«Finalmente, tenía que pasar por todo eso, o
sea: tenía que robar. En varias ocasiones se había entregado ya a este juego: en una mesa de objetos en
venta, entre los que allí había y en el lugar más inasequible dejaba, como por descuido, una cosita que había
comprado y pagado como es debido en un mostrador alejado. La dejaba ahí unos
cuantos minutos, apartaba la vista y se interesaba por lo que había
alrededor. Cuando el objeto se había fundido suficientemente en el resto de los
objetos circundantes, lo robaba. Dos
veces un inspector lo había atrapado y dos veces había tenido que pedir excusas
la dirección, puesto que Miñón tenía el boleto entregado por la cajera.
El robo en mostrador se hace según varios
métodos, y cada tipo de mostrador exige quizás que se emplee uno en vez de
otro. Por ejemplo, con una sola mano se pueden tomar a la vez dos
objetos pequeños (billeteras), sostenerlos
como si sólo hubiera uno, examinarlos largamente, deslizar uno en la manga y
finalmente dejar el otro en su lugar, como si no conviniera. Ante montones
de retales de seda hay que colocar descuidadamente una mano en el bolsillo roto del abrigo; se acerca uno al mostrador hasta
tocarlo con el vientre y mientras la mano libre toca la tela y la saca de su
sitio, la mano que está en el bolsillo sube hacia la parte de arriba del
mostrador (siempre a nivel del ombligo), tira hacia sí del retal que está más
abajo en el montón y se lleva de ese modo, gracias a la flexibilidad de la
tela, hasta debajo del abrigo que lo oculta. Pero estas recetas que doy se las
saben todas las amas de casa y todas las compradoras. Miñón prefería asir el
objeto, hacerle describir una rápida parábola entre el mostrador y su bolsillo.
Era audaz pero más bello. Como astros que caen, frascos de perfume, pipas y
encendedores trazaban una curva pura y breve y le abultaban los muslos. Era un juego
peligroso; que valiera o no la pena, sólo Miñón podría decidirlo. Ese juego era
una ciencia que exigía entrenamiento y preparación, lo mismo que la ciencia militar.
Primeramente era necesario estudiar la disposición de los espejos y sus
biseles, y también de los que, oblicuos, colgados del techo, nos muestran
dentro de un mundo cabeza abajo que los detectives, mediante el juego de
bastidores que funciona en su cerebro, pronto ponen de pie y orientan. Era
necesario acechar el instante en que la vendedora tiene la mirada en otra parte
y en que los clientes, siempre traidores, no están mirando. Finalmente, habría
que hallar, como un objeto perdido -o mejor aún, como uno de esos personajes de
adivinanzas cuyas líneas, en los platos de postre, también son árboles y nubes-
al detective. Busquen al detective. Es una mujer. El cine -además de otros
juegos- enseña la naturalidad, una naturalidad totalmente compuesta de artificios
y mil veces más engañosa que la verdadera. A fuerza de lograr parecerse a un
congresista o a una partera, el detective de las películas ha dado a los
rostros de los verdaderos congresistas y de las verdaderas parteras aspecto de
detectives, y los verdaderos detectives, hoscos en medio de ese desorden que
embarulla los rostros, agotados, han aceptado tener cara de detectives, lo cual
no simplifica nada... "Un espía que pareciera espía seria un mal
espía" me ha dicho un día una bailarina. (Generalmente se dice: "Una
bailarina, una noche"). No lo creo.
Miñón iba a salir
del almacén. Por no tener nada que hacer, para aparentar naturalidad y también
porque resulta difícil salirse de toda esa turbulencia, movimiento browniano
tan poblado y moviente, conmovedor, como el aturdimiento de la mañana -se
quedaba mirando al pasar los mostradores donde se ven camisas, tarros de pegamento,
martillos, corderos y esponjas de hule. Tenía en los bolsillos dos encendedores
y una cigarrera. Lo venían siguiendo. Cuando estuvo cerca de la puerta
guardada por un coloso cubierto de galones, una ancianita le dijo
tranquilamente:
-¿Qué se ha robado
usté, jovencito?
