viernes, 21 de febrero de 2020

Venenos y envenenadores.- Roland Villeneuve (1922-2003)

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II.-La Edad Media
Probaduras y contravenenos

«Los reyes castigaban tanto más severamente a los hechiceros y envenenadores cuanto más o menos sospechosas eran sus esposas de pertenecer a esas categorías de gente nefanda o de recurrir, llegado el caso, a sus servicios. Las gradas del trono estaban deslucidas a causa de ello y la falta o la prohibición de investigaciones médicas acrecentaba las sospechas grotescas o mal fundadas. Decíase que Blandina, instigada por Hugo Capeto, había envenenado a Luis V, el Holgazán, y se susurraba que Luis X había muerto de un modo muy extraño.
 Se concibe fácilmente que el ambiente de recelo que envolvía sus actos y muertes moviese a nuestros soberanos a rodearse de precauciones extremas. No tardaron en restablecer en la Corte las funciones ejercidas antaño por el praegustador, encargado de probar las viandas y bebidas que se sirven en la mesa imperial. Un maestresala fue encargado de tapar los alimentos y las bebidas, de vigilarlos y gustar una pequeña porción antes que el rey o los príncipes, porque la costumbre de la probadura se propagó muy pronto para durar casi tanto tiempo como la monarquía. Los cubiertos se encerraban en urnas hechas de cristal o metales preciosos y eran examinadas cuidadosamente por criados dignos de toda confianza. En cuanto a la sal, cuyo color, sobre todo cuando estaba mal refinada, recordaba el del arsénico, era guardada en recipientes bajo dos llaves.
 Ni que decir tiene que era difícil encontrar verdaderos maestresalas y que el gasto de sostenerlos era bastante crecido. Además, lo que pudiéramos llamar su diagnosis, es decir, el conocimiento de las cosas en su estado del momento, nada tenía de absoluto, y no podía inspirar confianza cuando esos criados se dejaban comprar, lo que sucedía con bastante frecuencia. Ni los Papas estaban seguros, pues podían desconfiar del sacristán que, durante la misa de la coronación, vaciaba antes que ellos el cáliz y tragaba la hostia. Por eso los poderosos de la Tierra recurrieron en seguida a curiosos preservativos y el uso de los mismos duró casi tanto tiempo como el recurso a la previa probadura de los alimentos. Las narraciones de los poetas y primeros navegantes, que nadie se atrevía a calificar de inverosímiles, afirmaban que ciertas substancias animales o minerales eran, no solamente capaces de servir de antídotos, sino también de descubrir la presencia de los venenos. Isidoro de Sevilla, Marbode, Vicente de Beauvais y Alberto el Grande, habían fortalecido con su autoridad esas creencias y señalado el camino a los autores de los Lapidarios, aquellos sabios tratados que se multiplicaron a partir del siglo XIII. Creíase por aquel entonces que el ágata, el jaspe sanguíneo, la cornalina y la sardónica, poseían virtudes terapéuticas muy grandes, ya que los textos de los Evangelios, de los Salmos y de los Profetas habían concedido un lugar casi milagroso a las piedras finas o preciosas. Así nació toda una teoría místico-simbólica fundada en los nombres de las gemas o en simples analogías y semejanzas. Túvose por cierto que la amatista, la crapodina y el coral cambiaban de color o palidecían al hallarse cerca de una fuente envenenada. La dragonites, o serpentina, y el bezoar, concreciones naturales que se formaban en el estómago de los dragones y la cabeza de los sapos, eran todavía más seguras, aunque sus propiedades maravillosas y su gran carestía hacían casi imposible su adquisición; podría decirse que del todo imposible, puesto que esas piedras habían nacido de la imaginación lapidífica de copistas irresponsables y eruditos ingenuos...
 Pero a falta de esos minerales extraordinarios, los soberanos podían procurarse un cuerno de unicornio; un cuerno entero o un trozo del mismo, según los medios de que disponían. Esa parte de un animal fabuloso -se trataba, en realidad, de diente de narval, cetáceo del Ártico- les libraba de los brebajes tóxicos, puesto que tenía el don de humedecer al estar cerca de éstos. Por eso no era raro que los señores ricos hipotecasen o vendieran parte de sus tierras para comprar un trozo de ese cuerno. Nuestros reyes se sirvieron largo tiempo del cuerno que tenía la misión de conservar el Cabildo de San Dionisio, y los Duques de Borgoña hicieron lo mismo. En 1474, en su Estado de la casa del duque Carlos de Borgoña, dicho el Temerario, Oliverio de la Marche describe con donosura las obligaciones del panetero, del sumiller que lleva el palo y el cuerno con el que se prueba la vianda del príncipe; del ujier de vianda, que parte el pan y lo prueba; del escanciador y el sumiller de cava, que "debe llevar en la mano diestra dos jarras, una en que está el vino del príncipe y en la otra el agua, y será examinada la jarra del príncipe suspendiendo sobre ella un trozo de cuerno colgado de una cadena".
 También eran buscados, con no menos diligencia, los vulgares dientes de tiburón, que eran bautizados pomposamente con el nombre de "lengua de serpiente", y se creía que eran arrancadas de las mandíbulas de las lamias. Juan de Mandeville, en su Lapidario, afirma que esas lenguas -que para él son como piedras- vencían al veneno, mudaban de color y, produciendo un efecto imprevisto en los defectos de la facultad de hablar, permitían a sus dueños expresarse correcta y agradablemente. En pleno siglo XVI los plateros parisienses fabricaban aún languiers para descubrir el veneno, sobre todo en los saleros. Un texto de 1555, debido a Pedro Belon, refiere que "los que pescan lamias se apresuran a buscar sus dientes y mandíbulas, pues dicen que tienen virtud contra los venenos; para ese fin las hacen engarzar en oro y en plata".
 Un personaje aficionado al ocultismo y a la alquimia, el Papa Juan XXII, creía en la eficacia de las piedras preciosas y las "lenguas de serpiente". Este pontífice padeció manía persecutoria, influido por los terribles sucesos de su época. Por haber muerto de repente su sobrino acusó de haberle maleficiado al obispo de Cahors, Hugo Geraldi.»

  [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Bruguera, 1963, en traducción de José María Claramunda. Depósito legal: B-3.654-1963.]

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