El problema del tedio
El tedio como problema filosófico
«Se
ha asociado el tedio con el consumo de narcóticos, de alcohol y de tabaco, con
los desarreglos en la alimentación, con la promiscuidad, el vandalismo, la depresión,
las actitudes agresivas, el odio, la violencia, el suicidio, los
comportamientos de riesgo, etcétera. Tales asociaciones cuentan con el apoyo de
datos estadísticos bien claros. En el fondo, no debería sorprendernos, dado que
incluso los antiguos monjes tenían conciencia de ello, hasta el punto de
considerar la acedia, el antepasado premoderno
del tedio, como el peor de los pecados en tanto que origen de todos
los demás. Ciertamente, podemos afirmar sin temor a equivocarnos que el
tedio comporta graves consecuencias para una comunidad, y no solo para los
individuos, aunque también para ellos, pues conlleva una pérdida de sentido, lo
cual siempre reviste gravedad para aquellos a quienes afecta. En realidad, no
podemos asegurar si el mundo se nos presenta como carente de sentido porque nos
aburrimos o si nos aburrimos porque el mundo no tiene sentido, pues la relación
causa-efecto no es, en este caso, sencilla. Lo que no parece sujeto a la
menor duda es el hecho de que el tedio y la falta de sentido guardan una
estrecha relación. En su Anatomía de la
melancolía, de 1621, Robert Burton sostiene que “podemos contar hasta ochenta ocho grados de melancolía, ya que cada uno se
ve afectado por ella de un modo distinto: unos llegan a tocar el fondo de este
abismo infernal mientras que otros no conocen más que las capas superficiales”. Yo
no me considero capacitado para distinguir entre los diversos grados de
tedio con tanta precisión, pues éste puede abarcar desde un ligero
malestar hasta la sensación del más profundo absurdo. Para la mayor parte de
nosotros, es el tedio algo que debemos soportar, pero hay excepciones.
Cierto que resulta tentador aconsejar a quien se queja de tedio o de “pesadez
de ánimo” que se “anime” pero, como hacerte Ludvig Holberg, esto es “tan inviable como pedirle a un
enano que sea una pulgada más alto”.
Prácticamente
todos aquellos que se refieren al tedio lo hacen como si de un mal se tratase.
Sin embargo, hay alguna que otra excepción. Georg Hamann se describía a sí
mismo como un Liebhaber
der Langen Weile (un amante de la demora) y, cuando sus amigos le
reprobaban su inactividad, respondía que trabajar era cosa fácil, mientras que
el auténtico ocio resulta muy duro para un hombre. La concepción de E. M. Cioran es similar: “A ese amigo que me
confiesa aburrirse porque no puede trabajar, le contesto que el tedio es un
estado superior, y que relacionarlo con la idea de trabajo es rebajarlo”.
En
las universidades no se imparte ningún curso sobre el tedio, y nuestra
experiencia del mismo es lo que solemos aburrirnos mientras realizamos nuestros
estudios. Tampoco está demostrado que el tedio pueda seguir considerándose como
un problema filosófico relevante, si es que lo ha sido alguna vez. En el marco
de la filosofía actual, en que casi todos los temas son variaciones de
cuestiones epistemológicas, parece natural que el fenómeno del tedio quede
fuera del ámbito de estudio de la filosofía y que el hecho de enfrentarse a un
tema semejante resulte para algunos un claro indicio de inmadurez intelectual.
Y es posible que así sea. Que el tedio no constituye en la actualidad un tema
filosófico de relieve debería ser, probablemente, un motivo de preocupación
para la filosofía, pues una filosofía que rehúse investigar la cuestión del
sentido de la vida apenas si merece dedicación. El sentido es algo que podemos
perder, y esta circunstancia queda excluida de las preocupaciones de la
filosofía de la semántica, pero no debería quedar excluida de las
preocupaciones de la filosofía en general.
¿Por
qué considerar el tedio como un problema de orden filosófico y no solamente
psicológico o sociológico? A este respecto, he de admitir mi incapacidad para
establecer ningún criterio general que permita distinguir un problema
filosófico del que no lo es. Según Ludwig Wittgenstein, el problema filosófico
se presenta en la forma: “No sé salir del atolladero”. De modo similar describe
Martín Heidegger la “miseria” que nos lleva a la
reflexión filosófica como una suerte de “desconocer el principio y el fin”. Aquello
que caracteriza a un problema filosófico es, por tanto, una especie de falta de
orientación. Y, ¿acaso no es ésta
también una característica del tedio profundo que nos impide orientarnos en
relación con el mundo, pues la propia relación con el mundo está más que
perdida? Samuel Beckett describe el estado existencial de su primer
protagonista novelesco, el Belacqua de Sueño
con mujeres más o menos hermosas, en los siguientes términos: “Se hallaba
hundido en la inactividad, sin identidad […]. Las ciudades, los bosques y las existencias también
carecían de identidad, eran sombras, no ejercían ni atracción ni estímulo
alguno […]. Su existencia carecía de eje y de contorno, el centro se hallaba en
todas partes, una ciénaga inconmensurable de inactividad”. El tedio suele
surgir cuando nos resulta imposible hacer lo que queremos. Pero ¿qué ocurre
cuando ignoramos lo que queremos hacer, cuando perdemos la orientación en la
vida? Entonces caemos en ese tedio profundo que se asemeja a la apatía, pues no hay punto de apoyo para la voluntad.