Lo de
"jovencito" encantó a Miñón; de no ser por eso, se habría abalanzado.
Las palabras inocentes son las más perniciosas, hay que cuidarse de ellas. Casi
al instante el coloso estuvo junto a él y lo tomó de la muñeca: se lanzó como
la ola más formidable contra el bañista dormido en la playa. Las palabras de la
anciana y el gesto del hombre abrieron instantáneamente a Miñón un nuevo universo:
el universo de lo irremediable. Es el mismo que aquel en que nos encontramos,
pero tenía esto de particular: que en vez de actuar y de sabernos actores, nos
sabemos actuados. Una mirada -tal vez de nuestros ojos- tiene la agudeza
repentina y exacta de lo extralúcido, y el orden de este mundo, visto del revés,
aparece tan perfecto en lo ineludible que a este mundo no le queda más que
desaparecer. Y es lo que hizo en un abrir y cerrar de ojos. El mundo se vuelve
como un guante. Resulta que el guante soy yo y que comprendo por fin que en el
día del juicio, habrá de llamarme Dios con mi voz misma: "¡Jean,
Jean!"
Miñón, lo mismo
que yo, había conocido demasiados de esos fines del mundo para lamentarse, al
volver a ponerse en pie después de ésta, sublevado contra ella. Una rebelión no
habría sacado de él más que sobresalto de carpa en una carpeta, y eso lo habría
vuelto ridículo. Dócilmente, como atado por una correa o en sueños, se dejó
llevar por el portero y el detective-hembra hasta la oficina del comisario
especial del almacén, en los sótanos. ¡Estaba fresco, trincado! Aquella misma
noche el coche celular lo llevó al depósito donde pasó la noche con más de un
vagabundo, mendigo, ladrón, ratero, chulo, falsificador, todo tipo de gente
salida de entre las piedras mal unidas de las casas levantadas una junto a otra
en los callejones más oscuros. Al día siguiente llevaron a Miñón y sus
compañeros hasta la cárcel de Fresnes. Entonces tuvo que dar su apellido, el de
su madre, y el nombre de pila, secreto hasta entonces, de su padre (inventó:
Romualdo). También le preguntaron su edad y su profesión.
-Su profesión? -dijo
el escribano.
-¿La mía?
-Pos claro, la
suya.
Miñón estuvo a
punto de ver salir de entre sus labios floridos: "moza de
restaurant", pero contestó:
-No tengo
profesión, yo. No chambeo.
Y, sin embargo,
para Miñón esas palabras tuvieron el valor y el sentido de "moza de
restaurant".
Finalmente se
encontró desnudo y le registraron la ropa hasta los dobladillos. El guardián le
mandó abrir la boca, la inspeccionó, le pasó la mano por los tupidos cabellos y furtivamente, después de haberlos separado sobre la
frente, le rozó la nuca, hueca aún, vibrante y cálida, sensible y dispuesta a
provocar, bajo la caricia más leve, considerables estragos. En su nuca reconocemos
que Miñón puede hacer todavía un delicioso tragahombres. Finalmente le dijo:
-Échese usted
hacia delante.
Se inclinó. El
guardián le miró el ano y vio una mancha negra.
-Expela -le dijo.
Miñón esperó, pero
se había equivocado: el guardián dijo expela. La mancha negra era una cazcarria
bastante gorda que crecía de día en día y que Miñón había tratado de arrancar
ya en varias oportunidades, pero tenía que haberse arrancado los pelos o tomado
un baño caliente.
-Tiés cólico
-dijo el guardián. (Pues bien, tener cólico significa también tener miedo, y eso
no lo sabía el guardián).»
[El texto pertenece a la edición en español de Juan Pablos Editor, 1973, en traducción de Leonor Tejada.]
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