sábado, 1 de enero de 2022

Filosofía del tedio.- Lars Svendsen (1970)


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El problema del tedio

El tedio como problema filosófico

 «Se ha asociado el tedio con el consumo de narcóticos, de alcohol y de tabaco, con los desarreglos en la alimentación, con la promiscuidad, el vandalismo, la depresión, las actitudes agresivas, el odio, la violencia, el suicidio, los comportamientos de riesgo, etcétera. Tales asociaciones cuentan con el apoyo de datos estadísticos bien claros. En el fondo, no debería sorprendernos, dado que incluso los antiguos monjes tenían conciencia de ello, hasta el punto de considerar la acedia, el antepasado premoderno del tedio, como el peor de los pecados en tanto que origen de todos los demás. Ciertamente, podemos afirmar sin temor a equivocarnos que el tedio comporta graves consecuencias para una comunidad, y no solo para los individuos, aunque también para ellos, pues conlleva una pérdida de sentido, lo cual siempre reviste gravedad para aquellos a quienes afecta. En realidad, no podemos asegurar si el mundo se nos presenta como carente de sentido porque nos aburrimos o si nos aburrimos porque el mundo no tiene sentido, pues la relación causa-efecto no es, en este caso, sencilla. Lo que no parece sujeto a la menor duda es el hecho de que el tedio y la falta de sentido guardan una estrecha relación. En su Anatomía de la melancolía, de 1621, Robert Burton sostiene que “podemos contar hasta ochenta  ocho grados de melancolía, ya que cada uno se ve afectado por ella de un modo distinto: unos llegan a tocar el fondo de este abismo infernal mientras que otros no conocen más que las capas superficiales”. Yo no me considero capacitado para distinguir entre los diversos grados de tedio con tanta precisión, pues éste puede abarcar desde un ligero malestar hasta la sensación del más profundo absurdo. Para la mayor parte de nosotros, es el tedio algo que debemos soportar, pero hay excepciones. Cierto que resulta tentador aconsejar a quien se queja de tedio o de “pesadez de ánimo” que se “anime” pero, como hacerte Ludvig Holberg, esto es “tan inviable como pedirle a un enano que sea una pulgada más alto”. 
 Prácticamente todos aquellos que se refieren al tedio lo hacen como si de un mal se tratase. Sin embargo, hay alguna que otra excepción. Georg Hamann se describía a sí mismo como un Liebhaber der Langen Weile (un amante de la demora) y, cuando sus amigos le reprobaban su inactividad, respondía que trabajar era cosa fácil, mientras que el auténtico ocio resulta muy duro para un hombre. La concepción de E. M. Cioran es similar: “A ese amigo que me confiesa aburrirse porque no puede trabajar, le contesto que el tedio es un estado superior, y que relacionarlo con la idea de trabajo es rebajarlo”.
 En las universidades no se imparte ningún curso sobre el tedio, y nuestra experiencia del mismo es lo que solemos aburrirnos mientras realizamos nuestros estudios. Tampoco está demostrado que el tedio pueda seguir considerándose como un problema filosófico relevante, si es que lo ha sido alguna vez. En el marco de la filosofía actual, en que casi todos los temas son variaciones de cuestiones epistemológicas, parece natural que el fenómeno del tedio quede fuera del ámbito de estudio de la filosofía y que el hecho de enfrentarse a un tema semejante resulte para algunos un claro indicio de inmadurez intelectual. Y es posible que así sea. Que el tedio no constituye en la actualidad un tema filosófico de relieve debería ser, probablemente, un motivo de preocupación para la filosofía, pues una filosofía que rehúse investigar la cuestión del sentido de la vida apenas si merece dedicación. El sentido es algo que podemos perder, y esta circunstancia queda excluida de las preocupaciones de la filosofía de la semántica, pero no debería quedar excluida de las preocupaciones de la filosofía en general.
 ¿Por qué considerar el tedio como un problema de orden filosófico y no solamente psicológico o sociológico? A este respecto, he de admitir mi incapacidad para establecer ningún criterio general que permita distinguir un problema filosófico del que no lo es. Según Ludwig Wittgenstein, el problema filosófico se presenta en la forma: “No sé salir del atolladero”. De modo similar describe Martín Heidegger la “miseria” que nos lleva a la reflexión filosófica como una suerte de “desconocer el principio y el fin”. Aquello que caracteriza a un problema filosófico es, por tanto, una especie de falta de orientación. Y,  ¿acaso no es ésta también una característica del tedio profundo que nos impide orientarnos en relación con el mundo, pues la propia relación con el mundo está más que perdida? Samuel Beckett describe el estado existencial de su primer protagonista novelesco, el Belacqua de Sueño con mujeres más o menos hermosas, en los siguientes términos: “Se hallaba hundido en la inactividad, sin identidad […]. Las ciudades, los bosques y las existencias también carecían de identidad, eran sombras, no ejercían ni atracción ni estímulo alguno […]. Su existencia carecía de eje y de contorno, el centro se hallaba en todas partes, una ciénaga inconmensurable de inactividad”. El tedio suele surgir cuando nos resulta imposible hacer lo que queremos. Pero ¿qué ocurre cuando ignoramos lo que queremos hacer, cuando perdemos la orientación en la vida? Entonces caemos en ese tedio profundo que se asemeja a la apatía, pues no hay punto de apoyo para la voluntad. Fernando Pessoa lo describe como “sufrir sin sufrimiento, querer sin voluntad, pensar sin raciocinio”. Y, tal y como veremos en el análisis de la fenomenología del tedio que Heidegger lleva a cabo, esta experiencia puede conducirnos a la filosofía. 
Resultado de imagen de lars svendsen filosofia del tedio El tedio carece del encanto de la melancolía, un encanto ligado a la tradicional conexión entre melancolía y sabiduría, sensibilidad, belleza. Por esta razón el tedio no resulta muy atractivo a los estetas. Tampoco reviste la gravedad reconocida a la depresión, por lo que no es del interés de psicólogos y psiquiatras. En comparación con la depresión y la melancolía, el tedio aparece, simplemente, como algo demasiado trivial o vulgar como para merecer una investigación exhaustiva. Por ejemplo, resulta llamativo que el estudio de seiscientas páginas que Peter Wessel Zapffe escribe en 1941, titulado Sobre lo trágico, no dedique al tedio ni una sola línea. Y, si bien es cierto que Zapffe aborda el fenómeno de forma tangencial en varios lugares de su obra, no lo es menos que jamás alude a él por su nombre habitual. Por el simple motivo, según creo, de que Zapffe considera que el tedio no se corresponde con el aspecto grandioso de lo “trágico”. En cambio, sí que hayamos disquisiciones sobre el tedio en filósofos significativos como Pascal, Rousseau, Kant, Schopenhauer, Kierkegaard, Nietzsche, Heidegger, Benjamín y Adorno. En el ámbito de la literatura, podemos mencionar a Goethe, Flaubert, Stendhal, Mann, Beckett, Büchner, Dostoyevski, Chejov, Baudelaire, Leopardi, Proust, Byron, Eliot, Ibsen, Valery, Bernanos y Pessoa. Estas listas son, claro está, incompletas; el tema ha sido tan ampliamente descrito que cualquier lista lo sería. Conviene observar, no obstante, que todos estos filósofos y escritores pertenecen a la modernidad. 

