,
Antonio y yo nunca tuvimos eso que se llama relación. Además, cuando nos
casamos, esa palabra ni siquiera existía”. Natalia me miró, atónita. Extraña
todo lo que no parta del individualismo bien ordenado, le da pena, menos mal;
mientras se entretenga en lastimarme no se fijará en su propio corazón, del que
voluntariamente se tornó una extraña. Tal vez viva mejor así; el Álvaro que le
reveló el amor no me parece siquiera capaz de soportar el peso permanente de
ese don. La velocidad que domina el mundo no admite excepciones a su ley: las
personas se amanceban como quien reúne capitales para comprar al por mayor
zapatos de mejor calidad que les permitan ganar más deprisa sus carreras
individuales. Tú supiste siempre honrar nuestro compromiso, aceptar el rigor
absoluto de mi alma desnuda. Y eso que, contado así, parecerá tan poco moderno,
porque no es nada moderno, todavía llena mi vida de luz y permanecerá en las
sombras del cielo, más allá de la banalidad de mi muerte.»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Destino, 2002, en traducción de Manuel Manzano. ISBN: 84-233-3433-3.]
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