martes, 22 de octubre de 2019

El caballero del puente.- William H. C. Watson (1930-2005)

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Segunda parte: El despertar
24.-Verdades desnudas

«-Es el oficio de un trovador, el de apegarse, tanto en sus afectos como en su deseo, a una dama; a la dama de algún señor. Y el de interpretar canciones quejándose de que ella le niega la amabilidad de su cuerpo.
 -La amabilidad de su cuerpo -repitió Bonne-. No me habría gustado vivir sin escuchar tan melodiosas palabras. -Rozó su propio cuerpo con un beso de aquellos ojos dorados, para recordar su reciente amabilidad para con ella. Comió varias uvas del racimo y habló con la boca llena-. De cualquier modo, tal cosa impone una carga sobre la dama cuyo cuerpo debe ser amable. ¿Amable? ¿Amable? ¿Por qué debe ser amable su cuerpo?
 -Sólo es una fórmula poética -replicó Saturnin, irascible-. Sólo os estoy describiendo la fórmula con que el trovador se ve forzado a trabajar ¡y que a mí me saca de quicio, os lo puedo asegurar, cien veces más de lo que pueda irritaros a vos! -De pronto su voz sonaba mucho más llana y liberada de todo misterio-. ¿Qué me importa a mí que todas las mujeres del mundo sean crueles o castas? ¡Llamadlo como queráis! ¿Y por qué debe importarme que todas las doncellas vivan inmaculadas para siempre?
 -¿Y qué es lo que debería importaros? -Bonne se sentía insegura respecto a tal pregunta, que sonaba como una declaración. Una sensación de paradoja la contuvo a la hora de entender lo que escuchaba. Continuó-: ¿Cómo pueden vuestras canciones quejarse de que se os niega el cuerpo de vuestra dama -indicó con elegante e inconsciente gesto su propio cuerpo mientras hablaba-, si no os importa si os lo entrega o no?
 -Ése es mi gran dilema -respondió él.
 -Hablad claro -exigió Bonne-. Mi cerebro está embotado.
 -Escuchad, entonces -dijo Saturnin-. Nací para escribir canciones. Interpreto mis propias canciones desde que tenía tres años. Por tanto, nací para ser trovador. Pero a mí no me gustan las mujeres y, por tanto, no nací en realidad para ser trovador.
 Bonne se temía que su rara felicidad de aquel día y aquella noche estaba a punto de deteriorarse.
 -¿Y qué os gusta a vos? -preguntó malhumorada. Entonces, sin pausa alguna, le comprendió, y añadió-: Os gustan los chicos.
 -Sí -confirmó él. Había emergido de las sombras y se apoyó contra el ángulo de la pared frente a ella. Su rostro quedaba a la luz. El pie de Bonne podía tocar el de él. Bonne observó el suelo junto a donde él se hallaba.
 -Os gustan los niños. -Observó la llama de la vela junto a la cadera de Saturnin.
 -Los niños creciditos -puntualizó él.
 Ella fijó la vista en su oreja.
 -Sodomía -dijo.
 Él no dijo nada.
 Los labios de Bonne temblaron, pero no lloró.
 -¡Maldito seáis! -exclamó-. Me habéis engañado todo el día y toda la noche. ¿Cómo podéis jurar que haréis una canción sobre mí... sobre este cuerpo? ¡No sabréis cómo! ¡Yo os maldigo, por estafador y mentiroso!
 Todavía estaba sentada en el banco de piedra. Se sentía estúpida, plantada allí de forma pintoresca para brillar y resplandecer a la luz centelleante de las velas. "Pero somos dos en esta locura y nadie más que pueda vernos -se dijo-. ¿Por qué iba a sentirme estúpida?" Le miró a la cara y tanto el ojo gris como el nebuloso sostuvieron su mirada.
 -Todavía nadie no os ha engañado -le dijo.
 -¡Cristo! -exclamó ella-. Callaos y marchaos. -Pero no pudo detener su voz, que prosiguió a toda prisa-: ¿Cómo iba a saberlo? Parecíais tan guapo, ¡parecíais el hombre de una mujer!
 -¿Y qué importa lo que yo parezca?  -Saturnin se separó de la pared-. Lo que importa es lo que parecéis vos, y quién sois, y qué aspecto tiene vuestro cuerpo y, sobre todo, ¡quién es vuestro cuerpo! A partir de tales cuestiones compondré vuestra gran canción.
 Bonne, por primera vez, no podía mirarse. Sus ojos se posaban en el rostro de Saturnin con mirada huidiza y entornada. […] Le habían concedido un sueño a mediodía y lo había perdido a medianoche. […] Oyó decir a su propia voz, mofándose:
 -¿Quién es mi propio cuerpo? ¿Qué sentido tiene tal cosa?
 -Tiene un nuevo sentido -replicó Saturnin, con bien pocas concesiones al estado mental de Bonne. Hablaba despacio, sin embargo, y articulaba con cautela, como alguien que tratara de compartir un  pensamiento con un animal de compañía o con un pájaro en una jaula-. Tiene un nuevo sentido -repitió-. Se trata de una idea nueva y ha salido de vos.
 Bonne negó con la cabeza ante tal ocurrencia, pero la insistente y cautelosa voz de Saturnin prosiguió:
 -Habéis dicho que vuestro cuerpo era una maravilla porque tenía vida propia. "Mi cuerpo es en sí mismo una criatura", habéis dicho, "y tiene vida propia".
 -¿He dicho yo eso?
 -Habéis dicho: "Me desea a mí; es a mí a quien mi cuerpo desea".
 […] El paciente y educativo estilo de Saturnin se vino abajo de pronto.
 -¿Acaso no lo veis? -gritó-. Mi querida Bonne, querida señora, podría escribir una canción en la que dijera que vos me deseáis, pero vuestro cuerpo os lo prohíbe; o que yo os deseo, pero mi cuerpo me lo prohíbe; o que vuestro cuerpo me desea, ¡pero mi cuerpo desea vuestra alma!
 -¡Mi alma! -exclamó Bonne con un respingo-. Yo habría creído que mi propio cuerpo desearía mi alma.
 -¡Sí, sí! -dijo él-. Me refiero, sin embargo, a que esa idea que habéis concebido de que vuestro cuerpo tiene vida propia es de gran originalidad y que las canciones que hagamos sobre vos y vuestro cuerpo serán únicas y nuevas y famosas.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Planeta-De Agostini, 2000, en traducción de Patricia Antón de Vez. ISBN: 84-395-8424-5.]

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