Tedio y modernidad 

 “Los dioses se aburrían, de modo que crearon a los hombres”, escribe Soren Kierkegaard y continúa: “Adán se aburría porque estaba solo, por eso fue creada Eva. A partir de aquel momento, el tedio hizo su aparición en el mundo, propagándose en la misma medida en que crecía la población”. No me pronunciaré aquí sobre los dioses, aunque Nietzsche sugiere que Dios se aburrió el séptimo día y asegura que hasta los dioses luchan en vano por combatir el tedio. Sin embargo, yo creo poder afirmar que Adán jamás se aburrió. El tedio es, en mi opinión, un fenómeno mucho más reciente. De hecho, resulta en cierto modo un misterio que Adán y Eva decidiesen probar los frutos del árbol de la ciencia pues, en realidad, no había lugar en el Paraíso para el tedio, habida cuenta de que ese espacio está ocupado por Dios, cuya presencia debía de ser tan completamente satisfactoria que cualquier tipo de búsqueda de sentido resultaría superflua. Aún así, la opinión de Kierkegaard se ve apoyada por las palabras del poeta Henry David Thoreau: “Sin lugar a dudas, esa forma de tedio y de desidia cuya manifestación es el convencimiento infundado de haber disfrutado de todos los motivos de placer y de las múltiples riquezas de la vida, es tan antigua como el propio Adán”. Alberto Moravia sostiene por su parte que Adán y Eva se aburrían y Emmanuel Kant asegura que, de haber permanecido en el Paraíso, se habían aburrido. Robert Nisbet sugiere que Dios los expulsó del Paraíso, y los arrojó así a lo desconocido, para redimirlos del tedio del que habrían sido víctimas de haberse mantenido allí.
 Naturalmente, es justo pensar que ciertas formas de tedio existieron desde los albores de los tiempos; por ejemplo, lo que yo llamaría “tedio situacional”, es decir, aquel que tiene su origen en determinadas situaciones. En cambio, el tedio existencial es un fenómeno característico de la modernidad. Sin duda que también aquí hayamos excepciones, por ejemplo, el Eclesiastés, que comienza con las palabras “Vanidad de vanidades…”, para continuar más adelante: “Lo que ha sido es lo que será y lo que ha sucedido será lo que suceda y nada hay nuevo bajo el sol”. Pese a todo, cabe observar aquí que Salomón es más profético que diagnóstico acerca de su propia época y puede que asista la razón al pastor Lochen cuando, en la novela del noruego Arne GarborgTraette maend [Hombres cansados], asegura que este libro del Antiguo Testamento parece destinado a los hombres de nuestros días. Asimismo, hay textos de Séneca en los que, a través del concepto “taedium vitae” (cansancio de vivir), el filósofo describe algo que recuerda claramente al tedio moderno. En cualquier caso, siempre es posible hallar textos antiguos que parecen hacer referencia a fenómenos posteriores. No es mi intención afirmar que se haya producido un giro histórico claro con respecto al tedio. Me doy por satisfecho al constatar que el tedio nunca se convirtió en temática como a partir del Romanticismo que, por así decirlo, lo democratizó al dotarlo de un campo de expresión más amplio.
 El tedio es “privilegio” del hombre moderno.»

   [El texto pertenece a la edición en esapñol de Tusquets Editores, 2006, en traducción de Carmen Montes Cano, pp. 21-26. ISBN: 84-8310-494-6.]

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