lunes, 10 de febrero de 2020

El espíritu de la Ilustración.-Tzvetan Todorov (1939-2017)

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2.-Rechazos y desvíos

«Desde la época en que se formuló, en el siglo XVIII, el pensamiento de la Ilustración ha sido objeto de muchas críticas. En ocasiones también se ha rechazado de entrada. En el mismo momento en que las ideas de sus partidarios se hacen públicas, suscitan la previsible condena de aquellos a quienes combaten, a saber, las autoridades eclesiásticas civiles. La fuerza de esta reacción se multiplica a finales de siglo a consecuencia de los acontecimientos públicos que han tenido lugar entretanto. Se establece una doble ecuación –Ilustración igual a Revolución, Revolución igual a Terror- que provoca la inapelable condena de la Ilustración. “La Revolución empezó con la declaración de los derechos del hombre”, afirma Louis de Bonald, uno de sus enemigos más encarnizados, y es por eso por lo que acabó en un baño de sangre. El error de la Ilustración consiste en haber colocado al hombre en el lugar de Dios en cuanto principio de sus ideales, la razón a la que quiera recurrir libremente cada individuo en el lugar de las tradiciones colectivas, la igualdad en el lugar de la jerarquía y el culto a la diversidad en el lugar del culto a la unidad.
  La imagen que Bonald y otros conservadores de la época de la Restauración dan de la Ilustración es a grandes rasgos exacta. Es cierto que este pensamiento concede valor al hombre, a la libertad y a la igualdad. Nos encontramos aquí con un conflicto frontal, con un desacuerdo fundamental sobre los principios y los ideales de la sociedad. En este caso es legítimo hablar de rechazo a la Ilustración. Pero la situación suele ser diferente. Las críticas que se le dirigen parecen entonces apuntar al espíritu de la Ilustración, o más bien dirigirse en concreto a una de sus caricaturas. Ahora bien, esas caricaturas o, por adoptar un término más neutro, esos desvíos (en el siglo XVIII se los llamaba “corrupciones”) existen realmente. También en este caso podemos remontarnos al momento en que aparecen las primeras formulaciones. Unos acusan a la Ilustración de formular demasiado y otros de hacerlo demasiado poco. Montesquieu era del todo consciente de que los principios por los que luchaba podían llegar a ser nefastos y advertía sobre el exceso de razón y los incordios de la libertad. Los comparaba con los inquilinos de la segunda planta de una casa, a los que “molesta el ruido del piso superior y el humo del inferior”. Por su parte, Rousseau sabía que en cuanto concluyera su polémica contra los devotos, tendría que emprender otra contra el “materialismo moderno”. Son estos desvíos, no la Ilustración en sí, los que a menudo se rechazan.
  Acabamos de observar un caso similar: es propio del espíritu de la Ilustración afirmar la perfectibilidad de los hombres y de sus sociedades. Pero quienes piensan que el ser humano quedó definitivamente corrompido por el pecado original rechazan esta idea, cuyo sentido puede a su vez desviarse, como sucede cuando se afirma que la historia humana siempre progresa. Eso supone simplificarla, hacerla rígida y a la vez llevarla al extremo. Cuando en un segundo estadio se rechaza también la doctrina del progreso, porque se han reunido ejemplos que demuestran lo contrario, se cree rechazar la propia Ilustración, aunque de hecho se ha refutado a uno de sus enemigos. El pensamiento de la Ilustración es un camino que asciende y desciende o, si se prefiere, una obra en la que siempre actúan tres personajes.
  Uno de los reproches que suele hacerse a la Ilustración es que proporcionó los fundamentos ideológicos del colonialismo europeo del siglo XIX y de la primera mitad del XX. El razonamiento es el siguiente: la Ilustración afirma la unidad del género humano, es decir, la universalidad de los valores. Los Estados europeos, convencidos de ser portadores de valores superiores, se creyeron autorizados a llevar su civilización a los menos favorecidos. Para asegurarse del éxito de su empresa tuvieron que ocupar los territorios en los que vivían esas poblaciones.