Fernando Pessoa lo describe como “sufrir sin sufrimiento,
querer sin voluntad, pensar sin raciocinio”. Y, tal y como veremos en el
análisis de la fenomenología del tedio que Heidegger lleva a cabo, esta experiencia puede
conducirnos a la filosofía.
El
tedio carece del encanto de la melancolía, un encanto ligado a la tradicional
conexión entre melancolía y sabiduría, sensibilidad, belleza. Por esta razón el
tedio no resulta muy atractivo a los estetas. Tampoco reviste la gravedad
reconocida a la depresión, por lo que no es del interés de psicólogos y
psiquiatras. En comparación con la depresión y la melancolía, el tedio aparece,
simplemente, como algo demasiado trivial o vulgar como para merecer una
investigación exhaustiva. Por ejemplo, resulta llamativo que el estudio de
seiscientas páginas que Peter Wessel Zapffe escribe en 1941, titulado Sobre lo trágico, no dedique al tedio ni
una sola línea. Y, si bien es cierto que Zapffe aborda el fenómeno de forma tangencial
en varios lugares de su obra, no lo es menos que jamás alude a él por su nombre
habitual. Por el simple motivo, según creo, de que Zapffe considera que el
tedio no se corresponde con el aspecto grandioso de lo “trágico”. En cambio, sí que hayamos disquisiciones sobre el
tedio en filósofos significativos como Pascal, Rousseau, Kant, Schopenhauer, Kierkegaard, Nietzsche, Heidegger, Benjamín y Adorno. En el ámbito de la
literatura, podemos mencionar a Goethe, Flaubert, Stendhal, Mann, Beckett, Büchner, Dostoyevski, Chejov, Baudelaire, Leopardi,
Proust, Byron, Eliot, Ibsen, Valery, Bernanos y Pessoa. Estas listas son, claro está,
incompletas; el tema ha sido tan ampliamente descrito que cualquier lista lo
sería. Conviene observar, no obstante, que todos estos filósofos y escritores pertenecen
a la modernidad.
Tedio
y modernidad
“Los
dioses se aburrían, de modo que crearon a los hombres”, escribe Soren Kierkegaard y continúa: “Adán se aburría porque
estaba solo, por eso fue creada Eva. A partir de aquel momento, el tedio hizo
su aparición en el mundo, propagándose en la misma medida en que crecía la
población”. No me pronunciaré aquí sobre los dioses, aunque Nietzsche sugiere
que Dios se aburrió el séptimo día y asegura que hasta los dioses luchan en
vano por combatir el tedio. Sin embargo, yo creo poder afirmar que Adán jamás se
aburrió. El tedio es, en mi opinión, un fenómeno mucho más reciente. De hecho,
resulta en cierto modo un misterio que Adán y Eva decidiesen probar los frutos
del árbol de la ciencia pues, en realidad, no había lugar en el Paraíso para
el tedio, habida cuenta de que ese espacio está ocupado por Dios, cuya
presencia debía de ser tan completamente satisfactoria que cualquier tipo de
búsqueda de sentido resultaría superflua. Aún así, la opinión de Kierkegaard se ve
apoyada por las palabras del poeta Henry David Thoreau: “Sin lugar a dudas, esa
forma de tedio y de desidia cuya manifestación es el convencimiento infundado
de haber disfrutado de todos los motivos de placer y de las múltiples riquezas
de la vida, es tan antigua como el propio Adán”. Alberto Moravia sostiene por su parte que Adán y Eva
se aburrían y Emmanuel Kant asegura que, de haber
permanecido en el Paraíso, se habían aburrido. Robert Nisbet sugiere que Dios los expulsó
del Paraíso, y los arrojó así a lo desconocido, para redimirlos del tedio del que
habrían sido víctimas de haberse mantenido allí.
Naturalmente,
es justo pensar que ciertas formas de tedio existieron desde los albores
de los tiempos; por ejemplo, lo que yo llamaría “tedio
situacional”, es decir, aquel que tiene su origen en determinadas situaciones.
En cambio, el tedio existencial es un
fenómeno característico de la modernidad. Sin duda que también aquí hayamos excepciones,
por ejemplo, el Eclesiastés,
que comienza con las palabras
“Vanidad de vanidades…”, para continuar más adelante: “Lo que ha sido es lo que
será y lo que ha sucedido será lo que suceda y nada hay nuevo bajo el sol”. Pese
a todo, cabe observar aquí que Salomón es más profético que diagnóstico acerca
de su propia época y puede que asista la razón al pastor Lochen cuando, en la
novela del noruego Arne Garborg, Traette maend
[Hombres cansados], asegura
que este libro del Antiguo Testamento parece destinado a los hombres de
nuestros días. Asimismo, hay textos de Séneca en los que, a través del
concepto “taedium vitae”
(cansancio de vivir), el filósofo describe algo que recuerda claramente al
tedio moderno. En cualquier caso, siempre es posible hallar textos antiguos
que parecen hacer referencia a fenómenos posteriores. No es mi intención
afirmar que se haya producido un giro histórico claro con respecto al tedio. Me
doy por satisfecho al constatar que el tedio nunca se convirtió en temática
como a partir del Romanticismo que, por así decirlo, lo democratizó al dotarlo
de un campo de expresión más amplio.
El
tedio es “privilegio” del hombre moderno.»
[El texto pertenece a la edición en esapñol de Tusquets Editores, 2006, en traducción de
Carmen Montes Cano, pp. 21-26. ISBN: 84-8310-494-6.]
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