  No cabe duda de que una mirada algo superficial a la historia de las ideas podría hacernos creer que el pensamiento de la Ilustración preparó las futuras invasiones. Condocert está convencido de que los países civilizados tienen la misión de llevar la Ilustración a todo el mundo. “¿No debe la población europea […] civilizar o hacer desaparecer, incluso sin conquistarlos, los países salvajes que ocupan todavía vastas extensiones?” Condorcet sueña con la instauración de un Estado universal homogéneo, y la intervención de los europeos podrá conducir a ella. También es cierto que unos cien años después los ideólogos de la colonización francesa recurrirán a este tipo de argumentos para legitimarla: así como es nuestro deber criar a nuestros hijos, también lo es ayudar a los pueblos que todavía están poco desarrollados. “La colonización –escribe en 1874 uno de sus partidarios, Paul Leroy-Beaulieu, economista y sociólogo, profesor del Collège de France- es en el ámbito social lo que en el ámbito familiar es no sólo la reproducción, sino también la educación.” Es la respuesta a una exigencia imperiosa, añade unos años después, en 1891: “Empezábamos a darnos cuenta de que más o menos la mitad del planeta, en estado salvaje o bárbaro, requería la actuación metódica y perseverante de los pueblos civilizados”. No es casualidad que Jules Ferry, defensor de la educación gratuita y obligatoria en Francia, se convierta en esos mismos años en el gran promotor de las conquistas coloniales en Indochina y en el norte de África. Según él, las razas superiores, como los franceses y los ingleses, tienen el deber de injerencia ante las demás: “Es su deber civilizar a las razas inferiores”.
  Sin embargo, no está tan claro que deban tomarse demasiado en serio estos propósitos. Lo que demuestran es que los ideales de la Ilustración gozan en esos momentos de gran prestigio, y que cuando se emprende una empresa peligrosa, se suele contar con ellos. Los colonos españoles y portugueses del siglo XVI no actuaban de manera diferente cuando invocaban la necesidad de expandir la religión cristiana para justificar sus conquistas. Pero cuando los colonizadores se ven obligados a defender sus acciones paso a paso, abandonan rápidamente los argumentos humanitarios. El mariscal Bugeaud, que conquistó Argelia a mediados del siglo XIX, no procura quedar bien cuando se ve obligado a asumir la masacre de argelinos ante la Cámara de Diputados francesa: “Siempre preferiré los intereses franceses a la absurda filantropía hacia los extranjeros que cortan la cabeza a nuestros soldados prisioneros o heridos.” En una intervención ante esa misma cámara, Tocqueville, entonces diputado, le sigue los pasos. Dice que no cree que “el principal mérito del señor mariscal Bugeaud sea precisamente el de ser filántropo. No, no lo creo. Pero sí creo que el señor mariscal Bugeaud ha hecho en África un gran servicio a su país.”
  Cuando Jules Ferry se ve también acorralado por las objeciones de sus opositores en la Cámara, que le acusan de traicionar los principios de la Ilustración, se bate en retirada. Afirma que tales argumentos “no son política, ni historia. Son metafísica política”. La política de colonización se oculta tras los ideales de la Ilustración pero, en realidad, avanza en nombre del simple interés nacional. Ahora bien, el nacionalismo no es producto de la Ilustración; se trata, en el mejor de los casos, de un desvío: el de no admitir que pueda imponerse límite alguno a la soberanía popular. A este respecto los movimientos anticolonialistas se inspiran mucho más en los principios de la Ilustración, en concreto cuando reivindican la universalidad humana, la igualdad entre los pueblos y la libertad de los individuos. Así pues, la colonización europea de los siglos XIX y XX tiene esta característica sorprendente y potencialmente autodestructiva: sigue la estela de las ideas de la Ilustración, que inspirarán a sus enemigos.
  Otro reproche especialmente grave al espíritu de la Ilustración es el de haber generado, aunque involuntariamente, los totalitarismos del siglo XX, con su rastro de exterminios, encarcelamientos y sufrimientos infligidos a millones de personas. En este caso el argumento se formula más o menos en los siguientes términos: al rechazar a Dios, los hombres eligen por sí mismos los criterios de bien y de mal. Ebrios de su capacidad de entender el mundo, pretenden remodelarlo para que se adecúe a su ideal. Al hacerlo, no dudan en eliminar o reducir a la esclavitud a partes importantes de la población mundial. Quienes más críticas vertieron sobre la Ilustración por las fechorías de los totalitarismos fueron algunos autores cristianos, aunque de iglesias diferentes. Las encontramos tanto en un anglicano como el poeta T.S.Eliot, que en 1939 publicó un ensayo titulado La idea de una sociedad cristiana, como en un ortodoxo ruso, el disidente Alexandr Solzhenitsyn, que la expone en su discurso de Harvard de 1978, e incluso en las obras del papa Juan Pablo II (me refiero a su último libro, que concluyó poco antes de morir, Memoria e identidad).»

    [El texto pertenece a la edición en español de Galaxia Gutenberg, 2014, en traducción de Noemí Sobregués. ISBN: 978-84-16072-24-8.]
    

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